
Hace algún tiempo que hablo con el Espíritu del Padre Germán, que nos decía lo siguiente:estás en un error al creer que cuando dejes tu envoltura material mirarás la Tierra con horror. Como aún tardarás en dejar ese planeta, y sé que aprovecharás el tiempo en tu progreso, como adquirirás una buena dosis de reflexión, ten por seguro que mirarás ese mundo (donde tanto has sufrido) con verdadero cariño, y hasta recorrerás en Espíritu todos los parajes donde caíste abrumada bajo el peso de tu cruz y sentirás que el ornato público haya destruido las humildes moradas donde tú viviste saciando tu sed con tus lágrimas.
Han transcurrido algunos años y nos hemos convencido de que el Padre Germán tenía razón, porque cada día que pasa recordamos con menos amarguras nuestro pasado, y en determinados días nos complacemos en recordar ciertos parajes, y hasta evocamos el Espíritu de algunos de los seres que tratamos más íntimamente en horas bien amargas de nuestra vida.
Esto nos aconteció hace pocos días; nos asomamos al balcón de nuestro gabinete que da a una plaza anchurosa, en ella los domingos se colocan innumerables vendedores de trastos viejos, y al ver aquel cuadro tan animado, retrocedió nuestro pensamiento al año 1.863 y nos encontramos en Madrid, en la Ribera de Curtidores, en una casa humilde y alegre; entramos en una sala grande con alcoba amueblada pobremente, pero todo estaba colocado en su sitio, todo limpio y aseado. Nos dirigimos al balcón y lo abrimos con febril ansiedad; una turba abigarrada de vendedores llenaba toda la calle en su gran extensión pregonando sus típicas mercancías, desde el traje de raso ajado y descolorido que un día engalanara a una mujer de historia, hasta el último retazo de un vestido de percal; desde el cuadro de grandes dimensiones hasta el pedazo de hierro viejo; todo estaba allí confundido y mezclado lo mismo que la compacta muchedumbre de compradores y curiosos, donde se veían representadas la mayor parte de las clases sociales, desde la señora de un alto empleado, hasta el infeliz cesante viviendo del acaso; desde el niño elegante y bien vestido hasta el granujilla medio desnudo.
En el balcón no estábamos solos; una mujer anciana de cuerpo mediano, de rostro alegre y expresivo nos miraba con cierta seguridad no exenta de respeto y nosotros hablábamos con ella con bastante familiaridad.
No sabemos cuanto tiempo estuvimos mirando a nuestro pasado, sólo podemos asegurar que al despertar de aquella especie de sueño, murmuramos con melancolía: ¡Pobre Teresa! Compañera de nuestras horas de infortunio. ¿Por qué reapareces en nuestra memoria? ¡Cuán bien decía el Padre Germán!…
Si nos fuera posible iríamos a Madrid, buscaríamos la humilde casa de la Ribera de Curtidores, entraríamos en el aposento que ocupamos en compañía de Teresa, y nos parece que gozaríamos viendo aquellos muebles tan pobres, tan limpios, y tan bien colocados.
La imagen de Teresa ha ido tomando vida en nuestra imaginación, y dudando que fuese alucinación de nuestros sentidos, hemos preguntado al guía de nuestros trabajos, si efectivamente era el Espíritu de Teresa el que deseaba comunicarse, y nos ha contestado nuestro amigo lo siguiente:
“Escribe sin temor, has tenido un buen recuerdo y a él te corresponde uno de los espíritus que durante algún tiempo estuvo cerca de ti en ese planeta”.
Dominados por una dulce tristeza tomamos la pluma, y evocando a Teresa, ésta acude a nuestro llamamiento inspirándonos lo que iremos escribiendo.
Cuánto tiempo que te rodeo, Amalia, fuiste de los primeros seres que visité desde el espacio después que me di cuenta que había dejado ese mundo. Te quise mucho, aunque no supe demostrártelo, te quise desde el primer momento que te vi, tú no reparaste entonces en mí, no era posible; nos separaba la diversidad de educación, tú, aunque pobre, eras escritora, eras persona bien educada, yo en cambio era una anciana fosforera sin la menor instrucción.
Recuerdo que la primera vez que te vi salías del templo de San Sebastián, yo estaba sentadita enfrente de la iglesia con mi mercancía en el portal de aquella casa grande ¿Te acuerdas? Tú te detuviste maquinalmente delante de mí, yo te miré y te vi alejarte con tristeza diciéndome con pena:
¡Pobre joven! Se conoce que no es de aquí; será sin duda de los muchos que vienen a probar fortuna, ¡Cuantas penas tendrá que pasar! A los pocos días te vi entrar en mi humilde casita de la Ribera de Curtidores, el tiempo que permaneciste en ella, yo estaba tan contenta, que parecía que a mi lado no tendrías tantas penas; cuando te fuiste ¡Cuánto te lloré! Viviste siempre en mi pensamiento y hasta momentos antes de dejar la Tierra pensé en ti: mi afecto tenía su historia.
En una existencia no muy lejana cuando aún no habías empezado tu redención, cuando el traje del hombre te daba esa superioridad del derecho de la fuerza, una noche, yendo por las afueras de la Puerta de Toledo, oíste gemidos de mujer pidiendo auxilio; te dirigiste al lugar de donde salían los lamentos, y te encontraste dos hombres que forcejeaban a una débil mujer, con el único propósito de robarla primero y deshonrarla después; aquella desgraciada mujer era yo; tú echaste mano a la espada y tras breve lucha me libraste de aquellos miserables que quedaron heridos a tus pies. Me preguntaste entonces:
¿Dónde vives? Quiero dejarte en tu casa. Yo habitaba entonces junto a la iglesia de la Virgen de la Paloma, y escoltada por ti llegué a mi hogar donde mis pequeños hijos y mi anciana madre me aguardaban. Te despediste de mí aconsejándome prudencia, pues tratarían de vengarse aquellos miserables, y yo me quedé tan impresionada que nunca te olvidé en mis oraciones.
Dos años después al salir una mañana muy temprano encontré a la puerta de mi casa un hombre al parecer muerto. No sé porqué pensé en el caballero que me había salvado de los malhechores, tenía la cabeza cubierta con la capa, me apresuré a descubrirlo y reconocí a mi libertador; grité pidiendo auxilio, acudió gente y llegaste a abrir los ojos, yo me di a conocer y tú me dijiste: ya veo que tienes buena memoria, ciérrame los ojos y encomienda mi alma a Dios.
Allí exhalaste tu último suspiro, no queriendo decir quién te había herido. Yo cerré tus ojos y rogué a Dios por tu alma todo el tiempo que permanecí en la Tierra. Mi afecto hacia ti en mi última existencia tenía su razón de ser, no hay efecto sin causa, y una buena acción deja huellas que nunca se borran.
También tiene su explicación el que a pesar de haber vivido bajo un mismo techo muy poco tiempo, nunca mi recuerdo se haya borrado de tu mente y siempre que pasabas por delante del punto donde yo me colocaba, con mi humilde mercancía, murmurabas con sentimiento: ¡Pobre Teresa! Entonces ignorabas que yo era una página luminosa en la eterna historia de tu vida. ¡Quién te dijera que aquella pobre anciana, sin instrucción ninguna, sin haberte merecido nunca una prueba de confianza, era para ti una flor de suavísimo aroma!.
Por eso me has recordado siempre, porque yo fui la causa que hicieras una acción generosa y el Espíritu cuando se decide a progresar es muy cuidadoso de su hacienda; por eso ahora que estás en una época en que tu Espíritu hace arqueo de sus fondos, me recordaste con tanta insistencia mirando un cuadro que se asemeja, al que miraste desde mi morada hace muchos años: no recordabas precisamente a la pobre Teresa, a la anciana fosforera, tu Espíritu miraba más lejos, mucho más lejos; buscaba entre los abrojos de sus innumerables desaciertos alguna flor que le enviara su penetrante aroma, y esa flor soy yo, ¡Teresa! Así me llamaba también cuando me salvaste la vida y la honra.
No te cuento mi historia porque no hay en ella ningún episodio interesante, el más dramático ya lo conoces, y mi última existencia la consagré a pagar pequeñas deudas y a ejercitar la paciencia en brazos de la escasez y de la miseria; no adquirí responsabilidades, hice el bien que pude en mi humilde esfera y dejé ese mundo sin dolor ni alegría, poco tiempo me duró la turbación; me sorprendí bastante al encontrarme llena de vida, los recuerdos fluyeron en mi mente y me alegré con toda mi alma de estar unida a ti por los lazos sagrados de la gratitud; desde entonces me complazco en seguirte y siento tus tristezas y gozo en tus alegrías.
Ahora sufres mucho porque tu Espíritu hace un recuento de cuanto posee en obras buenas, lo mismo que en atropellos y locuras. Mirar de frente la vida del pasado es muy doloroso para el Espíritu que sin haber sido nunca criminal de oficio, ha vivido sin embargo descuidadamente, que ha perdido siglos y siglos sin aprovechar la lucidez de su inteligencia, empleándola en todo aquello que no podía serle útil y atrofiándola para que resultara nula, en los casos que necesitaba reflexión para adquirir familia y consideración social, ha vivido sin aprovechamiento. Has tenido épocas en que tu inteligencia ha dado pasos de gigante, pero con la misma rapidez que has ascendido a la cumbre de la gloria, has descendido al abismo de la degradación; ahora eres un rico arruinado que mira con profunda tristeza todo cuanto has perdido; contemplas el camino que tienes que recorrer y murmuras con desaliento, ¡Qué jornada tan larga!… de aquí que llegue al fin… ¡Cuántos siglos tienen que pasar!… sin considerar que el fin no existe, que cuando hayas recorrido ese trayecto que ahora contemplas, te encontrarás ante nuevos caminos más anchurosos, más extensos, más llenos de vegetación por los cuales necesariamente tendrás que pasar para adquirir los bienes que tu progreso te concederá.
El ajustar cuentas es siempre muy penoso, es un trabajo que fatiga la inteligencia; la tuya actualmente se encuentra fatigadísima, durante el sueño de tu cuerpo, tu Espíritu cuenta, divide, multiplica, resta y suma y no queda satisfecho de su operación, y éste es un trabajo que no tiene más remedio que hacerlo. En el erial de tu vida pasada brotan algunas flores, entre ésas exhalará siempre suave perfume la gratitud que por ti siente el Espíritu de Teresa.
Mucho agradecemos al buen Espíritu, su cariñosa comunicación nos sirve de gran enseñanza, porque cuanto nos dice es cierto con respecto al dulce recuerdo que siempre hemos conservado de ella a pesar de no haber tenido intimidad alguna; pues si bien hemos dormido bajo un mismo techo había gran diferencia de edad y de educación, ella nos miraba con profundo respeto a pesar de nuestra pobreza y cuando nos veía escribir llegaba… a la veneración.
¡Teresa! Flor que creces lozana en el erial de nuestro pasado, recuerdo de una acción generosa, gota de rocío que vienes a calmar nuestra sed, Espíritu agradecido que ves nuestro sufrimiento, acompáñanos siempre, vierte en nuestra alma el consuelo y la esperanza: qué esperanza y consuelo necesita quien se encuentra frente a frente con el erial de su pasado y sólo a inmensas distancias halla flores que le brinden su aroma.
Vive lozana, la gratitud de un alma, y así podremos decir en medio de nuestro infortunio. ¡No estamos solos!… nos envía sus fluidos el Espíritu de Teresa.
Amalia Domingo Soler
La Luz de la Verdad