
I
Siempre he tenido costumbre de respetar las opiniones religiosas y políticas de todos en general y de cada uno de por sí; pero esto no es un óbice para que ciertas demostraciones de los creyentes me llamen más o menos la atención cuando las hacen en público.
He creído y creo que en todo pueblo civilizado debía existir la libertad de cultos; que junto a la mezquita de los hijos de Alá, debía levantarse la pagoda de los indios; que cerca de la sinagoga de los judíos, debían escalar los cielos las torres de las catedrales católicas; más lejos, en el templo evangélico debían entonar sus salmos los discípulos del reformador Lutero, levantando sus torrecillas todas las iglesias, santuarios y monasterios que necesitan todos los creyentes de las diversas religiones; pero que estos devotos, sólo dentro de sus templos rezaran y cantaran y se santiguaran para librarse de todo mal.
Era yo muy niña, y recuerdo perfectamente que me causaba profundo disgusto ver en las tardes de los domingos a centenares de mujeres cantando el Santo Rosario por las calles más céntricas de Sevilla.
Veía yo en aquel acto una verdadera profanación; me parecía que la oración no debía pronunciarse en público, sino en secreto; aun más: yo creía que al elevar el pensamiento a Dios, perdía la plegaria del alma cristiana la mayor parte de esa purísima esencia que emana del sentimiento espiritual, su delicadísimo perfume, si se traducía en frases y éstas las pronunciaba el creyente.
Entre Dios y el hombre siempre he creído que no debía haber la comunicación hablada.
Si Dios todo lo ve, y lee eternamente en el pensamiento de sus hijos, porque para él no hay nada oculto, no hay antes ni después, no hay ayer ni mañana, no hay más que el presente de su eterna sabiduría, ¿a qué hablar, a qué pedir, a qué gritar pidiendo misericordia, si Dios tiene que ser justo?
Si esto me ocurría cuando era muy niña, por razón natural, conforme he ido adquiriendo más conocimientos filosóficos, más inútiles, más insulsas me han parecido las oraciones que se confunden con los gritos de los muchachos callejeros y otros mil ruidos que hay en las vías públicas de las grandes poblaciones.
Ahora que con el uso del tranvía, cuando se sale va uno siempre acompañado poco menos que en familia, he tenido ocasión de observar la costumbre que tienen muchas personas de santiguarse y rezar una breve oración al sentarse en el coche o al pasar ante algún templo religioso.
Los sacerdotes murmuran algunas palabras, sacan un Breviario y se ponen a leer con la mayor devoción.
Nunca me ha parecido el tranvía ni el tren lugares a propósito para lecturas ni practicas religiosas, puesto que éstas parece que reclaman silencio, sosiego, recogimiento y absoluta soledad; pero, en fin, cada cual lee y medita donde mejor le acomoda; mas lo que no he podido borrar de mi memoria , fue una escena que presencié ha unos meses, en un tranvía del Paseo de Gracia.
Era por la mañana, temprano, y entre los pasajeros que fueron tomando asiento, me llamaron mucho la atención dos señoras de mediana edad y una joven, bellísima por cierto.
Las tres llevaban ricos trajes negros de seda brochada, y elegantes sombreros con grandes lazos; las tres sostenían entre sus manos un libro de misa con tapas de marfil y un rosario de nácar, con gran cruz de oro afiligranado. Las tres al subir se santiguaron, y la joven llevó su devoción hasta el extremo de abrir su libro, leyó una breve oración besando la cruz de su rosario, mirando después a su familia y cambiando con ella una alegre y maliciosa sonrisa.
Cada cual reza donde se le antoja, pero no sé por qué las manifestaciones religiosas de aquella muchacha bellísima, me hicieron recordar el vulgar adagio: «Tras de la cruz, el diablo».
Al poco rato se paró el tranvía y subió un hombre joven, que por su desgracia era jorobado; su cabeza grande y cuadrada quedaba medio oculta entre las dos enormes corcovas que desfiguraban por completo su pecho y espalda. Pobremente vestido, parecía que iba de viaje, pues llevaba un maletín, una gran cartera pendiente del cuello por medio de una correa, amén de un grueso rollo de papeles y un pequeño lío de ropa envuelto en un pañuelo de hierbas.
Pequeño de estatura, y rechoncho, las piernas correspondían naturalmente a su figura, y eran cortas, muy cortas; y como llevaba las dos manos ocupadas, al quererse sentar, si no es por una buena mujer que le tomó el maletín y el rollo de papeles, se hubiera caído redondo al suelo, mas ella le ayudó a sentarse, quedándose con el maletín, que era lo que más le estorbaba.
El tranvía iba lleno; las plataformas de bote en bote, y nadie se rio del jorobado ni se dio por entendido de los apuros que pasó el pobre hombre para colocarse; sólo la joven devota, la que se santiguó, la que leyó una oración y besó la cruz bendita de su rosario, fue la que descaradamente miró al corcovado, cambió señas de inteligencia con su familia y lanzó una ruidosa carcajada que quiso ahogar tapándose la boca con el libro de misa y haciendo muecas y visajes. Las dos señoras que la acompañaban, una de ellas secundó su risa, mientras la otra, sofocada y violenta, les hacía señas que contuvieran su imprudente hilaridad.
Todos los pasajeros miraron a la joven sorprendidos, mas ninguno la secundó; todos fueron más humanos y más compasivos que la devota que se santiguó al entrar.
Al pobre jorobado no le pasó desapercibida la risa burlona de aquella mujer sin corazón; y alargando cuanto pudo la cabeza, la miró de una manera tan significativa, relampagueó en sus ojos el fuego de la ira con tanta violencia, que parecía que las llamas del odio quemaban su semblante.
Tanto la miró, tal esfuerzo hizo para enviarle efluvios de su cólera, que la muchacha, a pesar suyo palideció, y a poco rato bajó del tranvía seguida de las dos señoras, cuyo semblante estaba rojo como las amapolas. Fue una escena muda, pero terrible; nadie dijo una palabra, todos respetaron el infortunio y la justa indignación del pobre corcovado, que a toda persona medio sensible tenía que inspirar profunda lástima.
II
¡Qué contraste formaban el libro de misa y el rosario bendito, con su preciosa cruz afiligranada, con la burla y chacota de aquella mujer sin corazón, que se reía de lo que debe inspirar más respeto en este mundo: un desgraciado!
¡Qué cerca de ella iba el genio del mal, (si el mal pudiera tener forma tangible), cuando a pesar del rezo y de haberse persignado, haciendo la señal de la cruz, pudo más la perversión de su alma, y se rio despiadadamente ante la defectuosidad física de un infortunado; en tanto que una pobre mujer del pueblo, cargada con dos chiquillos pequeños, se apresuró a evitar su caída, y después le ayudó a bajar, hablándole afectuosamente, bajando ella primero con el maletín y el rollo de papeles!
¡Cuán cierto es que los que más gritan Señor… Señor… son los que están más lejos de cumplir su ley!
El recuerdo de aquella desventurada no se borra de mi memoria, como tampoco la mirada de odio implacable que sobre ella lanzó el pobre jorobado.
¡Quién sabe las funestas consecuencias que tendrá algún día aquella risa sin piedad, y aquella exhalación de encono de un alma herida en sus fibras más sensibles!…, que harta desgracia pesa sobre aquel que tiene un defecto físico que atrae las miradas de todos.
¡Pobre religión la que no consigue inculcar en sus adeptos el respeto al infortunio y la compasión al defectuoso!
¡Pobres mujeres que os santiguáis al emprender un pequeño viaje, creyendo que con esto apartáis el peligro de vosotras! No basta gritar ¡Señor!… ¡Señor!…; es necesario rendirle culto con las buenas obras, porque de no hacerlo así, tras de la cruz que formáis con vuestros dedos, está el diablo de vuestra mala intención y de vuestra falta de caridad, que os arroja al hondo abismo de la burla, y hay risas que se convierten en ríos de lágrimas con el transcurso del tiempo, y de los siglos.
No siempre el espíritu es dueño de venir a la Tierra con su envoltura perfecta; no siempre la existencia se desliza entre flores y aromas.
La belleza física que se posee un momento, no es un patrimonio eterno; el organismo humano es de frágil arcilla; un paso mal dado, un leve resbalón destruye a veces los atractivos del cuerpo más gallardo y más gentil.
Sobre el cutis más delicado extiende la lepra sus manchas y sus pústulas. Sobre los ojos más hermosos caen las nubes de las cataratas, la belleza física se destruye más fácilmente que un vaso de cristal en manos de un pequeñuelo.
¡Pobre mujer que te reíste del jorobado! ¡Quién sabe de qué modo volverás a la Tierra!
Amalia Domingo Soler
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