
I
Hermana mía, a nadie mejor que a tí puedo contar las impresiones que recibí en mi última visita al hospital, puesto que tú me has dicho muchas veces.
Amalia, tú que tanto te interesas por los desgraciados, visita con frecuencia a los pobres enfermos que gimen en los hospitales, fíjate bien en la expresión de sus ojos, miran de distinto modo que las demás personas.
Cuando uno los mira, parece que te llaman y te dicen: acércate, que quiero contarte las penas que sufro durante la noche, ven no te vayas, no pases de largo, que en ninguna parte haces tanta falta como aquí.
Yo, siguiendo tus buenisímos consejos, siempre que puedo voy al hospital, y el tiempo que permanezco al lado de una pobre enferma es el que creo mejor empleado.
Hace pocos días, salí una mañana huyendo de mí misma, porque hay horas en las cuales el Espíritu todo lo ve negro y sombrío, y el espiritista que sabe muy bien, que no hay efecto sin causa, que cuando las contrariedades se suceden y se enlazan unas a otras como las cerezas, que cuando a los desvíos siguen los desengaños y la más helada ingratitud en pago de cariñosos desvelos, que cuando se mira y no se encuentra un rostro amigo, que cuando se habla y no se obtiene contestación satisfactoria, sino uno de esos movimientos de impaciencia y de fastidio, o unas cuantas palabras de amargo reproche, que cuando todo se combina para hacernos sufrir; no se sufre por casualidad, sino que se va pagando una de las muchas deudas contraidas ayer; en aquellos momentos el espiritista, no sólo sufre por las agudas flechas que se clavan en su corazón, padece más aún, por lo que representa aquel sufrimiento (al menos así me sucede a mí).
Cuando un nuevo desengaño me pone de manifiesto que la soledad íntima es mi patrimonio, murmuro con tristeza:
¡Cuánto tiempo me queda todavía de ir por la Tierra como el judío errante! ¡Cuántas veces volveré a este mundo huérfano y abandonado pidiendo a los extraños una mirada compasiva, una frase de ternura!…
El progreso del Espíritu es muy lento, en esta existencia no he realizado ningún acto por el cual pueda esperar una gloriosa recompensa, las espinas de hoy son tantas, que su misma abundancia me indica que aún quedan muchas más, porque en la vida eterna del Espíritu no hay transiciones bruscas, las transiciones de la sombra a la luz, las inventaron las religiones, esas son las que pusieron al lado del arrepentimiento instantáneo, la gloria eterna del justo; pero esa no es la realidad, la realidad es otra; es la ascensión del Espíritu trabajando, luchando por la existencia, cayendo donde hizo caer a otros, llorando donde ayer lloraron sus víctimas; y cuando el número de sus sacrificios y de sus actos heroicos es igual al de sus pasados desaciertos, entonces, ni rico ni pobre, ni justo ni pecador, comienza una nueva vida sin enemigos que le persigan con su odio implacable, ni ángeles que le cubran con sus alas de luz.
Experimentado en la desgracia, fuerte para dominar, sabiendo donde está el fruto del mal, y la flor preciosísima del bien, entonces el Espíritu es cuando asciende por la escala del progreso llevando en su diestra la balanza en la cual pesan por igual la ternura de su sentimiento y su profunda sabiduría; mas antes de llegar a ese estado tranquilo y sereno ¡Cuántos siglos de lucha!… ¡Cuántas caídas! ¡Cuántos esfuerzos para levantarse… y cuántas imprudencias para caer cien y cien veces en la degradación!…
Confieso ingenuamente que la eterna lucha de la vida me asusta, me intimida, me espanta en particular cuando llega el vencimiento de algún pagaré, firmado en otro siglo; las espinas de los desengaños, de las murmuraciones, de esas contrariedades sin número que tanto molestan, que tanto hieren, que tanto humillan forman un estrecho círculo y al menor movimiento que uno hace, se siente herido en el alma y en el cuerpo; y en esos instantes ¡Cuánto se sufre! porque entonces, no se mide, no se pesa el dolor del momento, se miden y se pesan los dolores y las humillaciones que nos guarda el porvenir.
En esas crisis dolorosísimas, mi Espíritu se encuentra tan humillado, tan abatido, tan enfermo, mira con tan profundo desdén el tiempo invertido en esta existencia, que al no tener el íntimo convencimiento de que no se puede morir, ¡Con cuánto placer pondría punto final al capítulo de esta encarnación! mas como esto no es posible, como se vive y se progresa eternamente, cuando me miro a mí misma y no sé si despreciarme o compadecerme, entonces acudo a esos remedios eficaces de curar mi acerbo dolor con otro dolor terrible, entonces hago comparaciones entre la historia de un desventurado y la mía; y en uno de esos momentos amargos fui al hospital a ver a una pobre enferma que hace más de seis años que está postrada en el lecho del dolor.
Ante aquella mujer mi Espíritu siente lo que debe sentir el creyente ante sus imágenes predilectas; mi Espíritu se encuentra muy pequeñito, pero tranquilo, como el niño que aprende a leer y va uniendo letra por letra, sílaba por sílaba hasta formar un vocablo, así voy anotando en mi mente cuanto ella me dice de sus tristes noches y de sus largos días.
¡Cuánto la admiro y cuánto aprendo hablando con ella! ¡Cuánta filosofía encierran sus pensamientos! ¡Qué criterio tan justo para juzgar a los unos y a los otros! Es al primer enfermo que le he oído hablar con imparcialidad de las enfermedades y de las hermanas de la caridad que dirigen el benéfico establecimiento.
Hablando con ella de lo que consolaban algunos libros, me dijo sonriéndose:
–Yo también tengo mi pequeña biblioteca.
–¿Sí, dónde está?
–Aquí; y me entregó algunos papeles; entre ellos había un periódico, (órgano del catolicismo romano) algunas estampitas con versos y oraciones, y unos pedazos de papel impreso mal recortados, en los cuales encontré con asombro una de mis poesías diciéndome ella con dulcísimo acento:
–Esos versos me los sé de memoria; ¡Me han consolado tanto!… en ellos se encuentra la historia de una mujer cuya expiación es horrible. ¡Cuánto se sufre en la Tierra!
–¿Y mis palabras te han consolado?
–Más de lo que usted se puede imaginar; me han hecho reflexionar y meditar muchas horas; tanto es así, que esos pedazos de papel impreso son mi único tesoro, porque si bien la poesía la sé de memoria, me gusta mirarla escrita temiendo que mis dolencias perturben mi entendimiento y la llegue a olvidar.
Al oír las palabras de la enferma, no puedes imaginarte Trinidad querida, lo que yo sentí en aquellos instantes, mi alma oró elevando una plegaria tan ferviente que no creo haber orado en esta existencia con tanto fervor como en aquellos momentos oré.
La gratitud más inmensa se desbordó en mi pensamiento ¿Cómo no sentirla? Si mi paso por la Tierra no había sido estéril; una mujer que yo admiro porque sabe sufrir y sabe dar a cada uno lo que en realidad merece, una mujer que en medio de sufrimientos horribles, inexplicables e inaguantables, compadece a las enfermeras y se hace cargo de su penoso trabajo, y disculpa sus desvíos, sus desdenes, y hasta su crueldad, cuando se olvidan de las infelices tullidas y no atienden a sus peticiones, una mujer que sabe tolerar y complacer en la situación más aflictiva que se puede tener en este mundo, como es la de no poder moverse y estar presa en el lecho de un hospital, demuestra una gran elevación de sentimientos; y esa mujer que yo admiro y que tanto me enseña con sus palabras, ha encontrado en mis versos un gran consuelo y motivo sobrado para reflexionar profundamente, sobre el Más Allá y el progreso indefinido del Espíritu.
En la casa del dolor, en la mansión del sufrimiento, ha resonado mi voz profetizando días de paz, días de gloria a los que pagan sus deudas sin desesperarse; y no ha sido mi voz rumor que pasa, no ha sido eco que se ha extinguido, al contrario, resuena constantemente en la imaginación de una mujer, que haciendo abstracción de su cruelísimo padecimiento, sabe compadecer a las mujeres que viven entre enfermos.
Si de mis obras se hubiera hecho una edición monumental, no hubiera tenido la inmensa satisfacción que sintió mi alma al ver aquellos pedazos de papel mal recortados, escondidos entre las hojas de un periódico clerical; en aquellos instantes me convencí de que Dios da ciento por uno.
II
No lo sabes bien aún, (me dice un Espíritu) y no lo sabes porque la sombra de tu ayer te intercepta los rayos de la luz que con tu trabajo difundes. Los grandes pecadores de ayer son antorchas que dan la luz, dan calor y se consumen sin que su propia luz les ilumine y sin que su calor les vigorice; pero el que tiene que ver la luz, la ve, el que tiene que sentir el calor de una nueva vida, siente ese calor bendito que le hace renacer; por eso tu voz que transmite la inspiración de los espíritus y tus confusos recuerdos del pasado, resuena en los parajes donde debe resonar, y curas a los otros por el mismo sistema que te curas tú; te diriges especialmente a los desgraciados y no les prometes cielos y bienaventuranzas imaginarias, les presentas por el contrario cuadros sombríos, expiaciones terribles diciéndoles: en el abismo del dolor nunca se llega al fondo, pero de ese abismo se puede salir si la resignación nos fortalece, y si somos útiles a los demás, aún en medio de la impotencia más horrible.
Contenta puedes estar de tu trabajo, porque muchos desgraciados piensan en ti; la prueba que has visto últimamente en un hospital, se te ha dado para que te reanimaras y te convencieras de que, tu paso por la Tierra no ha sido estéril.
¡Si todas tus existencias hubieran sido tan útiles como tu encarnación actual, cuán distinta sería tu misión en la Tierra! ¡No preguntarías como preguntas hoy! ¿Dónde está mi hogar?… pregunta que repites centenares de veces, y no lo preguntarías porque tu morada sería un paraíso, tu familia se compondría de espíritus felices, la virtud y la ciencia reinarían en torno tuyo y darías cima a las empresas más grandes y más gloriosas.
Procura pues ser útil a los desgraciados, no te entretengas preguntando a los espíritus ¿Donde está mi hogar? Porque tu hogar se encuentra en todos los parajes donde tu voz consuela, reanima y fortalece a los débiles, a los enfermos, a los humillados, tus libros por esta vez no los cubrirá el polvo de las bibliotecas, no los guardarán los sabios, no servirán de consulta a los académicos, pero estarán manoseados, sucios y rotos, entre las prendas usadas y remendadas de las pobres obreras, que meciendo la cuna de sus hijos, en un momento de descanso abrirán un armario desvencijado y de él sacarán algunos números de tu LUZ, los cuales leerán con avidez; y en los presidios, más de un criminal arrepentido guardará cuidadoso las humildes hojas de tu LUZ y allí donde todo es sombra, repetirán tu nombre con cariño.
Arroja pues la fructífera semilla del Espiritismo. Tú que te precias de ser agradecida, agradece en lo que vale la inspiración que te dan los espíritus, porque ¡Hay tantos que desean expresar sus pensamientos y no pueden!… Si vieras cuántos que pasan por idiotas, son sabios profundos que tienen que enmudecer y sufrir las rechiflas de los unos, y las groseras burlas de los otros, su pensamiento es un volcán, y sus ideas cual lava abrasadora queman su cerebro, sin que aquel fuego escondido de luz, no dé calor a nadie ¡Cuán dignos de compasión son esos desventurados! Tú al menos en lenguaje vulgar expresas lo que sientes, despiertas el sentimiento en los más pequeñitos, en los más humildes, siembras y ves florecer tu cosecha, tu campo no lo invaden orugas destructoras, brotan las espigas y la cizaña no les quita vigor y lozanía; labras la tierra y ésta cede fácilmente al empuje de tu voluntad.
Labrador humilde, sigue empleando tus horas en abrir el surco que ha de recibir la productora semilla del progreso, no te perturbes por las contrariedades que te rodeen, no mires al pasado ni al presente, mira al mañana, que si no retrocedes en tu camino, la impresión que recibiste en tu visita al hospital, se reproducirá centenares de siglos, y el que ayer vivió en la sombra, mañana vivirá en la luz. Adiós.
III
Tú que tanto y tan bien me comprendes Trinidad querida, te harás cargo del consuelo que ha sentido mi alma con la comunicación del buen Espíritu que ha respondido a mi pensamiento, demostrándome perfectamente que Dios da ciento por uno.
Como en esta existencia mi deseo es dar a cada uno lo que en justicia le pertenece, por eso te he dedicado este artículo, porque la inmensa satisfacción que experimenté en el hospital a ti te la debo en gran parte; porque tú fuiste la que llevaste mi LUZ a aquel lugar de sombras, y tú eres la que me ha dicho muchas veces: Amalia, consagra tu tiempo a visitar enfermos, en ninguna parte haces tanta falta como junto al lecho de un desgraciado que muere poco a poco lejos de su familia ¡Cuánto te debo Trinidad querida!… ¡Cuánto aprendo hablando contigo!… cuando mañana dejemos la Tierra estoy bien convencida de que al verte en el espacio me deslumbrará la irradiación de tu Espíritu, pero te adivinaré en medio de aquel foco luminoso, veré tu figura despojada de su humilde traje, envuelta en cambio por blanquísimo ropaje y te diré: ¡Alma buena! aconséjame en el espacio como me aconsejabas en la Tierra, que a tus buenísimos consejos debo el vislumbrar de la dicha suprema.
¡Alma buena!… cuando estés en el espacio acuérdate de mí!
Amalia Domingo Soler
La Luz de la Verdad