(Epílogo de una historia)

En la antigua ciudad de la Laguna
que al pie del alto Teide busca abrigo,
tienen sus habitantes la fortuna
que la imagen de un Cristo milagroso
les devuelva a su hogar dulce reposo.
La efigie representa
a Jesús expirando en el madero:
¡sus ojos entreabiertos
tienen una expresión tan sobrehumana!
Sus labios contraídos
parece que modulan un sonido,
diciendo: acepta ¡oh! mundo
la santa ofrenda de mi amor profundo.

Se ignora el nombre del insigne artista,
del escultor gigante,
que supo presentar a nuestra vista
la figura de un Cristo agonizante
que no tiene rival sobre la tierra;
porque en ella se encierra
la materia en su triste desconsuelo
y el alma grande al elevarse al Cielo.

En la fiesta que al Cristo le dedican
hay una ceremonia:
pues recuerda al culpado
un algo doloroso del pasado.
El cuerpo de Jesús es desprendido
del madero fatal, y colocado
en un lecho cubierto
con tapices de negro terciopelo:
lavan la Santa imagen,
y aquel agua bendita
dicen que todas las dolencias quita.
A los tullidos vuelve ligereza,
a los ciegos la luz del claro día,
y a los que languidecen fortaleza:
¡es un agua especial, por vida mía!
El puro manantial de donde mana
debe llevar sin duda en sus raudales,
no la mentida santidad romana,
sino exactas virtudes minerales.
Pero la gente crédula y sencilla
desconoce a la gran naturaleza
y admite cual milagro y maravilla
lo absurdo, lo imperfecto, lo increado,
lo que en torpe mentira está basado.

Después que lavan el bendito cuerpo
del divino Jesús, entran los fieles
y van dejando impreso,
en sus pies y en sus manos santo beso;
permaneciendo en éxtasis profundo
ante la triste imagen
del adorable redentor del mundo.
Cuenta la tradición que los creyentes
que guardan en su historia,
unos de esos pecados…
que dejan honda huella en la memoria
al contemplar la efigie sacrosanta
del que salvó a los hombres
la sombra de su crimen se levanta;
la mirada del Cristo toma vida,
y escuchan una voz… allá muy lejos…
que dice lentamente «Dios no olvida»
el pecador vacila, se estremece,
contempla en lontananza,
las destructoras llamas del infierno
y perdiendo en su fe toda esperanza,
solo ve en su Hacedor, ira y venganza,
y sucumbe ante el hijo del Eterno;
sucumbe, si, abrumado
por el peso fatal de su pecado.

Esta es la historia lúgubre y sombría,
el poder misterioso
del Cristo que veneran á porfía,
los que creen que le deben un reposo
y sus benditas horas de alegría,
o el hecho singular, maravilloso,
de morir sin tormento ni agonía,
al recordar la historia
de un algo confundido en la memoria.

¡¡Humana ceguedad!! Que, a un cuerpo yerto,
que solo el arte pudo débilmente,
dejar un rayo en su marmórea frente
de esa luz que los genios idealizan,
le quieren dar las máximas romanas
poder moral, y sentimiento y vida:
¿cómo olvida las leyes soberanas
esa Roma fanática y descreída?
¿cómo inculcó en la mente de los hombres
tanto error, tan Punible apostasía?
para explotar sin duda los filones
que presentó la ciega idolatría.

A la fiesta del Cristo Lagunense
una vez asistí; vi a los cristianos
que entraban a mirar la Santa imagen
y a revelar recónditos arcanos.
Los unos a los otros se miraban
con atención profunda;
esperando que alguno se inclinara
para dormir el sueño de la tumba.
Una mujer hermosa y expresiva,
se aproximó a besar la efigie santa:
su mirada era límpida y tranquila;
firme y segura su ligera planta.
Un hombre audaz, de fiero continente,
de mirada magnética y sombría,
se adelantó también rápidamente,
y algo siniestro en su semblante habla.
Los dos llegaron ante el Cristo Santo,
los dos miraron con temor sus ojos;
ella en los suyos reveló el espanto,
y él la miró con ansiedad y enojos.
Ella cayó de hinojos, conmovida,
y todos los presentes se acercaron
queriendo analizar de aquella vida
misterios que hasta entonces ignoraron.
¡Oh! ¡Poder del Señor dijeron unos
¿Qué será? ¿qué será? preguntan otros,
y él dijo con desdén: —«Sois importunos,
esto me atañe a mí, mas no a vosotros.
Es que al llegar el tiempo prefijado
por eso que llamáis la providencia,
el mortal reconoce su pecado
porque escucha la voz de su conciencia,
no es esta imagen la que cobra aliento,
es el recuerdo que surgió en la mente;
esta mujer que ha sido mi tormento
reconoce su falta y se arrepiente.
Pero es muy tarde ya, adiós Señora".
Y con ademán fiero,
abandonó la estancia en que adoraban
a Jesús espirando en el madero.
Prendedle, gritan todos a porfía,
ese hombre es un hereje, es un ateo,
ha de pagar bien cara su osadía:
(pero él burló de todos el deseo).
Ella también se levantó anhelante
diciendo así: «vuestra piedad invoco:
con su infortunio, ya tiene bastante,
tenedle compasión, porque está loco».

Gritos, alarma, confusión, ruido,
amenazas, tumulto, imprecaciones,
quejas, murmullos, todo confundido…
se mezclaba á fervientes oraciones.
¡Cuántas suposiciones
se hicieron de esta escena dolorosa!;
muchos creyeron que ella
era tal vez la víctima expiatoria,
de una terrible historia;
otras le acumularon
una serie de faltas, y… ¡quién sabe
si todos al juzgar se equivocaron?
Este es el triste fruto
que ofrecen las sagradas tradiciones;
falsas supersticiones,
fanáticas mentiras;
sólo le pueden dar a los mortales
vanos consuelos y profundos males.

Adoremos a Dios, analizando
las Santas Escrituras;
historia fiel de todas las edades:
pasadas, y presentes, y futuras.
La luz del Evangelio
nos aparta del borde del abismo;
crónica de los tiempos que nos dice
que en medio del fatal oscurantismo
siempre una voz se levantó potente,
tu poderosa voz ¡Oh! ¡Espiritismo!
¿Qué son las profecías?
¿las mágicas visiones?
¡sino revelaciones
de mundos que el mortal no comprendía!
A Dios no puede definirlo el hombre,
ni comprender la ciencia de ultratumba;
por eso cuando quiere darle un nombre
en su misma ignorancia se derrumba.

Amalia Domingo Soler

Ramito de Violetas II 1876