Niño ciego

Durante la larga convalecencia de una grave enfermedad que nos aquejó hace tiempo, paseábamos diariamente por los hermosos jardines del Buen Retiro, en cuya ocasión nos hicimos muy amigos de una graciosa joven, hija de uno de los guardas, a la cual encontrábamos todas las mañanas en una glorieta, cerca de su casa, cosiendo afanosamente la ropita de un niño que pasados algunos meses la llamaría con el dulcísimo nombre de ¡madre!… Juana, sin ser bonita era una de esas mujeres de semblante expresivo, de mirada magnética, bastante instruida, y sobre todo, adornada de bellísimos sentimientos. Intimamos bastante con ella porque conocimos que también le agradaba nuestro trato, y se complacía en hablarnos de su marido, intrépido marino y a la sazón ausente.

Una mañana, paseando con nuestra joven amiga, llegamos a la glorieta que le servía de gabinete de labor, y le dijimos:
-¡Cómo se conoce que le gusta a usted este sitio! Y no es por cierto de los más agradables que tiene el Retiro. Este lugar parece sombrío, triste.
-Es verdad.
-¿Se ha cometido aquí algún crimen?
-Que yo sepa, no; si sé, que aquí murió de pena un niño ciego.
-¡Un niño ciego!
-Sí, un niño ciego. ¡Pobrecito!
-¿Y cómo fue eso?
-Lo que voy a relatarle es rigurosamente histórico: puede usted preguntárselo a mi padre y a toda la familia; solamente que ninguno de ellos se interesó tanto como yo por aquel pobre ser, tal vez dirán que el cieguito se murió por casualidad, y porque había de morir, pero yo, que le traté y estudié mucho su carácter, estoy bien segura que murió de pena.
-Con esos preámbulos está usted despertando poderosamente mi atención.
-No vaya usted a creer que sea una historia muy interesante, aunque para mí sí lo es, porque en poco tiempo le tomé mucho cariño a aquel inocente.
-Bien, bien, comience usted su relato.
-Hace cerca de dos años que me casé, y, a los pocos días salió mi marido de viaje. Yo me quedé muy triste, y me gusta venir a este sitio retirado para leer a solas las cartas de mi esposo. Un día, después de las doce, me vine a sentar como de costumbre en este mismo asiento, y me sorprendió encontrar a un niño junto a él. Al sentir mis pasos, y acompañándose de un pequeño organillo que llevaba, dejó oír su dulce voz cantando melancólicamente:
¡Del pobrecito ciego la pena consolad!
¡Sentid de amor el fuego y haced caridad!
¡Al pobre pequeñito que no ha visto la luz, ayudadle un poquito para llevar su cruz!
Consuelo necesita quien vive en el dolor; ¡dadme una limosnita con cariño y amor!

Yo, que estaba entonces siempre dispuesta a llorar, al escuchar aquellas palabras lloré y besé repetidas veces al pobre cieguito.
-¿Y qué edad tendría?
-¡Qué sé yo! Porque el pobrecito era de una constitución raquítica, y parecía más pequeño de lo que en realidad sería.

Vestía muy decentito. Era blanco como la nieve. Sus cabellos, casi blancos de puro rubios; sus ojos grandes, muy grandes, negros, pero sin brillo, sin vida; abiertos, fijos, parecían los ojos de un muerto; tenía la cabeza muy abultada; sus manos y pies eran extraordinariamente pequeños.

Se dejó acariciar, y al preguntarle cómo se llamaba:
-No sé – contestó con voz triste.
-¿Tienes madre?
-No sé.
-¿Tienes padre?
-No sé.
-¿Quién te ha traído aquí?
-¡La mujer buena!
-¿Quieres tú a esa mujer buena?
-Sí, porque me ha traído al Buen Retiro. ¿Verdad que esto es el Retiro?
-Sí, hijo mío. Y ¿qué quieres tú hacer en el Retiro?
-Mira, cantar-. Y volvió el niño a repetir su melancólica canción.
-Ven conmigo – le dije. Cogile de la mano y me lo llevé a casa. A mi padre le dio mucha lástima.

Mi madre le hizo muchas preguntas, y a todo contestaba: «No se».

Mi padre decía: «Este infeliz es tonto, y debe haberse escapado de su casa; tendremos cuidado de él hasta que alguien lo reclame, y si no aparece nadie, daremos parte a la autoridad para que disponga de él».

Yo entonces dije que si nadie lo reclamaba, podríamos quedárnoslo con nosotros. Por darme gusto, accedieron mis padres a mi deseo.

Por no cansarla, le diré que nadie vino a reclamar a aquel desgraciado, y eso que mi padre puso avisos en los diarios.
-¿Y él no se impacientaba?
-No, no; le puse una camita junto a la mía, y dormía tan tranquilo.

Por la mañana le preguntaba:
-¿Dónde quieres ir?
-Donde estaba ayer – me decía sonriendo.

Pasaron muchos días, y nadie se presentó a reclamarlo. Toméle tanta voluntad que me alegraba muchísimo que nadie viniera, y como era un ser tan inofensivo, a mi familia no le estorbaba.
Comía muy poco; un pajarito podía, llevar en el pico su alimento.

Yo le hacía mil y mil preguntas; pero el infeliz siempre me contestaba vagamente. Se conocía que era medio idiota, o quizá por lo mucho que aquel infeliz habría sufrido estaba como desmemoriado.

Una tarde, estando aquí los dos sentados, vinieron unas cuantas niñas con sus criadas y se pusieron a jugar al corro, y el cieguito, cogiendo su pequeño organillo, principió su acostumbrada canción.

Las niñas, reparando en él, quisieron hacerle blanco de sus burlas, y ya me iba yo incomodando, cuando una de ellas, la más crecida, a quien las otras llamaban Albertina, se acercó al niño, mirólo atentamente y exclamó:
-¡Callad, bachilleras! ¡Pobrecito! ¡No es feo! ¿Verdad que no eres feo?
Y le pasó la mano por la cara, preguntándole cómo se llamaba.

El niño hizo un esfuerzo como si quisiera recordar algo; movió la cabeza y no contestó.

Reiteró la niña su pregunta, acariciándole; y entonces oí que decía en voz muy baja:

-Me llamo Juan.
Al oírle contestar tan acorde, me alegré infinito.

Conté a la niña cuanto había ocurrido con el infeliz, y desde aquel día todas las tardes venían las niñas a jugar en aquel sitio. Albertina hacía jugar al cieguito con ellas, lo cogían de la mano, y le hacían dar vueltas al corro, mientras él cantaba con una voz tan expresiva y tierna que daba gusto oírle.

Más de un mes estuvieron viniendo aquellas niñas todas las tardes. Juan parecía que iba recobrando la memoria, y me contaba muchas cosas, pero todo confusamente.

A mi modo de ver, debieron robarle de su casa y hacerle mendigar; qué sé yo; porque me contaba unas historias de la mujer mala, y de la mujer buena, que no le entendía.

Yo le dejaba decir, para ver si su dormida inteligencia se despertaba, llamándome la atención que durante su sueño llamaba muchas veces a Albertina. Se lo conté a la niña, y ella exclamó:
-¡Pobrecito! Se conoce que me quiere mucho; y yo también le quiero a él; ¡me da mucha lástima!

Una tarde vinieron como de costumbre, y Albertina se dejo caer en el asiento, diciéndole a Juan:

-No quiero que hoy juegues, que estoy yo mala y no puedo jugar, y estas locas te dejarían caer.
-¿Estás mala? – dijo el niño.
-Sí que estoy mala, sí; me parece que los árboles andan; si no hubiera sido por verte, no hubiera venido.
Juan no le contestó; lloró silenciosamente; y Albertina, que era una niña muy pensadora, le dijo con ternura:
-No seas tonto, no llores; mañana estaré buena y correremos mucho; hoy me vas a cantar muchas cosas.

Nunca los olvidaré; me parece que aún los veo sentados a los dos en este sitio. Ella le acarició mucho, le hizo cantar, y él cantó su romancita y además otra canción que nunca le había oído; pero con voz tan triste y tan sentida, que Albertina y yo le cubrimos de besos, pareciéndonos que cantaba un ángel.

Al fin la niña se fue, repitiendo varias veces:

-¡Adiós, Juan! ¡Hasta mañana! – Pero, ¡ay!, aquel mañana no llegó.

Al día siguiente vinieron las niñas, pero Albertina tuvo que quedarse en cama, y Juan no quiso jugar. Pasaron algunos días sin que vinieran las niñas, y Juan dejó de comer.

Parecía increíble que aquel infeliz pudiera vivir. Al fin, una tarde las vimos volver vestidas de blanco como de costumbre, pero llevaban bandas negras, y gasas negras en los sombreros de paja. Albertina no venía, Me dio un salto el corazón, y pregunté a una de las criadas por Albertina:
-Dice mamá que se ha ido al cielo – contestó una de las pequeñuelas.
-¡Ha muerto! -dijo la criada con tristeza-. ¡Qué lástima de niña?

Juan que estaba cogido a mi falda, se soltó, lanzó un grito horrible y se cayó al suelo, para no levantarse más. ¡Estaba muerto!…

Yo estuve enferma de sentimiento; me impresioné en gran manera. Parecía increíble que un ser, al parecer tan pequeño, pudiera tener tanto cariño y sentir tanto.

¡Pobrecito! ¡Qué días pasó antes de morir! Sin tomar alimento, y de noche llamando a Albertina.
A veces me parece que oigo su voz, y si vengo aquí al amanecer, creo que hasta le veo y escucho su triste canción.

Mi marido dice que sí no fuera un niño, tendría celos; tan vivo está su recuerdo en mi memoria. ¡Pobre cieguito!

Mucho nos conmovió el relato de nuestra joven amiga, y cuando poco después conocimos el espiritismo, tuvimos ocasión de leer las siguientes inspiradas líneas:

«El niño ciego, olvidado de todos, en otra existencia había subido los escalones de un trono, y el espíritu conocido en la tierra con el nombre de Albertina, fue su esposa, el ángel de amor encargado de regenerar a aquel espíritu indomable y rebelde, que rechazaba la ternura y el sentimiento. El mendigo de hoy, monarca poderoso ayer, dueño de su libre albedrío, miró con profunda indiferencia la abnegación y la santa ternura de su compañera, que se entregó a la más austera penitencia para servir de víctima expiatoria y aplacar la cólera provocada por los grandes desaciertos de su regio consorte, y mientras éste era el terror de sus vasallos, ella murió de pena, creyendo que su adorado esposo se condenaría por toda una eternidad.
«Al dejar el fiero monarca la tierra, comprendiendo cuánto valía el noble espíritu que él no había sabido amar, y que sólo viviera para él formó el propósito de amarle eternamente y buscarle en todas sus existencias para ofrecerle su amor.

«Terrible es su historia y larga su cuenta.

«En sus encarnaciones busca a su ángel de redención, y en todas ellas le encuentra por breves instantes. Sus corazones laten unísonos algunos segundos, y después… cada cual sigue su eterno viaje, hasta encontrarse de nuevo en otra estación de la eternidad.

«Amad, amad a los niños ciegos, que son tal vez los ciegos de otras edades!

«¡Amad, que amando os engrandecéis!

«¡Amad, que amando os regeneráis!

«¡Amad, que amando purificáis la viciada atmósfera de vuestro planeta!

«¡Amad, que amando saneáis el pantano de vuestras miserias, y dais nuevas condiciones de vida a vuestra triste cárcel de la tierra!

«¡Amad, amad, porque el amor es el verdadero bautismo de las almas!»

Es cierto; ¡el amor universal será el que un día regenerará a la humanidad!

Amalia Domingo Soler

Sus más Hermosos Escritos