Indudablemente las religiones al pintar el tormento del fuego eterno para atemorizar a los pecadores impenitentes han echado mano del elemento más horrible y que más daño pueda causar; no es extraño, pues, que más de un creyente haya perdido la razón ante la perspectiva de vivir  eternamente, sufriendo el dolor de los dolores.

Yo confieso ingenuamente que siempre que leo la descripción de un incendio, o la explosión del grisú en las minas, sufre mi Espíritu de un modo inexplicable, me parece que me encuentro entre los mineros agonizantes o abrumada bajo la techumbre de barras ardiendo suspendidas sobre mi cabeza. Yo no sé si habré sucumbido más de una vez en medio del fuego o tendré que sufrir en mis sucesivas existencias ese martirio horrible de ver llegar las llamas hasta mí sin poderlas rechazar, ni poder huir de ellas. No sé si son los recuerdos de ayer o las intuiciones y presentimientos del mañana los que me atormentan y me angustian; yo sólo sé que siempre que leo la descripción de una catástrofe producida por el fuego sufro horriblemente y exclamo con amargura:

¡Dios mío!… ¿Tendré aún que sufrir tantos dolores? Y me quedo completamente anonadada, porque soy muy cobarde ante los dolores físicos.

Para mí indudablemente no se escribieron estos magníficos versos:

Ante la horrible tempestad del alma

las tempestades de la mar, ¡Qué son!…

Mi alma, que ha vivido, puede decirse, en un naufragio permanente, quizá porque está habituada a luchar con las inclemencias de la miseria y de la soledad no tiembla ante los desengaños y las amarguras, como ante la idea de morir en medio del fuego.

La noche de la vejez y de la miseria no me hace temblar como una muerte violenta, en la cual mi Espíritu quedaría tan turbado que me horroriza pensar el tiempo que permanecería sintiendo el dolor de su cuerpo carbonizado. No es extraño,  pues, que, dado mi modo de ser, me impresionara profundamente el relato de una catástrofe ocurrida en Zaragoza hace algunos días; he aquí la sucinta descripción de tan triste suceso:

Nuestros lectores vieron en la sección telegráfica el suceso, del cual “La Derecha” da los siguientes detalles:

En unas de las cuevas próxima al polvorín trabajaban cinco muchachas jóvenes, ocupadas en el descargue de los cartuchos de deshecho, que previa contrata habían sido adjudicados a don Gabriel Padrós, vecino de Madrid.

En diferentes ocasiones se les había indicado lo peligroso que era efectuar esa operación, sin precauciones de ningún género y sin más máquina ni utensilios que una simple lima, que con el roce podría hacer explotar el fulminante de los cartuchos; y así ha sido.

Una de ellas ha ido a descargar uno con una piedra y ha ocurrido la catástrofe. Todas ellas, jóvenes, han quedado envueltas en una inmensa columna de fuego, que ha producido una terrible detonación.

La guardia del polvorín, que la hace hoy el batallón de cazadores de Barbastro y cuantas personas había por allí, han corrido aterrorizadas; pero todo ha sido inútil; los auxilios han llegado tarde: Las cinco infelices yacían por la cueva presa de terribles dolores y con el rostro completamente desfigurado por los efectos del fuego.

Todas terminaban hoy sus faenas. El miércoles despidieron a 35, no quedando más que las cinco que hoy han sufrido los efectos de la explosión.

La coincidencia de haber despedido a 35 trabajadores y quedar sólo las cinco víctimas, me hizo pensar que éstas no se habían quedado casualmente para sufrir muerte tan horrible y cuando tuve ocasión propicia pregunté al Espíritu que me guía en mis trabajos, porqué aquellas infelices habían tenido un fin tan desgraciado.

Quien a hierro mata a hierro muere, dice uno de vuestros adagios (murmuró un Espíritu en mi oído), por el camino que le veáis recorrer, a los que llamáis infortunados podéis calcular y medir la senda de la amargura que ellos trazaron a otros desvalidos.

Cuando se deja la Tierra violentamente sin que ningún brazo descargue sobre las víctimas el golpe mortal, cuando lo que llamáis imprevisión, casualidad o descuido causa en pocos momentos horribles estragos, apoderándose la muerte de cuerpos sanos llenos de vida y de juventud, podéis asegurar, sin temor de equivocaros, que aquellos infelices, convertidos en jueces de sí mismos, se han condenado sin apelación a sufrir las más justas de las sentencias, que no hay mejor juez que uno mismo cuando examina fríamente todos sus actos. Los espíritus que últimamente con la humilde envoltura de mujeres del pueblo han pagado entre el fuego algo de lo mucho que deben no siempre han pertenecido a lo que llamáis sexo débil, ni se han envuelto con harapos.

Espíritus de agitada historia, unidos por estrechos lazos de familia, por afinidad de aspiraciones e identidad de conocimientos, hace muchos siglos que encarnan juntos y luchan en distintas esferas. Amantes de la destrucción, creyendo que de los escombros de las ruinas brotan nuevos raudales de vida, deseando siempre que nuevas generaciones implanten en la Tierra leyes armónicas han tomado parte activa en muchas guerras y han sido los primeros en encender las mechas de máquinas infernales para destruir ciudades, creyendo que el fuego era el gran purificador del Universo.

En una existencia, deseando reposar de tan terribles luchas, se revistieron con la envoltura de la mujer; pero atraídos aquellos espíritus por su pasada y belicosa historia, al encenderse la tea incendiaria de odios religiosos, que son los más horribles, los más feroces y al comenzar la conquista de tierras sagradas entre dos religiones, ellas se alistaron en una especie de orden semi-religiosa, parecida a la de vuestras hermanas de la Caridad, dedicada exclusivamente a la curación de los heridos y ayudar a bien morir a los moribundos.

La juventud en todos los parajes siente la influencia del amor y las cinco Esclavas de la Fe (que así se llamaba la orden a que pertenecían), revestidas con su hábito blanco y provistas de cajas que contenían bálsamos, hilas, vendajes y los instrumentos más indispensables para efectuar las primeras curas, en unión de otras compañeras y de algunos Siervos de la Fe, siguieron a uno de los ejércitos, deseando, como es natural, su completa victoria. Las cinco Esclavas de la Fe, unidas por estrecho parentesco y por sus votos sintieron casi a la vez una emoción desconocida, entre los guerreros que iban a conquistar unos cuantos palmos de tierra sagrada, había cinco jóvenes que unían a su valor temerario una arrogante y hermosa figura. Ellos y ellas se miraron, se admiraron los unos a los otros, pues si valor se necesitaba para morir matando, valor inmenso demostraban las débiles mujeres que dejaban un hogar suntuoso, una familia opulenta, todos los goces de la vida para consolar y alentar a los vencidos, para restañar la sangre de sus heridas, para cerrar piadosamente los ojos espantados de los muertos.

La juventud en todos los parajes levanta sus castillos de ilusiones y sobre todo los deberes y las exigencias sociales, el niño amor bate sus alas, acorta todas las distancias, enlaza todas las voluntades, y lo mismo entre flores que entre ruinas calcinadas, el hombre y la mujer pronuncian esas palabras benditas que resuenan desde la noche de los siglos en los ámbitos del Universo: ¡Yo te amo!… ¡Yo te amo!…¡Yo te amo! Dijeron las Esclavas de la fe a los elegidos de su corazón. ¡Yo te amo!… contestaron los guerreros momentos antes de saltar las murallas de la ciudad, en cuyas torres querían que ondeara su bandera  vencedora.

La destrucción extendió su manto de exterminio, los sitiados arrojaron sobre los sitiadores lluvia de fuego, las maldiciones, los anatemas y los lamentos se confundieron y tras de horrible lucha la muerte se enseñoreó del ejército vencido; las cinco Esclavas de la fe corrieron presurosas a buscar entre los cadáveres los cuerpos de aquellos hombres hermosos, arrogantes, que algunas horas antes les habían jurado amor eterno y al encontrarlos, los unos moribundos y los otros con los ojos desmesuradamente abiertos, como si miraran aterrados al más allá, las cinco esclavas lloraron un momento como lloran las mujeres enamoradas, pero su copioso llanto lo secó bien pronto el deseo de la venganza y, todas a una, hicieron lo que los sobrevivientes vencidos no pensaron hacer en aquellos críticos instantes de confusión y de espanto. Todas dijeron: ¡A volar la mina! Antes que enterrar a los muertos, que la ciudad incendiada sirva de antorcha funeraria que ilumine la fosa donde quedará enterrada nuestra felicidad. Y las cinco mujeres que habían ido al campo de batalla para curar a los heridos y rezar por el alma de los muertos, convertidas en incendiarias, prendieron fuego a una mina donde los sitiadores encerraban material inflamable para reducir a polvo la ciudad si no podían romper sus puertas ni abrir brecha en sus fuertes murallas.

El odio y la venganza corren con una velocidad inconcebible. Las Esclavas, convertidas en furias infernales, prendieron fuego a la mina, se sintió algo parecido al terremoto, las piedras ciclópeas saltaron de las murallas como si fuera hojas secas impelidas por el huracán, los edificios más suntuosos, los templos más gigantes cayeron desplomados instantáneamente, la tierra se abrió y en sus negros abismos cayeron las altas torres, las débiles mujeres, los tiernos niños, los inofensivos ancianos y los fieles guardadores de la ciudad santa. Las incendiarias encontraron la muerte en su crimen y la desesperación después, ante el cuadro aterrador de tantas, ¡De tantas víctimas!

Es verdad que el amor desesperado levantó su brazo para difundir la muerte: que vengaron en un arrebato de locura a los elegidos de su corazón; pero ¡Ay! Con la venganza, con el odio, con el extermino no se forman los cimientos del alcanzar de la dicha y esos espíritus tienen que ir sufriendo para irse purificando. Por eso el fuego consume su envoltura en sucesivas existencias, porque con el fuego han causado innumerables víctimas.

Por la violencia no se cubre de flores el árbol de la vida, en cambio, por el trabajo, por la paciencia, por la resignación, por la esperanza se abren surcos en la tierra endurecida, se arroja en ellos la semilla de las buenas obras y el florecimiento no se hace esperar.

Adiós.

Sin poderlo remediar algunas comunicaciones me hacen sentir miedo de mí misma, tiemblo ante mi pasado y me asusta mi porvenir. Gracias que esta impresión dolorosa desaparece ante el firme propósito que tengo de ser lo más buena que me sea posible, porque hay situaciones en la vida que los mejores propósitos se estrellan ante el imposible de la expiación; pero como se vive eternamente y una encarnación no es más que una hoja del libro de la vida, lo que no se puede escribir en la hoja del presente se escribe en la hoja del porvenir.

Por esta vez creo que poco bueno podré escribir en la hoja de mi existencia, pero mañana, ¡Oh! Mañana, ¡Quién sabe si mi nombre llenará  gloriosamente los fastos de la historia!.

Querer es poder, yo quiero (sin la menor duda), ser grande y como lo quiero, indudablemente lo seré!

 

Amalia Domingo Soler

La Luz del Camino