Un lecho de flores

I.

Habiendo llegado a nuestro poder un artículo con el mismo título que llevan estas líneas, lo hemos leído detenidamente, porque tratando un asunto que bien merece pensarse.

Ignoramos el nombre del autor de tal escrito: pero lo felicitamos sinceramente, porque ha puesto, como se suele decir, el dedo en la llaga. El adulterio ha sido, es y será, el cáncer que corroe a la humanidad; su extirpación hoy por hoy, es imposible; porque el deseo de lo injusto está inoculado en nuestra sangre, ese vicio fatal está tan generalizado, que ha tomado carta de naturaleza en todas las clases sociales; y el abuso constituido en costumbre, casi, casi, ha formado una ley bastarda.

Hablando con un amigo nuestro de este asunto, le dijimos que pensábamos escribir algo sobre el adulterio. Aquel nos miró, se sonrió, se encogió de hombros, movió la cabeza, arqueó las cejas, y nos dijo con ese acento ligero que se emplea para hablar de las causas perdidas:

—¡Qué demonio! nadie en el mundo está libre de esa culpa, que hasta los santos se alegran de ver una cara buena.

—Y bien, no encuentro la razón, que porque un vicio sea general, se deba convertir en virtud. La cantidad no avalora su calidad. Mirad cuanto abunda la zizaña.

¿Se la deja por esto que le quite su savia al trigo? no; que bien nos cuidamos de arrancarla; pues del mismo modo los vicios sociales, no porque sean tolerados, serán nunca santificados; y por lo mismo que es un mal poco menos que incurable, es por lo que se necesita un reactivo más enérgico.

Dice un espíritu, «que en nuestro planeta sufrimos los grandes males, pero que no buscamos los grandes remedios, porque nos falta el mutuo respeto, que es la base sólida de toda sociedad bien organizada, que del respeto recíproco de la familia entre sí, nace el respeto general, que es lo que sostiene el equilibrio de la unión social.»

Nada más cierto; el padre debe ser el espejo de sus hijos.

La madre, la religión de la familia.

Escuchad lo que sobre esto dice Michelet, refiriéndose a la mujer:

«La educación de la niña es hacer una armonía, es armonizar una religión.

»La mujer es una religión.

La madre sentada ante la cuna de su hija, debe decirse: »Tengo aquí la guerra ó la paz del mundo, lo que turbará los corazones ó les dará la paz y la rica armonía de Dios.

»La mujer es un frágil vaso de incomparable alabastro, donde arde la lámpara de Dios. >

Pues bien, para que la madre pueda educar bien a sus hijos, es necesario que se vea amada de su marido; porque una mujer celosa, se torna irascible, no tiene indulgencia para nadie y muchas veces, cuando por miedo no tiene una reyerta con su marido, paga el coraje con sus hijos, se impacienta, los golpea, y hay momentos que hasta los mira con repulsión, por ser hijos de un hombre que es el tormento de su vida.

Cuando se dice vulgarmente que el pecado de la mujer trae consecuencias a la familia, en tanto que el hombre por tener ciertos devaneos nada trae a su casa, esto es un error, y un error gravísimo, porque el mal, siempre, siempre será la ausencia del bien.

El hombre casado que sigue el vértigo del placer, primero mortifica a su mujer. Si es buena y sufrida la convierte en una mártir, y si es un espíritu ligero la hace caer; y los hijos, si ven sufrir a su madre, principian por despreciar a su padre en el fondo de su alma; y si ven que el uno corre por Flandes y la otra por Aragón, la educación de aquellas criaturas es viciada y desde pequeños se declaran independientes, porque nada tienen que respetar.

Nos dirán a esto que la sociedad lo adultera todo, y que el vicio es como suele decirse, una segunda naturaleza.

Pues bien, por lo mismo que nos abruma con su inmensa pesadumbre, es por lo que es necesario poner de relieve todo el mal, todas las funestas consecuencias que reporta a la sociedad el vicio del adulterio, tan imperdonable en la mujer, como en el hombre.

Pensamos escribir una serie de artículos sobre este asunto de tanta trascendencia; y aunque estamos convencidos que serán gotas de agua perdidas en el océano, quien sabe si alguna inteligencia más adelantada que la nuestra, sentirá impulsos de escribir sobre esta materia, si lee estas líneas.

Bueno es arrojar la semilla, por si alguien quiere seguir sembrando.

El mal viene de muy atrás.

Viene de la tolerancia del vicio.

Viene del desamor de la familia.

Viene de que la mujer vive sola, y el hombre demasiado acompañado.

El hombre después de ganar el pan para su familia se va al café, al casino o cualquier parte a pasar el tiempo, y cree que cumple con su misión, porque les da a los suyos el pan del cuerpo, y no la cumple más que a medias, porque no les da el pan del alma.

La mujer, que Proudhon la llamaba la desolación de lo justo, (y en esto tenia muchísima razón,) aun cuando sea buena, no basta por si sola para educar a sus hijos; es demasiado débil, condesciende con sus hijos hasta la flaqueza, ó traspasa los límites de la severidad, porque siempre ha de ser extremada en todo, hablando en genal se entiende.

La mujer es un niño que constantemente necesita un preceptor a quien amar, y a quien respetar. ¿Y quién la servirá mejor de maestro que su marido? Mas, ¿se educa a la mujer teniéndola como una nodriza de los pequeños, y como un ama de gobierno para que cuide la casa, no estando al lado de ella más que el tiempo necesario para comer y dormir? no, mil veces no.

Sobre este mismo tema escribió el gran Michelet dos obras notabilísimas, dignas de profundo estudio. La una es La mujer, y la otra, El sacerdote, la mujer y la familia. Nosotros no somos nada en el mundo, pero hombres que valen mucho, tienen acerca de la familia la misma opinión que nosotros.

Cada familia es la crisálida de una nación.

Cada mujer puede ser la .salvación de un pueblo.

Y no se crea que el adulterio consiste únicamente en la consumación de un acto material. No diremos nosotros como decía Camprodon en Flor de un día:

Según vos, no ha delinquido

En no violando el pudor.

Que debe a su propio honor

Más que al nombre del marido.

Suponiendo que así fuera.

Estáis muy equivocado;

No le basta al hombre honrado

Felicidad tan grosera.

Así es; la mujer que no ama a su marido y que no le da más que su cuerpo, es mucho más despreciable que la infeliz prostituta; porque esta, a veces se vende por hambre.

Estas reflexiones nos han hecho recordar una historia tristemente cierta, que vamos a referir para que se vea que el adulterio, descendiéndolo al más desenfrenado sensualismo, o elevándolo al más poético y encantador espiritualismo, siempre, siempre será una planta venenosa, cuyos frutos darán la muerte.

I I .

Conocimos hace muchos años a una señora viuda que tenía una hija. Emma, adoraba a su pequeña Ester y era para ella más que una madre tierna, una madre perjudicial, porque no viviendo más que de su trabajo, (dando lecciones de piano,) crió a Ester en la holganza más completa, y la dejó seguir libremente el vuelo de su fantástica imaginación.

Ester llegó a cumplir 15 años y tenía un talle da sílfide, una cabellera magnífica de un rubio pálido, que armonizaba con sus rasgados ojos azules, lánguidos, soñadores y con su frente blanco marfil.

Sabía escribir versos dulces como su alma.

Bailaba con la ligereza de las hadas, parecía una ráfaga de bruma cubierta de flores.

Declamaba con el arrebato de la pasión, y soñaba con un castillo y un caballero, que en el silencio de la noche le contara una historia de amor en antiguo romance castellano pulsando una lira de ébano y nácar.

¿Cumplió Emma con la misión de educar a su hija? No; porque las mujeres no vienen a este mundo únicamente para escribir versos y soñar en novelas: vienen para desempeñar un papel mucho más importante, vienen para crear una familia hablando generalmente.

Ester fue sorprendida en sus locos sueños por un joven de escasa fortuna, pero de un gran corazón que la ofreció su amor y su nombre, y ella sin saber nada de la prosa de la vida, se dejó conducir ante el altar muy contenta y muy satisfecha, porque lucía un riquísimo traje de desposada, con el cual todos la decían que estaba encantadora.

Ester se casó únicamente por lucir una corona de azahar.

Al día siguiente de su enlace, nosotros emprendimos un largo viaje y estuvimos algunos años sin verla: cuando la volvimos a ver, la niña era una mujer, y una mujer muy desgraciada.

Ester era adúltera de alma, no de cuerpo; pero su vida era un infierno.

Veía en su marido un hombre bueno y digno, que la quería más que a su vida, pero sin arrebatos novelescos, y ella siempre enfermiza y desdeñosa, evitaba todas las ocasiones para que nunca su marido dejara en su frente la huella de un beso.

En cambio, pretextando exigencias sociales y para ver si se aliviaba de su tenaz melancolía, acudía a las reuniones, a los paseos, a los bailes y a los teatros, para mirar a varios seres que la enloquecían con protestas de amor, y volvía a su casa calenturienta, impaciente, nerviosa; y el llanto de sus pequeñas hijas la molestaba; y rehusando toda compañía, hasta la de su esposo, se dejaba caer en su lecho diciendo que estaba enferma, y realmente tenía una dolencia terrible, la dominaba el remordimiento.

Muchas veces al declinar la tarde, solía ir con nosotros al campo; y ante la majestad del crepúsculo, aquella infeliz presentía la grandeza de Dios, y se confesaba con él, exclamando:

—« ¡Dios mío! ¿por qué consentisteis en mí casamiento? si yo no nací para casada, mis hijos me abruman, mi marido me fastidia, porque no es la realidad de mi sueño……… Yo quiero el mundo del arte, las noches de gloría, la vida del aplauso y de las sensaciones, no esta monotonía.

 »Mi esposo me da lástima, porque por mí causa es desgraciado; y yo me sublevo contra mi misma, al ver que tengo los elementos do la felicidad terrestre, y sin embargo, ¡Dios mío! yo soy muy desgraciada, yo sufro horriblemente

Y la infeliz lloraba sin encontrar consuelo. Aquella posición tan crítica se fue haciendo insostenible, su marido le pedía cuentas de su injustificado desvío: ella no sabía que contestarle, y solo le aseguraba que no manchaba su nombre; pero a él no lo bastaba poseer su cuerpo, quería su alma, su sentimiento y su aspiración, y herido en lo más vivo, tomó una resolución que nadie hubiera creído en él, porque era hombre de un carácter sumamente pacífico, risueño, jovial, condescendiente con sus hijos y con Ester, hasta llegar a la debilidad.

Mas él sonrió mientras se creyó amado, en tanto que con su buena fe respetó los caprichos y niñerías de su mujer, pero al convencerse de que no le amaba, se despidió de ella con la sonrisa en los labios, diciendo que iba a un pueblo cercano por ocho días.

Efectivamente se marchó; y dos días después, le mandó a su esposa la siguiente carta:

«Ester; jamás en mis locuras juveniles compré las caricias de ninguna mujer, que para mí, la materia sin el alma, no tiene valor ninguno; y al convencerme que mi esposa me ha dado únicamente su cuerpo, reservándose la virginidad de su alma, yo que en la tierra, sin una acción ilegal, no puedo encontrar otro ser, porque estoy ligado a ti, ante Dios y ante la ley, rompo con mi muerte estos lazos; y ruega a nuestro padre celestial, que me conceda encontrar un alma en las regiones de la eternidad.

 »GESAR.

» Ester al leer esta carta quedó herida de muerte.

Aquel amor vehemente y aquel trágico desenlace, superaba a todos sus sueños; y amó realmente a su marido, cuando fue a pedirle perdón de sus locuras en la tumba del infeliz suicida.

El remordimiento se encargó de vengar al esposo ultrajado. Ester se fue consumiendo poco a poco, y un año después, murió en la mayor desesperación, porque dejaba en la tierra tres niñas, sin más amparo que la clemencia de Dios.

La muerte de Ester no inspiró lástima a nadie, así es que en su agonía no escuchó una palabra de consuelo; según nos han asegurado, pues estábamos muy lejos de ella cuando dejó su envoltura.

Cuando regresamos a Madrid, fuimos a ver a sus pobres hijas que estaban muy bien recomendadas, en el hospicio de Sta. Isabel, y al verlas, nos hicieron derramar amargas lágrimas, porque recordábamos a su madre, que fue en parte víctima de la mala educación que recibió.

La enseñaron a vivir para sí, y luego no supo vivir para los demás; gastó en un lujo inútil la escasa fortuna de su marido, y no dejó a sus hijas más herencia que el pan amargo de la caridad.

Las madres son responsables del mal ejemplo que dieron sus a hijos, y si estos a pesar de todos los esfuerzos son rebeldes a las leyes morales, quedanle a lo menos a las madres la tranquilidad de decir: Yo hice cuánto estuvo en mi mano.

La historia que hemos referido es espantosamente cierta.

El adulterio, sea en el terreno que sea, siempre producirá el estrago.

Ester por nada del mundo hubiera acudido sola a la cita de un hombre, no supo en su vida ir sola a la iglesia, pero fijaba sus ojos con delicia, en billetes perfumados que llegaban hasta ella cuando tocaba el piano o bailaba en las reuniones.

Guardaba flores de sus galanteadores, vivía, en fin, la vida de los recuerdos, y la mujer casada, la madre de familia, no debe tener más mundo que su marido y sus hijos.

Nos dirán que nadie vive en las estrictas reglas de la moral.

Nosotros decimos que sí; hemos conocido felizmente a algunas familias, que su casa nos parece un templo: sí; un verdadero templo es la morada donde el marido encuentra su distracción instruyendo a sus hijos y a su mujer.

El bien no tiene más que un camino, dejemos subterfugios a un lado, y los espiritistas que sabemos mejor que los demás, que todo, todo se paga, debíamos más que nadie evitar el adulterio.

Primero, porque nos llamamos los apóstoles de la buena nueva, y no debemos manchar nuestras vestiduras con mancha tan indeleble.

Segundo, que sabemos muy bien la gran misión que tienen los padres en educar a sus hijos, y mal puede reprender, aquel que no se sabe corregir.

III .

¡Espiritistas! vosotros los que tengáis más elocuencia que nosotros.

Más talento.

Más conocimientos.

Que poseéis esa magia sublime llamada genio.

Los que tengáis el poder suficiente de atraer con vuestra palabra.

De convencer con vuestra persuasión.

Los que sois en fin los apóstoles del cristianismo puro.

Predicad sobre el adulterio y haréis un gran bien a la humanidad y a vosotros mismos.

Dice Michelet, que «con el amor el hombre tiene alas > Pues bien; nosotros los espiritistas que decimos con Víctor Hugo: «que si no hubiese amor se apagaría el sol,» nosotros que comprendemos que el amor será la regeneración de la humanidad, somos los primeros que debemos decir a la mujer:

¡Madre! ¡de tí depende el porvenir de los pueblos!

¡Y tú, rey de este mundo!

¡Soberano de la tierra!

¡Hombre inmortal!

¡Tú que has progresado bastante para convertirte en protector de la mujer!

¡Tú, que le has dado dirección al rayo!

¡Tú, que has medido los planetas!

¡Tú, que lanzastes la brújula en los mares!

¡Tú, que has elevado el globo en el espacio!

¡Tú, que le has arrebatado al vapor el secreto del viento!

¡Tú, que has perforado las montañas!

i Tú, que has canalizado los mares!

¡Tú, que has unido los continentes por un abrazo eléctrico!

¡Tú, que tienes en fin tanto poder! ¿por qué no te dominas a ti mismo? y así podrás educar a la mujer, que sin tu amor, o muere con la resignación de los mártires, o so olvida de sí misma y es el oprobio y la vergüenza de su sexo.

 

 ¡Espiritistas! no consiste el espiritismo en evocar a los muertos, para entretenimiento de los vivos.

Consiste en instruirnos.

En mejorarnos.

En moralizarnos.

¿No estamos convencidos que del presente depende el porvenir?

¿Pues entonces, qué nos detiene?

Demos el primer paso, que así como en la pendiente del vicio empezando a bajar se desciende hasta el abismo, del mismo modo en la escala del progreso, después de subir el primer escalón, ascendemos rápidamente hasta llegar a los mundos de la luz.

No dejéis de anatematizar el adulterio, porque sea un pecado general; que los grandes males, son los que necesitan los grandes remedios; y el adulterio es la gangrena social.

¡Horrible enfermedad! más no nos asustemos, que todas las dolencias se curan, si elegimos por médico a Dios.

 

Amalia Domingo y Soler

 

 

Año IX. Agosto de 1877. Núm. 8 . REVISTA DE ESTUDIOS PSICOLÓGICOS.