Un lecho de flores

Con emoción profunda leí hace algún tiempo en un periódico lo siguiente:

En una casa de campo sita en el término municipal de Meliana (Lérida) ocurrió durante la madrugada del lunes un suceso horrible.

El dueño, que se hallaba acostado, sintió ruido en el corral de la casa. Levantóse, cogió una escopeta y se dirigió a una ventana que daba al sitio donde se oía el ruido. Al asomarse vio un bulto, creyó que se trataba de un ladrón, y disparó el arma. El bulto cayó al suelo. Bajó aquel enseguida al corral, y al aproximarse al cuerpo, que yacía inerte, vió con indecible horror que había matado a su propia madre, que en aquellas horas andaba por el corral.

El desgraciado e involuntario parricida ha sido atacado de un acceso de locura.

No es extraño que se volviera loco, porque no había motivo para menos, y llamándome muchísimo la atención tan lamentable suceso, pregunté a mis amigos del espacio, si podían decirme algo sobre lo ocurrido, que acontecimientos tan terroríficos no se desenvuelven por casualidad como dice el vulgo, pues sabido es que la casualidad no existe; y el hecho acontecido en Meliana es de aquellos que al tener lugar tiene que servir de correctivo y dar una enseñanza dolorosísima al ejecutor del acto homicida.

Estás en lo cierto (me dice un Espíritu), lección terrible ha sido para ese hijo del campo, la involuntaria muerte de su madre. ¡De su madre! Santa mujer que adoraba a su hijo, y que era el ángel de su hogar, que con su rudo y contínuo trabajo, con sus hábitos de economía, con su prudencia y su buen sentido en los asuntos domésticos, era en la casa un agente de la Providencia que todo lo arreglaba y armonizaba evitando grandes disgustos, porque sabía prevenir los peligros y las duras pruebas a que están sujetos los trabajadores del campo, que no siempre recogen ciento por uno, sino que a veces después de rudas luchas con las inclemencias atmosféricas recogen uno por ciento.

Pues bien, aquella mujer evitaba con su prudente economía las angustias de la escasez, era el alma de su hogar, por eso su madre tenía que herir a fondo al desgraciado que la mató; Espíritu que no escarmienta dejándose llevar de su impetuoso carácter, y su madre que tanto le quería, se prestó gustosa, (Sin ella darse cuenta en su vida terrena) a dar una lección a su hijo tan dolorosa y tan terrible para herirle a fondo, y hacerle comprender por medio del mayor dolor y el más cruel remordimiento que la impremeditación conduce al Espíritu al insondable abismo del crimen.

El matador de su madre es un Espíritu que no ha hecho el daño por el placer de hacerlo, jamás ha premeditado el modo inicuo de labrar la infelicidad de otro, nunca ha sonreído gozoso ante infortunio ajeno; pero ¡Ay! Que ni un momento se ha detenido en la resbaladiza pendiente de sus alucinaciones.

Cuando la sospecha ha germinado en su mente no ha preguntado a su razón por los fundamentos de ella, no ha investigado, no ha buscado la causa motora de sus recelos, de sus inquietudes, de sus temores.

¿Ha sospechado de la lealtad de uno de sus deudos más allegados? Pues si ha tenido poder suficiente se ha tomado la justicia por su mano, reduciéndolo a prisión o decapitándolo, sin mirar si el supuesto culpable era su hermano; y si su autoridad era nula ha tomado la venganza por su cuenta, haciendo el papel de Caín repetidas veces.

Después se ha arrepentido, ha llorado, ha lamentado con verdadero dolor de corazón la fogosidad de su carácter, pero ha vuelto a delinquir, porque la impetuosidad y la irreflexión eran sus defectos capitales y los vicios arraigados en el alma para desarraigarlos no bastan rutinarias oraciones, ni débiles propósitos de enmienda; y así como en los cuerpos humanos cuando uno de sus miembros se fractura, si de él se apodera la gangrena el cirujano se apresura a cortar el miembro que amenaza destruir todo el organismo, o quema sin piedad la herida, cuyos bordes presentan señales gangrenosas; del mismo modo los defectos rebeldes hay que atacarles, hiriendo a fondo, buscando las fibras más sensibles del pecador impenitente, haciéndole llorar, haciéndole sentir uno de esos dolores que jamás se olvidan, jamás, haciéndole ejecutar una de esas acciones monstruosas que aterran, que espantan, que horrorizan, que enloquece su terrible recuerdo y que el hombre por huir de su odiosa sombra no sabe donde esconderse, donde ocultar su crimen, queriendo, en su delirio, que la noche sea eterna para no verse a sí mismo.

Cuando se corre demasiado se saltan todas las vallas sin mirar si el terreno que se pisa está sembrado y de él depende la tranquilidad y el reposo de varias familias. Cuando se olvidan todos los deberes que la prudencia y la reflexión imponen, entonces el mismo Espíritu, aconsejado, dominado por quien desea hacerle cambiar de rumbo, aplica el remedio que necesita su enfermedad y se hiere sin compasión para sentir, para despertar y dar comienzo a una vida nueva.

El matador de su madre encontrará en su voluntaria víctima el mejor consejero, el amigo más fiel que le guiará en el espacio; enlazado a él en anteriores y sucesivas existencias ha procurado siempre dulcificar y templar su carácter fogoso, ha hecho todas las tentativas imaginables para atraerle al buen camino y en esta existencia le ha dicho con ese lenguaje, del cual no tenéis conocimiento en la Tierra, ni por mucho que penséis podéis formaros ideas de cómo y cuando hablan los espíritus con sus almas queridas; pues de esa manera incomprensible para los terrenales le dijo la víctima a su matador.

¡Hiere insensato! ¡Déjate llevar de tu impremeditación, de tu arrebato, arroja el plomo homicida sobre la mujer que te llevó en su seno, y cuando hayas hecho una víctima más entonces corre a contemplar tu obra y llora!… vierte esas lágrimas que como plomo derretido caen sobre el corazón, pregúntale a tu razón qué has hecho y maldícete a ti mismo, y trata de destruir tu sombra y pagando ojo por ojo y diente por diente lee en el libro de tu historia, cuenta las víctimas de tu impremeditación, que todas no han sido como yo voluntarias y pesando en la balanza de tu dolor todos tus actos te verás pequeño, muy pequeño, tal cual eres, pero al contemplarte escucharás una voz amorosa que te dirá:

No te avergüences de ti mismo, que tienes la eternidad para engrandecerte, tu gran delito es no haberte detenido a pensar, pero, ¿Acaso en el reloj de tu vida tienes marcado el número de las horas que te restan para pensar, sentir y querer? No; tú no sabes el día en que nacistes, su aurora la ocultan millones y millones de siglos, y el día señalado para la muerte de tu inteligencia no lucirá jamás, siempre un sol brillará tras otro sol, siempre la luz llenará de reflejos luminosos los horizontes de vuestros mundos, y los espíritus, eternos mineros del infinito, irán trabajando en la mina de su inteligencia.

Tú eres uno de esos mineros, si hasta ahora te has complacido cavando en la sombra, de hoy en adelante trabajarás en la boca de la mina, mirarás al cielo y al ver las nubes de colores te parecerá que despiertas de un penoso sueño, mirarás al fondo del abismo donde antes vivías satisfecho de tus tinieblas y te parecerá imposible el haber podido permanecer siglos y siglos en la honda sima de la imperfección. Harás comparaciones, cuanto más dolorosas más útiles para tu progreso, cuanto más brillantes para ti más fuertes, más poderosas, más enérgicas para enseñarte nuevos caminos y marcarte nuevos derroteros.

Esto y mucho más le ha dicho el Espíritu de la víctima a su matador y cuando éste deje la Tierra ella será la estrella polar que le guiará en su penosa peregrinación. ¡Quiere tanto la víctima a su matador! Que el amor de las madres de la Tierra es un débil destello comparado con el sol espléndido de esos amores espirituales que llenan de luz y de calor la existencia de los seres, objetos de tan indefinibles afecciones.

Ya sabéis el por qué de ese suceso tan doloroso que os llenó de estupor y de espanto; fue la consecuencia de la impremeditación de un Espíritu, el punto final de una serie de horribles desaciertos, el epílogo de una historia de lágrimas.

El Espíritu del matador volverá a la Tierra y será en sus primeras existencias uno de esos seres tímidos que no tendrá resolución para llevar a cabo ninguno de los actos de su vida, sin antes pedir consejo a cuantos le rodeen y sin madurar todos sus planes, con muchas horas de profunda reflexión. Adiós.

¡Cuánta enseñanza se desprende de lo que me ha dictado el Espíritu!

Gracias te doy, amigo invisible, por haber satisfecho mi deseo, que no es otro que aprender y enseñar.

 

Amalia Domingo Soler

La Luz del Camino