
¡Qué hermosa estaba la tarde!
Ni una nube empañaba el firmamento, engalanado con su manto azul; ni la más ligera niebla velaba las cimas de las montañas, y éstas se destacaban en el límpido horizonte coronadas de abetos seculares.
En el fondo del valle pastaban tranquilamente mansas ovejas; por los matorrales de las colinas saltaban y corrían ágiles y retozones cabritillos, disputándose la victoria en sus ascensiones un enjambre de alegres chicuelos que jugaban con ellos.
Reinaba en la naturaleza la calma más apacible, y el espíritu se entregaba a esa dulce quietud; a esa grata soñolencia en la cual el alma sueña despierta; la mía soñó también.
Llegué a la fuente de la Salud y me senté junto al manantial; Sultán se echó a mis plantas, poniendo la cabeza sobre mis pies, y yo me entregué a pensar en la soledad de mi vida, en el aislamiento íntimo de mi ser; pero lo agradable del paisaje absorbía mi atención y borraba de mi mente el tinte de amargura que dejan siempre mis reflexiones.
Miraba al cielo, aspiraba el ambiente embalsamado, escuchaba el rumor de las hojas agitadas por un viento suave y decía entre mí: «¿Quién dirá que bajo este cielo se pueden albergar dolores? ¡Cuando todo sonríe! ¡cuando todo parece que murmura una bendición! ¡Pasiones humanas! ¡huid con vuestros odios! ¡con vuestras mezquinas ambiciones! ¡con vuestros placeres fugaces! ¡con vuestro remordimiento, y con vuestro intenso dolor! ¡Repose mi alma en la contemplación! ¡alégrese mi espíritu en la quietud de la naturaleza! ¡y bendigo a Dios que me ha concedido disfrutar de este bien inapreciable!», y me quedé embebecido en místico recogimiento.
No sé cuánto tiempo permanecí entregado al reposo; sólo sé que de pronto Sultán se levantó, dio algunos pasos, retrocedió y se quedó parado delante de mí en actitud amenazadora, con la boca entreabierta.
—Sultán, ¿estás loco? ¿Qué arranque te ha dado? —le dije apoyando mi diestra en su cabeza.
Sultán no me hizo caso, siguió escuchando y de pronto echó a correr.
Seguí con mi vista su dirección y vi aparecer un hombre que al ver a mi compañero en actitud tan hostil le amenazó con su bastón.
«¡Sultán! —grité—, ¡ven aquí!»
El noble animal desando el camino andado, pero de muy mala gana, volviendo la cabeza y gruñendo sordamente.
El desconocido se acercó, y entonces reconocí en él a un alto dignatario de la iglesia que me había hecho todo el daño que había podido; él me confinó en la aldea, y aun allí le hacía sombra, y más de una vez había intrigado para que me prendieran acusándome de conspirador y de brujo.
Al verme, me dijo con acritud:
—Tenéis muy mal enseñado a vuestro perro, y creo que yo vengo muy a tiempo para educarle mejor.
—Tiene Sultán el olfato muy fino, y sin duda ha conocido quién sois vos.
Así, pues, dejad en paz a mi perro, que no os hará daño alguno, porque yo se lo impediré; pero no le amenacéis, porque yo entonces no respondo de él, que si a mi voz se vuelve manso como un cordero, sólo con que vos le miréis con desagrado se pondrá más fiero que un león herido, que algo más leal que los hombres, no tiene costumbre de tolerar injusticias.
—¿Sabéis que esto es gracioso? ¡Que para hablaros haya antes que capitular con vuestro perro!
—¡Y creed que vale más tenerlo por amigo que por enemigo; pero dejemos a Sultán, y decidme en qué puedo serviros.
—En nada, sino que cansado de la Corte, abrumado de negocios y de asuntos enojosos, se me ocurrió venir a esta aldea a reposar algunos días.
He aquí el objeto principal de mi venida.
Y al decir esto, se sentó el recién venido sobre una piedra, mirando en todas direcciones con visible inquietud: sorprendí esta mirada y le dije a Sultán, dándole un golpecito en la cabeza:
—Vigila a ver quién llega y avísanos de cualquier rumor que oigas, por lejano que sea.
—Sultán me miró fijamente, después miró al forastero, se volvió a mí y se lanzó en vertiginosa carrera, perdiéndose en los recodos del camino.
—¿Teméis la llegada de alguno? —me preguntó el recién venido, a quien llamaré Lulio.
—La temo por vos, no por mí.
He leído en vuestros ojos que venís huyendo, no de asuntos enojosos, sino de una prisión cierta; pero no temáis, que mucho antes que lleguen los guardias del rey.
Sultán nos anunciará su llegada y podréis huir, o esconderos en la cueva de la ermita.
—¿Qué estáis diciendo? Deliráis sin duda. Yo no tengo que huir de nadie; vengo de incógnito porque quiero estar tranquilo y quiero ser por algunos días el cura de esta aldea.
—La iglesia y la pobre casa la tenéis a vuestra disposición, pero no el confesionario, no la intimidad con mis feligreses, porque bien sabéis, padre Lulio, que vos y yo nos conocemos muy bien.
Juntas pasaron vuestra infancia y mi juventud; sé los vicios que tenéis, conozco vuestra historia lo mismo que la mía; y no permitiré que en esta pobre aldea dejéis el germen de la intranquilidad.
Si no venís más que por capricho, casi me atrevería a suplicaros que desistierais de vuestro empeño y tomarais otro rumbo; pero si, como creo, venís por necesidad, contad conmigo, con mi viejo Miguel y con mi fiel Sultán.
Ya sé que comenzáis a estar en desgracia; ya sé que un noble anciano os maldice y una pobre mujer adúltera gime en un convento recordando aterrada su fatal extravío; ya sé que el rey quiere hacer con vos un castigo ejemplar, y comienza por confiscaros parte de vuestros bienes; y por mucho que lo queráis negar, sé que sois perseguido.
—Os han informado mal.
—Plegué a Dios que así sea.
—Lo que sí es cierto es que estoy muy cansado de la Corte y quiero ver si este género de vida que vos lleváis me agrada, para el caso de gustarme retirarme del gran mundo.
—¡Y cuánto bien podríais hacer! Vos sois rico, de noble linaje; tenéis parientes poderosos dispuestos a hacer el bien.
¡Cuántas lágrimas podríais enjugar! ¡Cuántas miserias podríais socorrer! Para arrepentirse nunca es tarde.
Dios siempre acoge a todos sus hijos; y creedme, Lulio, en la carrera del sacerdocio no vais por buen camino.
El sacerdote debe ser humilde sin bajeza, caritativo sin alardes humanitarios; debe desprenderse de todo interés mundano, debe consagrarse a Dios practicando su santa ley, debe ser un modelo de virtudes, debe desconocer todos los vicios, que para llamarse ungido del Señor hay que ser verdaderamente un espíritu amante del progreso, ávido de luz, de espiritualidad y de amor.
Aun estáis a tiempo: sois joven todavía, estáis en lo mejor de la vida; no habéis sufrido, y por ley natural podréis trabajar veinte años aún; podéis dejar sembrada la semilla del bien, que es la semilla de Dios.
Lulio, que me miraba fijamente, se levantó azorado, diciendo:
—Algo sucede, o vuestro Sultán se ha vuelto loco.
Miré, y, efectivamente, Sultán venía corriendo por un atajo, pero con una carrera tan veloz que parecía impulsado por el huracán.
Instintivamente Lulio y yo salimos a su encuentro, y el noble animal al verme se incorporó, apoyando sus patas en mis hombros; después escarbó en el suelo, ladrando fuertemente, corriendo en todas direcciones, y volviendo a escarbar.
—No hay momento que perder —le dije a Lulio—; Sultán nos dice que se acercan muchos caballos, y éstos, sin duda, vienen en vuestro seguimiento.
—No creí que llegaran tan pronto —dijo Lulio palideciendo—; pensé que me darían tiempo para reunirme con los míos. ¿Qué haremos? Si me cogen estoy perdido, porque mi cabeza está pregonada.
—No temáis; seguidme.
—Y a buen paso nos dirigimos a la ermita, descendimos por el barranco y desaparecimos entre los recodos de un largo camino que conducía a la Cueva del Diablo.
Llegamos hasta el fondo, que era el sitio más a propósito para estar, pues con el desprendimiento de una peña había quedado una abertura por la cual penetraba el aire.
—Quedaos aquí —le dije—; esta noche Miguel o Sultán os traerán alimento, y no temáis; pedid a Dios que os ampare y creed que no os desamparará.
Haré por vos cuanto haría por un hijo.
Lulio estrechó mis manos con efusión.
Y le dije:
—Me voy para no despertar sospechas en los que lleguen.
Seguido de Sultán, salí de la cueva muy conmovido, porque sentía el peso de una nueva calamidad, pero terrible, porque Lulio en la Corte se había hecho odioso por su astucia, por su taimada sagacidad, por su desenfrenada ambición, la que le hacía mezclarse en conspiraciones atrevidísimas.
Como era muy rico, tenía gran poder, era una sombra temible, era la cabeza de un partido formidable; pero yo que le conocía desde niño sabía que aún había algo bueno en aquel corazón endurecido.
Yo me decía: «Si le prenden, su furor no tendrá límites, y se convertirá en tigre sanguinario; si llegan a matarle, sus parciales tomarán una venganza horrorosa; mientras que si yo logro convencerle, ¡quién sabe si se arrepentirá de sus desaciertos, y aun será útil a la humanidad…!»
Y abismado en estas reflexiones llegué a la Rectoría, llamé a Miguel y en breves palabras le enteré de cuanto ocurría, para que si yo no podía moverme, para no inspirar sospechas, que pudiera él atender al fugitivo.
¡Cuan cierto es que en la culpa está el castigo! ¡Un hombre de noble cuna, un príncipe de la Iglesia, un magnate dueño de cuantiosos bienes se veía reducido a vivir encarcelado por su mal proceder, ya bajo mi protección o en poder de sus perseguidores! ¡Desgraciado! ¡Cuánto pesa la cruz de nuestros vicios!
Estas reflexiones las hacía asomado a mi ventana.
Las sombras de la noche se habían extendido por una parte de la tierra; todo descansaba en calma; sólo en el corazón de algunos hombres arreciaba la tempestad.
Pronto llegó a mis oídos el rumor del galope de muchos caballos, y en breve la plaza de la iglesia no pudo contener a toda la caballería que invadió la aldea.
Subió el capitán de la fuerza a mi cuarto y me dijo que venía en seguimiento del obispo Lulio.
Yo me encogí de hombros, diciendo que ignoraba su paradero, y súplicas y amenazas, y ofrecimientos, hasta el punto de ofrecerme el capelo en nombre del rey, todo fue inútil.
—Mirad —me dijo el capitán— que hace cinco años vine en seguimiento de un criminal que ocultasteis vos; pero ahora tengo orden de que si el obispo no aparece, vos, que sois el brujo de esta aldea, ocupéis su lugar.
Yo estaré aquí ocho días, removeré piedra por piedra, y os lo repito, si el obispo no aparece, os llevaré en rehenes. Escoged.
Al oír estas palabras sentí frío; involuntariamente miré a mi ventana desde la cual veía los cipreses del cementerio, se me oprimió el corazón y hubiera llorado como un niño, porque separarme de aquella tumba era arrebatarme la vida; pero reflexioné y dije: «¿Quién puede ser más útil en este mundo, Lulio o yo? Él, porque es más joven, es rico, es poderoso, puede hacer mucho bien; su arrepentimiento puede ser un manantial de prosperidad y un gran progreso para su espíritu.
En la vida no debe ser uno exclusivista; el hombre no debe ser más que el instrumento del bien universal. Nada importa el Sufrimiento de un alma si redunda en el adelanto colectivo de la humanidad. Seamos uno para todos, y todos para uno».
El capitán me miraba y no pudo menos que decirme:
—Me dais lástima; yo siento sacaros de vuestra aldea, pero traigo órdenes terminantes.
—Que debéis cumplirlas, capitán. —Y durante ocho días buscaron a Lulio inútilmente; porque la entrada de la Cueva del Diablo sólo la sabían en la aldea Miguel, Sultán y yo; así es que no apareciendo el perseguido, yo fui en lugar suyo; y cuando todos los habitantes de la aldea estaban entregados al sueño, me despedí de Miguel y Sultán, de aquel animal admirable, cuya inteligencia maravillosa nunca podré olvidar; él, que no se separaba nunca de mí; él, que velaba siempre mientras yo dormía, comprendió que me prestaba un gran servicio quedándose con Miguel, y aullando dolorosamente, regando con sus lágrimas mis manos, no dio ni un paso para seguirme, se quedó inmóvil en medio de mi cuarto, mientras mi viejo Miguel lloraba como un niño. ¡Pobre anciano!
Cuando me vi lejos de mi aldea, sentí un frío tan intenso, sentí un dolor tan fuerte y tan agudo en el corazón, que creí morir.
Pensé en ella, le pedí aliento, le pedí fe, esperanza y valor para no sucumbir en la prueba; y como si fuese un ángel de mi guarda, instantáneamente me sentí más animado, y me pareció oír una voz lejana que me decía:
«Devuelve bien por mal; cumple con tu deber». Y lo cumplí. Llegué a la Corte, conferencié con el rey repetidas veces y en todas nuestras entrevistas parecía que se trocaban los papeles: él parecía el súbdito y yo el soberano.
¡Con tanta energía le hablaba y con tanto imperio le decía! «Si queréis ser grande, sed bueno; las coronas las rompen los pueblos; las virtudes son más fuertes que los siglos: el mal rey de hoy será el esclavo de mañana; el espíritu vive siempre, no lo olvidéis».
Dos meses permanecí prisionero como reo de Estado, pero muy atendido y muy visitado por el rey, alma enferma, espíritu turbado que vivía muy solo. Hice cuanto pude por regenerar aquella alma, y en parte lo conseguí.
Una mañana recibí la orden de abandonar mi encierro para reunirme con el rey, que iba de caza a los montes que sirven de muralla a mi aldea; mi corazón latió de gozo: me hicieron subir a una litera, y rodeado de numerosa escolta seguí a la comitiva que iba con el rey, el cual, al llegar a mi amado pueblecito, se vio rodeado de todos sus habitantes, que le aclamaron con verdadero entusiasmo: y yo desde el fondo de mi carruaje veía a aquellos seres queridos, aquellos niños, mis inseparables compañeros, que postrándose a los pies del monarca le decían: «¿Nos traes a nuestro Padre?», y se oía un clamoreo indescriptible; los unos suplicaban, los otros vitoreaban.
Yo, a corta distancia, sin ser visto, veía aquella escena verdaderamente conmovedora.
El rey había echado pie a tierra, y los niños y las mujeres le rodeaban, cuando se abrió paso entre la apiñada multitud una joven aldeana, espíritu que está en misión en la tierra, tan hermosa como discreta; según me contó después el rey, se acercó al soberano, y le dijo:
—¡Señor! los reyes son la imagen de la Providencia cuando le proporcionan a sus pueblos los gérmenes del bien.
El cura de esta aldea es nuestro padre, nuestro padre amantísimo, y un pueblo huérfano os pide un acto de clemencia; nuestro padre ya es anciano, dejadle venir entre nosotros para que podamos cerrarle los ojos cuando muera.
El rey me dijo que se conmovió de tal manera al oír la voz de la joven, que por recibir su mirada de gratitud se volvió y le dijo al montero mayor: «Traed al padre Germán».
Al oír estas palabras, la joven exclamó: «¡Bendito seáis!», y antes que el montero llegó ella al pie de mi litera.
Lo que yo sentí al verla no lo puedo expresar, porque mi salvadora no iba sola; iba con ella la niña pálida de los rizos negros: la vi como el día que me preguntó:
«¿Querer es malo?»
¡La vi con su corona de jazmines, con su blanco velo, con su triste sonrisa y con sus ojos irradiando amor!
Tan embebecido estaba en mi contemplación, que me dejé llevar como un niño, sin darme cuenta de lo que me pasaba, y sólo salí de mi estado extático cuando mi fiel Sultán, derribando todo lo que encontraba a su paso, llegó hasta mí.
¡Qué júbilo tan inmenso! ¡Qué alegría tan imponderable! Mucho había sufrido, pero en aquellos momentos fui espléndidamente recompensado.
Hay sensaciones indescriptibles, hay emociones inexplicables, hay segundos en la vida que cada uno vale cien siglos. ¡Tanto y tanto se vive en ellos…!
El rey permaneció en la aldea más de tres semanas; fue herido durante la cacería, y hasta estar convaleciente no pudo volver a su palacio; y al separarse de mí comprendí que aquella alma había comenzado a sentir, y amaba por la primera vez en su vida.
Entonces bendije mi sufrimiento.
¡Benditas, sí, benditas mis horas de agonía si en ellas pude despertar el sentimiento en un grande de la tierra!
Cuando me vi solo, cuando me vi libre de los cortesanos, se parado de sus tenebrosas intrigas, entonces respiré mejor, y llamando a Miguel le pregunté cuándo se había marchado Lulio, y supe con asombro que aún permanecía en la cueva, porque no había querido irse sin tomar mis consejos.
Miguel, de noche, le había llevado el alimento, y otras veces Sultán había cogido entre sus dientes el cesto y había ido en su lugar.
Esperé la noche para que nadie me observara, y entonces fui con Sultán a ver a Lulio, que al verme se arrojó en mis brazos y permanecimos abrazados largo rato en tanto que Sultán nos acariciaba a los dos.
—Salgamos de aquí —le dije, y enlazando mi brazo a su cintura caminamos hasta salir de la cueva y nos sentamos en las ruinas de la ermita.
—¡Cuánto os debo, padre Germán! —me dijo Lulio con acento conmovido—; ¡Cuánto he aprendido en estos tres meses que he permanecido oculto a las miradas de los hombres!
Casi todas las noches he venido a este sitio a esperar a Miguel.
Sultán ya me quiere, durante el día pasaba largos ratos a mi lado, y lo mismo que una persona me miraba y se le caían las lágrimas, diciéndome con ellas: «Tú tienes la culpa».
Durante mi enfermedad, que he estado enfermo más de un mes, no le faltaba más que hablar; depuso su enojo y ha sido mi fiel guardián.
Por Miguel he sabido cuánto habéis sufrido, y aunque él me decía «¡Idos!» y me ofrecía un hábito para disfrazarme, yo no he querido marchar hasta veros, porque quiero seguir estrictamente vuestro consejo.
—Lulio, seguid antes que todo los impulsos de vuestro corazón.
—Pues bien; el impulso de mi corazón es seguir por la senda que me tracéis.
—Entonces escuchadme. Con vuestra conducta pasada sólo habéis conseguido que pregonen vuestra cabeza y le pongan distintos precios; a mí me ofrecieron el capelo si os entregaba, y si a tal precio hubiera alcanzado a ponerme el sombrero rojo, hubiera abrasado mi cabeza todo el hierro candente que encierra el universo.
Preferí morir si hubiese sido necesario porque mi muerte hubiera sido llorada por los pobres de mi aldea; pero la vuestra hubiera sido vengada de una manera cruel; y siempre en el mundo para obrar debemos reflexionar y hacer aquello que sea más ventajoso a la humanidad.
Si os vais y os ponéis al frente de, los vuestros, sólo conseguiréis ser objeto de una persecución sin tregua, y moriréis maldiciendo o maldecido; si, por el contrario, dejáis el país, os vais a otra nación y ejercéis el sagrado ministerio en un apartado pueblecito; si os creáis una familia entre los ancianos y los niños, si conseguís que deseen vuestra presencia cuantos os rodean, al cabo de algún tiempo viviréis dichoso, que también se encuentra la dicha cuando sabemos buscarla.
—¿Vos sois feliz aquí?
—Como sacerdote, sí.
—¿Y como hombre?
—No; porque el sacerdote católico, apostólico y romano, si ha de cumplir con su deber, ha de vivir sacrificado, ha de truncar las leyes de la naturaleza, ha de romper esos lazos divinos que unen al hombre con una esposa querida, con unos hijos amados.
Yo no he querido el amancebamiento de una barragana, yo no he querido dejar hijos espurios, y me he sacrificado en aras de una religión que mortifica y esclaviza al hombre sin engrandecer su espíritu.
He envidiado a los reformadores, pero no he tenido valor para seguir su reforma, y he vivido para los demás pero no he vivido para mí; así es que como hombre no he disfrutado de las afecciones de la vida; pero como padre de almas he enjugado muchas lágrimas, y tengo la íntima satisfacción de haber evitado algunas catástrofes.
Dos caminos tenéis ante vos: la iglesia reformista y nuestra iglesia. En ambas podéis profesar si sabéis amar y sufrir.
—Estoy cansado de luchas, padre Germán; trataré de vivir como vivís vos; mi espíritu necesita de reposo y de olvido. En estos tres meses he aprendido mucho; he tenido, no sé si alucinaciones o revelaciones, pero yo he oído distintas voces de almas errantes que me decían: «¡Despierta! ¡aprende! ¡tu víctima te sirve de maestro! Tú le has hecho cuanto daño has podido, y él te salva exponiendo su cabeza».
Y estos avisos, padre Germán, me han hecho pensar y meditar con madurez.
—Ya os lo he dicho, Lulio; al sacrificarme por vos, no pensé más que evitar derramamiento de sangre y ensañamiento de partidos; yo no trato más que de esparcir la semilla del bien, porque el bien es la semilla de Dios.
—Yo la esparciré también, yo trataré de borrar con mis buenas obras las iniquidades de mi pasado.
Algunos días después se fue Lulio disfrazado de fraile, y un año después me envió un emisario con una carta que decía así:
«¡Cuánto tengo que agradeceros! ¡Cuan feliz soy en este rincón de la tierra! ¡Ya los niños me buscan como os buscan a vos, ya los ancianos me piden consejos, ya los pobres me bendicen!
Porque los bienes que pude salvar de la confiscación los he empleado en mejorar la triste suerte de estos infelices; que no se alimentaban más que de pan negro; y hoy, gracias a mi solicitud, disfrutan de una alimentación abundante y saludable.
Pienso tanto en los demás que no me acuerdo de mí.
¡Cuánto os debo, padre Germán! ¡Bendito seáis! ¡Bendito sea el hombre que me hizo comprender que el bien es la semilla de Dios!»
Esta carta me llenó de satisfacción, de esa satisfacción profunda que experimenta el alma cuando ve florecer el árbol de la virtud; y más gocé cuando recibí una larga epístola de mi soberano, en la cual me pedía consejo para algunos asuntos de Estado, y terminaba diciendo:
«Pronto iré a hacerte una visita, pero de incógnito; tengo que hablar contigo; tengo que confesarte lo que hoy siente mi corazón.
Tú me hablaste del amor del alma, y hoy mi alma se agita entre recuerdos y esperanzas, entre reminiscencias y presentimientos de un inmenso amor; y o mucho me engaño o ya soy maestro en amar».
Estas dos cartas me hicieron reflexionar mucho.
Me fui a la tumba de ella y allí las volví a leer y allí bendije a la Providencia por haber tenido abnegación bastante para olvidar grandes agravios y entregarme al sacrificio; pues cuando dejé mi aldea pensé no volverla a ver, creía que mi cabeza caería en lugar de la de Lulio, y con mi resolución di luz a dos almas, dos espíritus rebeldes fueron dominados por mi amor, por mi voluntad y mi fe.
Grande fue mi angustia, cruel mi incertidumbre; pero benditas, sí, benditas mis horas de agonía si con ellas rescaté a dos hombres de la esclavitud del pecado.
Amalia Domingo Soler