
Los acontecimientos que habíamos vivido pertenecían a un pasado cercano, pero recordado por nosotros como un hecho lejano en nuestra vida.
No podía imaginar que aún estaba por llegar, el acontecimiento más importante de mi actual existencia.
Una tarde del invierno carioca, me encontraba en el trabajo, cuando sentí un dolor muy fuerte de riñones, mi cuerpo se dobló y desplomó, cayendo al suelo, sin poder contener mis lamentos.
Mis compañeros no sabían qué hacer, llamaron al médico, que me reconoció, me puso una inyección para calmar el dolor, y nos tranquilizó diciendo que parecía que tenía una piedra en el riñón.
Calmado el dolor, me llevaron a casa, y al día siguiente me encontraba bien, así que volví al trabajo.
Después de algunas semanas, se repitió de nuevo el dolor y continuó repitiéndose con más frecuencia.
El médico seguía con su teoría de que era una piedra que tenía que expulsar.
En esta triste situación, con la dificultad para orinar y el dolor, ya habían pasado diez meses.
Una tarde después del trabajo, de regreso a casa en un tranvía (porque ya no me atrevía a conducir el coche), sentí de nuevo el dolor, me bajé del tranvía en “la plaza de Lapa” y me agarré a un árbol sin poderme tener en pie, la vista se me nublaba, así que me dejé caer hasta el suelo; allí estaba, sin poder articular palabra, la gente pasaba por mi lado y no se detenía, debían pensar que estaba borracho.
Con gran dificultad, pude ver una parada de taxi que había al otro lado de la plaza, entonces con lágrimas en los ojos exclamé: “¡Dios mío dame fuerzas para llegar hasta allí!”.
Haciendo un gran esfuerzo, me puse en pie y tambaleándome crucé la plaza; el taxista me ayudó a subir al coche y me llevó a casa.
Una vez allí, mi esposa llamó a un médico, éste me administró un medicamento para calmar el dolor, y después de su examen, me aconsejó que al día siguiente acudiera al hospital para un reconocimiento completo.
Así lo hice, me dirigí al hospital general, donde me hicieron las pertinentes pruebas; a través de una sonda, me hicieron un reconocimiento para ver el estado de los riñones, también me hicieron radiografías, y después de cuatro horas, pude saber el resultado.
El doctor me llamó a su despacho, me hizo sentar frente a él, y mirándome me dijo:
-Tengo por costumbre decir a mis pacientes la verdad sobre su estado.
-Yo le interrumpí para decirle: doctor, quiero saber toda la verdad.
-Él suavizó la expresión de su rostro y dijo: tu estado es grave.
-Poniéndose en pie, puso las placas que tenía sobre la mesa, en una pantalla y señalando la misma, sin dejar de mirarme, continuó diciendo:
-El riñón derecho está perdido, el izquierdo hay que tratarlo, tienes que ser operado con urgencia.
La expresión de mi cara debió cambiar, porque se acercó a mí, y poniendo su mano en mi hombro, me dijo:
-Tranquilízate; te van a operar en la mejor clínica de Río, “La Casa de Portugal”. Dejaremos pasar el fin de semana y el lunes te ingresaré, para operarte el martes.
Y acabó diciendo: “confiemos en Dios y todo irá bien”.
Al salir del hospital, me dirigí a la Clínica La Casa de Portugal, para concertar el día de ingreso.
El doctor ya había hablado con la clínica y me estaban esperando.
Cuando llegué a casa y le relaté a mi esposa todo lo sucedido, no pudo contenerse e irrumpió en llanto. Poco a poco nos fuimos tranquilizando y aceptando la situación.
Llegó la noche y como cada día, a las 22h. nos dispusimos a hacer nuestra oración; puse un vaso de agua en la mesita que tenía delante, y los dos nos arrodillamos para orar.
Aquella noche, hicimos la oración con más fervor y mucho más emocionados, pues había una reflexión previa y un estado de compromiso, así que acabé la oración diciendo:
“Señor Jesús, mi querido Maestro, yo sé que me amas, que sólo deseas lo mejor para mí, yo te pido si es posible, una nueva oportunidad; quiero ser tu servidor, el más pequeño, el más humilde de todos, quiero trabajar para ti, desígname un trabajo que esté al alcance de mis facultades, y yo te prometo cumplirlo siempre, todos los días, hasta el fin de mi vida”.
El agua del vaso, se había transformado en agua gaseosa, yo la bebí y nos fuimos a dormir.
A las cuatro de la madrugada, me desperté, pues tenía ganas de orinar y lo hice sin sentir ninguna molestia, algo que hacía semanas que no ocurría.
Con alegría desperté a mi esposa, ella no podía creer lo que le estaba diciendo; aquella noche, con la emoción, ya no pudimos seguir durmiendo.
Por la mañana fuimos al Hospital de La Cruz Roja, donde Mari trabajaba, ella habló con el director, quien nos recibió muy atento; después de contarle lo que me habían dicho en el Hospital General, él nos tranquilizó y ordenó que me hicieran unas radiografías, y pidió que se las entregaran a él mismo cuando estuvieran hechas.
El doctor examinó las radiografías detenidamente y sonriente se dirigió a Mari diciéndole: “debe de haber un error, tu esposo tiene unos riñones sanos, no debéis preocuparos más”.
Salimos de La Cruz Roja y nos dirigimos a la Casa de Portugal; le dije a la enfermera que me había atendido el día anterior, que no quería operarme, ésta me escuchó con asombro y se lo comunicó al cirujano, el cual me hizo acompañarle a su despacho. Nada más entrar me dijo:
-¡Pero qué disparate me estás diciendo! ¡Acaso no sabes, que si no te operas, antes de tres meses estarás muerto!
Yo le escuché en silencio y cuando acabó de hablar, le enseñé las radiografías que me habían hecho en La Cruz Roja.
El las examinó con incredulidad, y rápidamente dijo:
-Estas radiografías no son tuyas, ¿acaso has olvidado que durante meses, tu riñón se ha estado descomponiendo? ¿Cómo puedes creer que ahora, de un momento para otro, estás curado?
-Déjate de locuras, que los milagros no existen; el martes debes ser intervenido.
Cuando acabó de hablarme, yo con mucha calma, le contesté:
-Doctor, agradezco mucho el interés que usted se está tomando por mí, pero mi decisión es irrevocable, pues yo sí creo en los milagros.
Después de firmar un documento, asumiendo toda la responsabilidad de lo que me sucediera, a causa de no querer someterme a la intervención, me despedí de él, y mi esposa y yo, salimos de la Clínica de Portugal.
Hoy, cuando han pasado cuarenta y cinco años; no he vuelto a sentir ninguna molestia en mis riñones, en todo este tiempo.
Después de tanto sufrimiento, una vez más, tuve que dar gracias a Dios, porque a través de esa enfermedad, mi Espíritu encontró el camino que debía seguir; asumiendo el compromiso necesario, para divulgar la doctrina espírita, que es el verdadero objetivo de mi actual existencia.
José Aniorte Alcaraz