
¡Qué gran misterio es el hombre! Parece increíble que en la pequeña cavidad de un cráneo quepan tantas ideas, se alberguen tantos recuerdos que permanecen mudos años y años, y a veces el más pequeño incidente los despierta.
De mi primera edad guardaba un perfecto recuerdo; y sin explicarme el porqué, me he complacido siempre en echar tierra sobre los primeros años de mi vida; y en este manuscrito, única herencia que dejaré a la posteridad, he consignado que ignoraba quién fue mi madre, porque mi piedad filial no quería reconocerla en la pobre mujer que yo recordaba perfectamente; pero hoy, impresionado por una escena que he visto, cual si me hubiesen quitado una venda, mis ojos han contemplado nuevos y dilatados horizontes.
He visto claro, muy claro, y creo cumplir con un deber dejando transcritos todos los recuerdos que se agitan en mi mente.
Muchos son los pordioseros que acuden a esta aldea, porque saben que nunca les falta generosa hospitalidad; y ayer, entre los que vinieron, llegaron un hombre, una mujer y un niño como de cuatro años. No sé por qué, cuando los vi me impresioné; el niño especialmente me inspiró profunda compasión; es hermoso, muy hermoso, y en sus ojos azules hay escrita toda una historia.
María, tan buena y tan compasiva como siempre, acarició al pequeñuelo y me lo presentó diciendo:
—Padre Germán, ¡qué lástima que este inocente tenga que ir rodando por el mundo! ¡Si viera usted qué entendido es…!
La madre del niño, al oír estas palabras, cambió con su compañero una mirada de inteligencia, y exclamó con voz helada:
—Si tanto le gusta mí hijo, puede quedárselo si quiere. Así como así, yo me tengo que desprender de él, porque se conoce que no ha nacido para pobre: si anda mucho se cansa, si no come está enfermo, así es que, como dice su padre, nos estorba: Dios hace mal en dar hijos a los pobres, porque siendo como éste de nada nos sirven.
María, llena de gozo, aceptó la proposición de aquella mujer, conociendo que el niño salía del infierno para entrar en la gloria; y sin derramar una lágrima, aquellos dos seres sin corazón han seguido hoy su camino sin dirigir a su hijo ni una sola mirada de despedida.
No así el pequeñuelo, que ha corrido tras de ellos, pero su padre se ha vuelto, levantando el grueso palo en que se apoyaba, y el niño, ante su actitud amenazadora, ha retrocedido y se ha refugiado entre mis hábitos llorando amargamente.
Yo, contra mi costumbre, no he amonestado a aquellos padres desnaturalizados; me hacían el mismo efecto que los reptiles venenosos, de los cuales se huye a veces sin quererlos examinar, pues causan tal horror, producen tan invencible repugnancia, que se prefiere su propia desaparición a todo, hasta a la satisfacción de darles la muerte; y aquellos dos seres me han hecho tanto daño, me han herido con flecha tan certera, que la intensidad de mi dolor no me ha dejado fuerzas para exhortarles y aconsejarles que cambien de rumbo; los he dejado marchar sin dirigirles un solo reproche.
María me ha mirado con asombro, y por primera vez he huido de sus miradas, le he entregado al niño y le he dicho:
— ¿Crees tú que esos desgraciados son los padres de este inocente? ¿No lo habrán robado?
—No, señor —me contestó María—; si este pobrecito tiene la misma cara de su padre, es su fiel retrato, y ella me ha dicho cosas que no me dejan duda de que es su madre.
—Luego hay padres que, después de haber visto andar a su hijo, de haber recibido sus primeras sonrisas, de haber escuchado sus primeras palabras, de haber sentido el calor de sus besos y el contacto de sus brazos; después de haber vivido de su misma vida, los abandonan…
¡Oh!, entonces hay seres racionales inferiores a las fieras.
Lanzar a un niño lejos de sí en el momento que sale del claustro materno es cruel, pero es una crueldad más refinada después de haberle visto sonreír.
¡Ahí si el hombre de la tierra fuera la última obra de Dios, yo renegaría de mi Eterno padre!
¡Qué cruel es el hombre, María!
—Y por miedo de delatar mi secreto, me separé de la noble joven y del inocente huérfano, pretextando una ocupación urgente, y me he encerrado en mi cuarto, porque necesitaba estar solo, ¡solo con mi ayer perdido, solo con mis recuerdos, solo con mi dolor!
¡Todo me ha sido negado en la vida, todo…!
He sido tan pobre que no he poseído ni el cariño de mi madre, a pesar de que ésta debió de escuchar mis primeras palabras, y debió de ver mis primeros pasos… ¡Me avergüenzo de mí mismo…! ¡Hasta los criminales suelen tener una madre que los llore cuando suben al patíbulo, y si yo hubiera subido… mi madre no me hubiera llorado… ¿Pero a qué seguir escribiendo? Más vale enmudecer.
Soy tan viejo que ya nadie se acuerda de mi niñez y mi secreto morirá conmigo.
Pero no: yo he venido a la tierra a enseñar la pura verdad; yo he venido a demostrar lo que aún tardarán los hombres algunos siglos en comprender; y es que cada ser se engrandece por sí mismo.
No somos salvos por la gracia, no, Jesucristo no vino a salvarnos, vino únicamente a recordarnos nuestro deber. Murió para inmortalizar su recuerdo, para dejar grabadas en la mente de la humanidad las sentencias de su Evangelio.
Y tal fue la magia de su doctrina que las generaciones que le siguieron le aclamaron como primogénito de Dios, y aun creyeron que en unión de su divino padre regía los destinos del mundo.
Los hombres se juzgaron redimidos por haberse derramado la sangre de un inocente.
¡Ah! si por el derramamiento de sangre vertida injustamente se salvara la humanidad, los terrenales podrían estar seguros de habitar en el Paraíso; porque la justicia humana es ciega.
Pero no, nadie se salva por el sacrificio de otro; cada uno tiene que comprar su manumisión pagando en buena moneda, en la moneda de las buenas obras, de los grandes sacrificios, olvidando las ofensas y amparando al débil.
Cada cual se crea su patrimonio, y por ínfima que sea la clase del hombre, cuando éste quiere engrandecerse llega a ser grande, muy grande, si se compara relativamente con su nacimiento y usa todas las fuerzas de que ha podido disponer.
En mí tengo la prueba, Señor; en mí he visto resplandecer su misericordia.
¿Quién más pequeño que yo? ¿Quién más despreciado?
Sin embargo, los monarcas de la tierra han escuchado mi consejo, y los Sumos Pontífices han dicho que tengo pacto con Satanás porque les he descubierto todas sus tramas, y más de una vez he desbaratado sus inicuos planes.
¡Yo… yo, tan pobre, que son más los días que he padecido hambre que los que me he acostado harto…!
Querer es poder. ¡La vida, la grandeza de la vida, no es un mito!
Lo que se necesita es voluntad. Yo he tenido esa voluntad, por eso he vivido libre, por eso me he hecho superior a todas las contrariedades que me han acosado; y ahora… dominando cierto rubor, quiero decir quién soy a esa humanidad que mañana leerá estas páginas, quiero hacerles ver a los hombres que un alma fuerte no se abate por las ingratitudes ni se vende a ningún precio.
Antes de vivir entre los hombres de los hábitos negros, recuerdo perfectamente que, siendo yo muy pequeño, vivía en un pueblo de escasos habitantes y habitaba en una casucha vieja y miserable, en compañía de una mujer joven que me reñía con frecuencia, a la cual nunca dije madre, si bien ella me hacía comprender que yo era su hijo; pero yo no estaba contento de su proceder.
Una noche entró un hombre en nuestra vivienda dando gritos y golpeando los pocos muebles que había.
Mi madre me presentó a él diciéndome que abrazara a mi padre, pero yo me resistía a ello, y él, por su parte, me apartó con un ademán brusco.
Permaneció con nosotros hasta el día siguiente, en que se marchó. Al poco tiempo volvió, y habló mucho y acaloradamente con mi madre, y por último me llamó:
«Mira, los hijos de los pobres tienen que ganarse el pan; ya has cumplido cinco años, así que búscate la vida».
Y él mismo me empujó hasta que salí a la calle; mi madre quiso detener su acción, pero él la apartó con violencia, cerrando la puerta con estruendo, y aquel ruido me impresionó más que la acción villana de mi padre.
Por más que parezca imposible, a la temprana edad de cinco años yo ya pensaba y reflexionaba, y miraba con pena a la mujer que me llevó en su seno, cuando la veía embriagada, que era con frecuencia.
Así es que al verme fuera de aquella casucha negra y sombría, donde nunca había recibido una caricia, sino al contrario, malos tratos, especialmente en palabras, no experimenté pena alguna.
Me alejé tranquilo y me fui a mi lugar favorito, a la orilla del mar, donde me pasaba largas horas. Aquel día miré al océano, que estaba en calma, sintiendo una sensación desconocida pero agradable; parecía como si examinara mis dominios, y hubo de satisfacerme mi contemplación porque recuerdo que me senté en la playa y me entregué a mi ocupación favorita, que era formar pirámides de arena.
Al anochecer me metí en una de las barquillas viejas que había en la playa, durmiéndome tranquilamente. Cerca de dos años viví a la orilla del mar entre los pobres pescadores, que, sin pedirles yo nunca una limosna, partían conmigo su negro y escaso pan.
Los autores de mis días abandonaron el pueblo y no sé en qué paraje descansan sus restos.
Los pescadores me llamaban el pequeño profeta, porque les auguraba cuándo había de haber tormenta, y nunca mi pronóstico fallaba, aunque se trataba de cosas que ni yo mismo entendía.
Un año después de encontrarme solo en el mundo, vinieron cien penitentes negros a establecerse en la vieja abadía que coronaba la montaña, gigantesca atalaya cuyas macizas torres siempre estaban envueltas en un manto de bruma.
Algunas veces me enviaban los pescadores al monasterio con los pescados que más agradaban a la Comunidad, y siempre que entraba en aquella mansión sombría sentía una especie de repulsión.
Cuando salía, corría como si alguien me persiguiera, y eso que los padres de mi fiel Sultán, que eran dos hermosos perros de Terranova, me acariciaban al entrar y al salir; pero a pesar de tan poderoso llamamiento podía más mi aversión a los hombres negros y huía de ellos.
Mas un día (nunca lo olvidaré), equivoqué el camino, seguí un corredor por otro, y entré en un gran salón rodeado de estantes donde había muchos libros, muchos legajos de amarillentos pergaminos y bastantes rollos de papiro: dos monjes estaban leyendo, y yo, al verles leer, como si aquello fuera para mí una verdadera revelación, me acerqué al más anciano, le toqué en el hombro, y sin temor alguno le dije: «Yo quiero leer como vos leéis. ¿Me queréis enseñar?
Yo pronto aprenderé. El anciano me miró, y su compañero le dijo:
—Éste es el niño abandonado por sus padres de quien ya os he hablado más de una vez.
—No hay abandonados en el mundo, porque la religión es la madre de todos —replicó el anciano—.Niño —añadió, mirándome fijamente—: Dios te ha guiado sin duda, haciéndote llegar hasta mí.
La madre Iglesia te acoge en su seno. Desde hoy vivirás en la Abadía.
—Dejadme despedir de mis bienhechores —le dije.
—Ya irás—me contestó. Y desde aquel momento dejé de hacer mi voluntad.
Mis maestros estuvieron contentos de mí, aunque nunca me lo demostraron; jamás me acariciaron ni me castigaron; mi vida era triste, muy triste y de una monotonía insoportable.
Tenía un frío en el alma que me moría, y sólo recobraba aliento cuando León y Zoa apoyaban su inteligente cabeza sobre mis rodillas. ¡Nobles animales! Ellos eran los únicos que me acariciaban y los que demostraban alegría al verme; los demás moradores del convento jamás me dirigieron una palabra cariñosa.
Más de una vez recordé a los pobres pescadores que en medio de su rudeza me querían y me escuchaban como a un oráculo; pero yo tenía sed de ciencia, yo quería ser un gran sabio, y en mi juventud el hombre no tenía más que dos caminos para engrandecerse: el campo de batalla o la religión; las artes estaban muertas.
Ya vendrán tiempos mejores, en los cuales el hombre podrá escoger a su antojo. Mas entonces el saber estaba en los conventos, y yo quería ser sabio a costa de todo, así que devoré en silencio mi solitaria infancia y mi austera juventud.
Todo mi afán era leer, leer siempre, y cuantos libros había en la biblioteca del convento todos los llegué a saber de memoria; y aun hice el juicio crítico de todos ellos, y a los dieciséis años pronuncié un discurso refutando todos los silogismos teológicos, lo que me valió una durísima reprimenda de mis superiores y la amenaza de horribles castigos si así me rebelaba contra la madre Iglesia que me había acogido en su seno cuando no tenía más que el pan de la caridad.
Al año siguiente, por reglamento de enseñanza, tuve que pronunciar un nuevo discurso que me valió un año de encierro, alimentarme durante seis semanas con pan y agua y privación temporal de subir a la Cátedra sagrada.
Pocos días antes de celebrar, por primera vez el sacrificio de la misa, el anciano a quien yo le pidiera, cuando niño, que me enseñara a leer, me llamó a su celda, y me dijo:
—Germán, yo te quiero mucho, aunque nunca te lo he demostrado, porque la estrechez y la austeridad de la Orden a que pertenecemos no le deja expansiones al corazón, y hay que ahogar todos los sentimientos, y eso quiero que hagas tú.
Tú eres un alma noble y generosa, extraviada por los dolores de la juventud. Acuérdate que si no refrenas tu carácter pocas auroras lucirán sobre ti; en cambio si sirves a la Iglesia que te ha servido de madre, no olvides que para ti está reservada la Silla de San Pedro; no te proclames libre, porque serás una hoja seca en el mundo, y sumiso a los mandatos de la Iglesia, todos los soberanos de la tierra, se postrarán ante ti.
—Yo seré fiel a la Iglesia sin hacer traición a mis sentimientos.
—Ten en cuenta que obrando de ese modo tu vida será el camino del calvario, siendo estéril tu sacrificio.
—Agradezco vuestros consejos; yo amo a la Iglesia, y porque la amo quiero sacarla del pantano en que vive.
—Eres un pobre visionario y me inspiras profundísima compasión. ¿Quién eres tú para reformar una institución que han respetado los siglos?
— ¿Quién soy, decís? Soy un espíritu amante de la luz, decidido partidario del progreso.
—Trata de no promover un cisma.
—Yo no haré más que predicar la verdad, que es la esencia del Evangelio.
El anciano me miró fijamente y me dijo muy quedo:
—Germán, hijo mío, estás muy cerca del fuego. Cuidado, no te quemes.
Entraron otros monjes en la celda y yo me retiré a la mía para comenzar mi preparación, y algunos días después, con inusitada pompa, se adornó el templo de la Abadía.
Los primeros magnates y las damas más nobles de la Corte acudieron a oír mi primera misa, y cuando subí al pulpito me dijo el general de la Orden, al darme la bendición: «Subís por vuestros pies; procurad bajar del mismo modo».
Cuando ocupé la tribuna sagrada vi que en ella no estaba solo; un monje, puesto de hinojos y con las manos cruzadas, parecía entregado a profunda meditación. Al verle sentí frío, comprendí las instrucciones que tenía y me postré en tierra para que la multitud pensara que me entregaba a la oración, y lo que hice fue medir el hondo abismo donde había caído.
Había pronunciado todos mis votos, estaba separado de la gran familia humana, consagrado a una iglesia cuyas bases se hundían bajo mis pies, porque de las piedras de sus cimientos brotaba un agua rojiza.
Examiné su credo y vi que su voto de pobreza era mentido y que su humildad, era una máscara de hipocresía.
Me levanté, miré en torno mío y contemplé el templo, que presentaba un aspecto verdaderamente deslumbrador. ¡Torrentes de luz, nubes de aromado incienso!
Hombres y mujeres ataviados con sus mejores galas, altos dignatarios de la Iglesia, todos estaban allí reunidos para escuchar la palabra del ungido del Señor; y aquel hombre que la multitud creía sagrado, tenía a sus pies un asesino, el cual tenía orden de herirle en el momento que hablara algo que no estuviera conforme con las instrucciones que le habían dado sus superiores.
Aquella horrible farsa destrozó mi corazón; me habían dado por tema que describiera la misión del sacerdote, y la imperiosa necesidad que había de que la sociedad se sometiera a sus mandatos, puesto que los sacerdotes eran los elegidos del Señor.
Al mirar la apiñada multitud, parecía que lenguas de fuego caían sobre mi cabeza; un sudor helado entumeció mis miembros; después, una súbita reacción vigorizó mi ser, y sin darme cuenta de lo que hacía extendí mi diestra sobre la cabeza de mi mudo compañero, y éste se estremeció, me miró y, a pesar suyo, se dejó caer contra la pared, cerró los ojos y perdió la vida de relación: se quedó sin voluntad.
Yo entonces me quedé más tranquilo y comencé mi plática, que duró más de tres horas. ¡Qué día aquél, jamás lo olvidaré!
Pendientes de mi palabra, las mujeres de la Corte se levantaban de sus altos sitiales; los hombres hablaban entre sí, los monjes me enviaban con sus miradas todas las amenazas del infierno; y yo hablaba, hablaba sin interrupción, pues me sentía fuerte y animoso.
Es la única vez en mi vida que he tenido a mis pies a todas las clases sociales.
¡Estaba verdaderamente inspirado! Hablé de la familia, del sacerdocio, de la mujer, y, por último, de lo qué eran los sacerdotes. ¡Oh! entonces todos los monjes se levantaron amenazadores; pero yo les miré, extendí sobre ellos mis manos, que parecían de fuego, porque de las puntas de mis dedos salían chispas luminosas, y exclamé con voz tonante:
—Humanidad, estás en un error; tú crees que los sacerdotes son unos hombres distintos de los demás, que están iluminados por la gracia del Señor, y no hay tal gracia, ni tal predestinación.
Un sacerdote es un hombre como otro cualquiera, y a veces con más vicios que la generalidad.
¿Sabéis quién soy? ¿Sabéis a quién estáis escuchando? Ya sé la fábula que ha circulado sobre mí, ya sé que dicen que he dormido en regio lecho, y que la revelación del espíritu santo cayó sobre mi cabeza, y abandoné mi alcázar opulento para vestir el sayal del penitente.
Me creéis un elegido… y yo quiero que sepáis toda la verdad, toda la verdad.
¡He sido un mendigo! ¡He sido un desheredado que a los cinco años se encontró solo en el mundo, y durante dos años viví de la caridad! Después vi libros, vi hombres que los leían y quise ser sabio.
Por eso entré en la Iglesia, sediento de sabiduría, no de santidad, porque la santidad no existe, la santidad es un mito del modo que la comprendéis vosotros.
El hombre siempre sentirá las tentaciones de la carne, porque de carne es su cuerpo; por mucho que macere y destroce su organismo, siempre le quedará una fibra sensible a la cual cederán, en un momento dado, todos sus propósitos de enmienda; y no lo acuséis, no lo recriminéis.
La naturaleza tiene sus leyes, sus leyes inmutables, y oponerse a su cumplimiento es oponerse a la marcha regular de la vida; y la vida es un río que desaguará siempre en los mares de la eternidad.
«El cuerpo sacerdotal de tal modo se encuentra constituido que ni se hace dichoso a sí mismo, ni labra la dicha de aquellos que todo lo esperan de los santos consejos del sacerdote, porque éste vive fuera de la ley natural, y sobre todas las leyes de los hombres está la ley de la vida.
Contemplad todas las especies, ¿Qué hacen? Unirse, completarse el uno en brazos del otro, recibir el polen fecundante que ofrece la naturaleza. Y el sacerdote ¿Qué hace entretanto? Truncar con los cilicios y sus aberraciones la ley inviolable, o suscitar escándalos cediendo a los halagos de la más desenfrenada concupiscencia.
¿A qué pronunciar votos que no pueden cumplirse sino a costa de duros sacrificios? ¿Por qué el sacerdote no puede crearse una familia dentro de las leyes morales?
¡Ah, Iglesia, Iglesia! ¡Tú quieres ser la Señora del mundo y te rodeas de esclavos! ¡Tú no puedes ser la esposa de Jesucristo, porque Jesucristo amaba la libertad y tú quieres la esclavitud!
Porque todos los tuyos viven oprimidos, los unos por las escandalosas violaciones de sus votos, los otros por entregarse al anonadamiento; aquéllos por ser dóciles instrumentos de bastardas ambiciones; ninguno de vosotros vive libre y gozando de esa libertad, de esa apacible calma qué nos brinda una vida sencilla dentro del estricto cumplimiento del deber.
«En vosotros todo es violento. Domináis, pero domináis por la fuerza.
Sois dueños de todos los secretos; pero, ¡de qué manera! Penetrando cautelosamente en el hogar doméstico, sorprendiendo con vuestras preguntas a la niña crédula, a la joven confiada, a la anciana débil.
¡Ah! yo sueño con otro sacerdocio. Yo seré sacerdote, sí; pero no preguntaré a nadie sus secretos.
Yo amo a la Iglesia que me tendió sus brazos, y en memoria de haberme educado seré fiel a su credo, por más que éste sea absurdo en muchos conceptos, por las adiciones y enmiendas que le han hecho los hombres.
Yo demostraré que la religión es necesaria a la vida como el aire que respiramos, pero una religión lógica, sin misterios ni horribles sacrificios.
Yo seré uno de los enviados de la religión nueva, porque, no lo dudéis, nuestra iglesia caerá, ¡caerá… bajo la inmensa pesadumbre de sus vicios! ¿Veis esos pequeñitos que ahora duermen en los brazos de sus madres? Pues esos espíritus traen en sí el germen divino de la libertad de conciencia; yo seré sacerdote de esa generación que ahora comienza a sonreír.
Sí, nada quiero de vuestras pompas; quedaos con vuestras mitras y vuestras tiaras, vuestros báculos de oro, vuestros capelos y vuestros mantos de púrpura.
Yo iré a predicar el Evangelio entre los humildes de corazón; yo prefiero sentarme en una peña a ocupar la silla que le atribuís a San Pedro.
Y ya que mi destino me negó una familia, ya que me afilié a una escuela que le niega a sus adeptos el placer de unirse a otro ser con el lazo del matrimonio, ya que si he de vivir honrado he de vivir solo, como quiero tener mi conciencia muy tranquila me rodearé de niños, porque los niños son la sonrisa del mundo.
Yo siempre diré como dijo Jesús:— ¡Vengan a mí los pequeñitos, que son los limpios de corazón!»
Al pronunciar yo estas palabras, algunos niños, que estaban en los brazos de sus madres, se incorporaron y se volvieron hacia mí; pero lo que más atrajo mi atención fue una niña de unos tres años que reposaba en los brazos de una dama de la nobleza, que se levantó y me tendió sus pequeños brazos.
Yo enmudecí algunos momentos, fascinado por los ademanes de la niña, que hacía esfuerzos para venir hacia mí. Hablaba a su madre, gesticulaba, señalaba el lugar donde yo estaba, y en aquellos instantes me olvidé de todo, ¡de todo!
Entre aquella compacta muchedumbre yo no veía más que a una mujer y a una niña. ¡Qué misterios guarda la vida! Aquella misma niña fue la que diez años después me preguntó, antes de acercarse por vez primera a la mesa del Señor: «Padre, ¿querer es malo?»
Aquella tierna criatura que en su inocencia quería acudir a mi llamamiento, fue la que diez años más tarde se postró ante mi confesionario, y el perfume de los blancos jazmines que coronaban su frente trastornó por un momento mí razón.
Aquel ángel que me tendía sus brazos era la niña pálida, la de los rizos negros, en cuyo corazón, desde pequeñita, mi voz encontró el más dulce eco.
¡Cuan lejos estaba yo entonces de pensar que la tumba de aquella niña había de ser mi santuario!
Al ver que los niños respondían a mi llamamiento, sentí un placer inexplicable, y seguí diciendo: — ¿Veis? ¿veis cómo los pequeñitos ya escuchan mi voz? Es porque presienten que yo seré para ellos un enviado de paz. Sí, sí; los niños, los puros de corazón, serán los amados de mi alma, para ellos será el mundo del amor que guarda mi espíritu.
¡Religión, religión del Crucificado, religión de todos los tiempos, tú eres verdad cuando no te encierran en los monasterios ni en las iglesias pequeñas…! Y hablé tanto, tanto, y con tan intimo sentimiento, que dominé por completo a mi auditorio, y hasta los penitentes negros dejaron de mirarme con encono.
Cuando dejé de hablar la multitud tomó por asalto la escalera del pulpito y me aplaudió frenética, delirante.
Me aclamó como enviado del Eterno, porque la voz de la verdad siempre encuentra eco en el corazón del hombre.
¿Y quién era yo? Un pobre ser abandonado por sus mismos padres… ¿Quién más pobre que yo…? Pero en medio de mi extremada pobreza siempre he sido rico, muy rico, porque nunca me ha torturado el remordimiento, nunca el recuerdo de una mala acción ha cubierto de rubor mi frente, siempre he mirado dentro de mí mismo y he visto que no era culpable.
¡Gracias, Señor! Mis padres terrenales me abandonaron, pero no hay huérfanos, porque tú nunca abandonas a tus hijos; éstos si que se olvidan de ti, y viven en la orfandad de sus desaciertos.
¡Pobre niño!, tú has traído a mi memoria los recuerdos de mi primera edad, tú me has hecho consignar en este manuscrito los sucesos que durante muchos años he tratado de apartar de mi mente; y hoy, al contemplarte, al ver que otro ser entraba como yo en la vida por la senda del infortunio, me he sentido más fuerte y he dicho: «No sólo yo he sido el maldito de mis padres; este niño es hermoso, en sus ojos irradia el amor, y en su frente la inteligencia, y también para él ha sido negado el amor maternal.
Ya no he sido yo solo; entonces, ¿por qué ocultar estos primeros episodios de mi existencia cuando encierran una útil enseñanza? pues en ellos queda demostrado que el hombre es grande sólo por sí mismo.
Yo he podido sentarme en el primer sitial del mundo y a los cinco años me encontré solo en la tierra y solo del modo más triste, por la ingratitud de aquellos que me dieron el ser; pero, como yo, en medio de mi abandono, al pensar, conocí que en mí había un destello de la divinidad; cuando vi cómo los hombres se hacían sabios, yo aspiré a serlo, y reflexioné: si nada posees, por la misma razón debes adquirir sabiduría…».
Quise vivir y he vivido, quise ser libre y lo he sido, porque no me han dominado mis pasiones.
He creído siempre que la felicidad no es un sueño, y es certísimo que no lo es.
Nadie ha tenido menos elementos que yo para ser dichoso, y sin embargo lo he sido.
Al lado de una tumba he encontrado la felicidad; el hombre no es feliz porque no ve más que el tiempo presente; pero el que cree que el tiempo no tiene fin ni medidas que se llaman pasado o futuro, el que presiente el infinito de la vida, para ése no existen las sombras; por eso no han existido para mí, porque siempre he esperado en un día sin ocaso, porque siempre he oído voces lejanas; muy lejanas… que me han dicho: «¡La vida no se extingue nunca! ¡tú vivirás… porque todo vive en la Creación!»
Y ante le certidumbre de la eternidad todos los recuerdos tristes se borran de mi mente, veo la luz del mañana y las sombras de mi pasado se esfuman ante el sol espléndido del porvenir.
Amalia Domingo Soler