¿A dónde va el alma, cuando abandona su cuerpo ya gastado e inútil para la vida física, cuando se desprende de esa pesada envoltura material que la sujetaba al globo terrestre?
He aquí la primera de las tres preguntas que hicimos a la ciencia espírita, y resuelve este problema con tanta lógica como ha resuelto tantos otros.
Hemos visto que, del espacio vienen los espíritus cuando revisten una forma material en nuestro mundo, para alcanzar por su medio, un grado más alto de progreso; hemos visto también que el objeto de la vida humana es precisamente este, la purificación y la elevación del alma, por el trabajo y por el sufrimiento, siendo cada mundo un peldaño de la escala infinita del progreso por la que ha de ascender.
Realizado el fin de la encarnación, agotado el fluido vital que animaba su organismo, cae éste para dejar paso al Espíritu, que vuelve a reconquistar con este hecho, su perdida libertad, y regresa a la vida espiritual de donde había salido cuando encarnó.
Cada desencarnación en nuestro mundo representa, digámoslo así, un nacimiento en el espacio.
Allí vuelve el Espíritu después de librada su batalla aquí bajo; allí vive contento e individualizado con su periespíritu o cuerpo espiritual que afecta precisamente la forma de su última encarnación, cuyo periespíritu le permite relacionarse con los demás seres espirituales que le rodean.
Al llegar al espacio, al desprenderse de su cuerpo material, al reconocerse el Espíritu, se cumple en él una de las leyes admirables que rigen el mundo espiritual. Procede por sí mismo al reconocimiento del valor moral de los hechos que ha realizado en la vida que acaba de dejar, se erige en su propio juez; los actos, las palabras, los propios pensamientos que como hombre efectuó, pronunció o tuvo; se presentan ante él como cuadros disolventes, y acata algunos, y reprueba terminantemente los demás, es la conciencia desnuda y libre de la hipocresía humana que se juzga a sí misma y falla contra su propio ser.
No hay fallo más seguro, más exacto, más equitativo ni de mayores transcendencias para el Espíritu, puesto que la condena que pronuncia es a la que se somete él mismo, para cumplir la ley del Progreso.
No es Dios que juzga al Espíritu que regresa de la vida corporal; no, Dios no es Juez. Es el alma misma, la que penetra en los pliegues más recónditos de su conciencia, y al encontrar allí el mal bajo muchos aspectos, ansiosa de verlo desaparecer, comprendiendo que sólo en medio de las pruebas, de las luchas, de los trabajos y de los sufrimientos de la vida material, podrá disminuir su carga de pesadas inmundicias morales y fortalecerse en la práctica de la virtud, pide suplicante al Padre que la ha creado, una nueva existencia material de pruebas y de expiaciones para progresar.
Allí, en la vida errática, en el espacio, el Espíritu reconoce sus yerros mejor que en la Tierra, y toma resoluciones, adopta determinaciones que comprende son necesarias para su purificación y progreso. Al verse detenido en su vuelo hacia las alturas luminosas del espacio, por el peso de su periespíritu, aún demasiado denso, demasiado grosero, para permitir su elevación, se hace cargo de esa densidad, adquiere el convencimiento de que su detención en los planos inferiores de la atmósfera terrestre, es debida a las muchas manchas que afean su cuerpo espiritual, y entonces, indaga, busca, pregunta cómo ha de conquistar ese estado especial, que le dejará elevarse como los demás seres que cruzan veloces el espacio infinito, dejando tras ellos un reguero de luz.
La misericordia de Dios, auxilia al cumplimiento de la ley de justicia en aquel pobre ser, permitiendo que la contestación le sea dada por sus protectores espirituales, y al oírla se convence de que, efectivamente, sólo las luchas y los dolores de la vida material pueden obrar como reactivo purificador sobre él, transformando su periespíritu pesado, grosero, denso, incapaz de elevarse en un organismo fluídico de blancura inmaculada y de resplandeciente luz.
Entonces; ante el reproche de la propia conciencia y el convencimiento de no haber empleado debidamente las horas de su última encarnación, el Espíritu formula ardientes deseos, fervientes súplicas que serán atendidas cuando llegue la hora oportuna de cumplirse en él la ley del regreso a la vida material, para continuar labrando en ella, la obra magna de su progreso.
He ahí la respuesta de la ciencia espírita:
Después de la desencarnación, vuelve el Espíritu al espacio, allí ve acumularse ante él toda la obra de su pasado, examina lo que está hecho y lo que le queda por hacer para cumplimentar la ley progresiva a la que está sometido, reconoce sus errores, sus caídas, sus múltiples tropiezos con las leyes de justicia y de amor que debían haber regido todos sus actos. Comprende que no existe castigo eterno para los prevaricadores de la ley, y sí, como efecto de la infinita Misericordia de Dios, la eternidad de tiempo para redimirse y los mundos de expiación y de pruebas con sus puertas abiertas a las almas impuras, para que se regeneren ellos, en las aguas del sufrimiento.
Acepta, bendiciendo a su Hacedor, el medio que le concede para purificarse y elevarse y se prepara para sus futuros destinos, bajo la dirección de sus guías espirituales, que tratan de desarrollar en él la inteligencia para que adquiera una concepción cada vez más exacta del Universo y de su Autor, concepción que despertará en él la ternura, el sentimiento y la fuerza de voluntad que necesitará en sus futuras encarnaciones para tratar a sus semejantes como a hermanos y para amarles como a sí mismo, amor que es precisamente la base de todo el edificio de su progreso.
¿No es verdad que llena el Espíritu de consuelo, de satisfacción y de bienhechora esperanza, esta doctrina? Que transmitida a los hombres por los mismos seres desencarnados, no deja lugar a la menor duda, en los que quieren estudiar, profundizar y meditar sobre estos fenómenos admirables.
En lo que enseña esta ciencia, nada encuentra el hombre que repugne a su razón, todo lo ve explicado, las mil y mil anomalías de la vida, las dudas constantes de su corazón; y lo que tienen de más grandioso a sus ojos, es que, en vez de empequeñecer a Dios, le coloca a tal altura, que goza el alma con esa nueva concepción de la divinidad, que le muestra a Dios (si bien como un ser incomprensible para su pobre y limitada inteligencia), como Padre Amorosísimo e Incomparable de Previsión y de Bondad para todas sus criaturas.
¡Espiritismo!
¡Bendita seas, ciencia admirable, moral sublime, que has de regenerar y de redimir a nuestra pobre humanidad!
¡Mil veces bendito seas, Padre adorado, que has permitido que esa Luz brille sobre tus pobres hijos de la Tierra!
Amalia Domingo Soler
9 abril, 2020