Señor, cada día que pasa, cada hora que transcurre, cada minuto que huye para perderse en la eternidad, me convence más de tu grandeza y tu misericordia, Señor, bendito, ¡bendito seas!

¡Cuanto quieres al hombre, y cuan mal hemos comprendido tu inmenso amor!

¡El tiempo, esa demostración eterna de tu sabiduría! ¡Esa prueba inmensa de tu poder! ¡Ésa descifración continua de los grandes problemas! ¿Cómo ha sido mirado en todas las edades?

¿Como? Con cierto temor supersticioso; y el tiempo ha sido simbolizado por un viejo escuálido devorando a sus hijos, destruyéndolo todo, agostando la belleza y la juventud del hombre, extinguiendo sus afectos, caducando sus leyes, derrumbando sus imperios; para el hombre el tiempo y la nada han sido sinónimos; y, sin embargo, la naturaleza ha demostrado siempre que el tiempo es la renovación suprema de la vida; y si se estudia la existencia del hombre, se ve que el tiempo es la redención de la humanidad; es, en una palabra, el único patrimonio del hombre.

Si todos los tesoros de un planeta los llegase a poseer un solo individuo, este no sería poderoso si no tuviera a su disposición tiempo de que disponer.

Yo que he estudiado profundamente en esos libros inéditos, en esos volúmenes palpitantes que se llaman hombres, he tenido ocasión de apreciar el valor de las horas, y por esto considero al tiempo como la apoteosis de Dios.

¡Cuántos seres culpables se han redimido con el transcurso de los años!

¡Cuántas almas rebeldes han entrado en los caminos del Señor!

Por esto yo creo que el hombre vive siempre, porque si no viviera ¡qué corto es el plazo de una existencia para el que cae y se quiere levantar!

¡Las campanas tocan a muerto !

Nubes plomizas cubren el horizonte, los pájaros asustados se refugian en las copas de los árboles y el viento mece su cuna de follaje, los perros aúllan lastimeramente, la tempestad se acerca, y con los recuerdos surgen en mi mente… el tiempo ha pasado… y sin embargo vive en mi memoria la tarde aquélla.

¿Por qué extraño misterio, manuscrito querido, no he trazado en tus amarillentas hojas las impresiones de un suceso que ha formado época en mi vida?

¿Por qué alguna vez, al tomar la pluma y al pensar en aquel desventurado, mi mano ha temblado y no he podido formar una sola letra? ¿Por qué he tenido miedo como si hubiera sido un criminal? ¿Por qué en mis oraciones al pronunciar su nombre la voz se ha ahogado en mi garganta, y he enmudecido temiendo que las paredes del templo repitieran mis palabras…?

Por la primera vez de mi vida he sido débil, y quiero vencer mi debilidad, quiero añadir una página al libro de mis confesiones, y de mis recuerdos; quiera que los hombres sepan la desgraciada historia de un espíritu rebelde cuyo nombre verdadero ni aun a ti, manuscrito querido, debo confiar; pero quiero dejar consignado el hecho para demostrar que el tiempo no es el dios Saturno devorando ansiosamente a sus hijos, sino que es el aliento de Dios, fecundando los universos del infinito.

Ya llueve, el agua golpea los verdosos vidrios de mi ventana y parece que esas gotas me dicen: «¿Te acuerdas?».

Sí, me acuerdo, sí.

Era una tarde de primavera, y la estación de las flores (como mujer caprichosa) se había envuelto en el manto del invierno. Llovía a torrentes; las nubes, cargadas de electricidad, dejaban caer sobre la tierra rayos de fuego; el huracán arrancaba de raíz los árboles centenarios que volaban por el espacio con la rapidez del pensamiento, las casas de la aldea temblaban como si tuvieran fiebre, sus techos, al hundirse, lanzaban un gemido, y el viento, como insaciable monstruo, las devoraba en su veloz carrera.

La iglesia estaba llena de fieles que rezaban acongojados pidiendo a Dios misericordia, y yo estaba en mi oratorio entregado a la más triste meditación, pidiendo al Eterno que si algún ser de aquella aldea debía morir en aquellos terribles momentos, que fuese yo el elegido, árbol seco que a nadie daba sombra, y dejase a otros ancianos que eran árboles frondosos a cuya sombra benéfica se cobijaban dos generaciones.

Pensaba en los marinos que luchaban con las embravecidas olas, contaba y recontaba y no podía sumar los gemidos de agonía que en aquellos críticos instantes debían exhalar centenares de familias arruinadas por la violencia de la tempestad, y lloraba, considerando tantos otros infortunios, tantas esperanzas perdidas…, tantas horas de ímprobo trabajo.

¡Pobres, pobres labradores! De pronto entró Miguel, mi viejo compañero que llevaba a Sultán cogido de una oreja, diciéndome muy azorado:
—¡Ay, señor! Sultán se ha vuelto loco sin remedio, yo no se lo que tiene este animal.

Ha entrado en la iglesia y ha comenzado a tirar a las mujeres de los vestidos, y a arañar los capotes de los hombres, corriendo de una parte a otra.
Ladrando desaforadamente, se ha tirado encima de mí, y por poco me derriba al suelo, y gracias que a duras penas lo he podido traer aquí.

Yo miré a Sultán, que venía chorreando agua y lodo, le cogí por la cabeza y examiné sus grandes ojos, y vi que los tenía llenos de lágrimas. El pobre animal, como si comprendiera la relación de Miguel, se estaba quieto, mirándome lastimeramente.

Yo, que quería a Sultán como a un amigo íntimo de mi vida, le acaricié diciendo:
—¿Por qué asustas a la gente? ¿Por qué impacientas a Miguel, que parte contigo su alimento? Vamos, pídele perdón.

Miguel se echó a reír y dio varios golpecitos en la cabeza de Sultán, el cual, al verse acariciado, tomó nuevos bríos y comenzó a gruñir, a lanzar fuertes aullidos, saltando sobre los dos; nos tiraba del hábito, escarbaba en el suelo con ademán impaciente, corría a la puerta, se ponía de pie, apoyándose contra la ventana, golpeaba los vidrios como si quisiera romperlos, volvía de nuevo hacia mí, me cogía por la manga, y me hacía andar a pesar mío; al ver este empeño inusitado le dije a Miguel:
—Lo que tiene Sultán es que ha visto a algún desgraciado, y nos dice que vayamos a salvarlo.

Al oír esto Sultán comenzó a ladrar de nuevo. Yo me puse mi capa y me calé la capucha, y Miguel me miró asombrado, diciéndome:
—Pero, señor, usted se ha vuelto loco. ¿Adonde va lloviendo de esa manera?
—Voy a donde mi deber me llama; que no hemos de ser los hombres menos generosos que los perros.

Miguel, por toda contestación, se fue a buscar su viejo capote, y se ofreció para que me apoyara en él. Salimos y seguimos a Sultán, que pronto se perdió entre las escabrosidades de un barranco; con mil apuros le seguimos, trepamos a una montaña; a la mitad de la subida Sultán se detuvo y miró un nuevo barranco, ladrando desaforadamente.

Nos detuvimos, y Miguel me dijo, después de escuchar algunos momentos:
—Creo que en el fondo hay alguien que se queja.

Mas el viento que silbaba entre aquellas hendiduras no nos dejaba oír nada; pero Sultán, para convencernos, miró el terreno, dio varios rodeos y comenzó a bajar, y nosotros le seguimos, guiados y sostenidos por algún ángel del Señor, pues de otro modo no se concibe que pudiéramos vencer tantas dificultades.

Llegamos a un rellano que formaban las piedras, y allí encontramos a un hombre que se quejaba angustiosamente. Entre Miguel y yo lo levantamos, y como si aquel pobre ser nos hubiera estado esperando, al sentirse sostenido por nosotros, dijo con voz ahogada:
—¡Gracias a Dios!

Y quedó sin sentido.

Después de una marcha penosísima llegamos a la iglesia, y tendimos a aquel infeliz en un banco de la sacristía, le prestamos los auxilios convenientes y pronto abrió los ojos mirando a todos lados.

Miró a los campesinos que le rodeaban y se incorporó con viveza, diciendo:
—¡Idos de aquí!

No sé si estoy muerto o si estoy vivo; pero quiero estar solo. ¿Me habéis oído? ¡Marchad!

Hice despejar la estancia, y me quedé solo con el viejo y Sultán, que, como si comprendiera que su trabajo estaba ya concluido, se tendió a reposar de su fatiga.

Yo me senté al lado del enfermo y le dije:
—Con la entereza que habláis se conoce que no estáis herido, gracias a Dios.
—No hay nadie en la tierra que pueda herir mi cuerpo, pero en cambio tengo herida el alma; ahora decidme: ¿estoy muerto o estoy vivo? Noto gran confusión en mis ideas.
—Estáis vivo, gracias a Dios.
—No deis muchas gracias, Padre, que sin duda alguna sería mejor que hubiese muerto. ¿Sabéis para lo que yo quiero la vida?
—¿Para qué la queréis?
—Para vengarme, para lavar con sangre la mancha de una ofensa.
—¡Buen modo de lavarla, cometiendo, sin duda, un asesinato!
—¿Qué queréis, padre? lo primero es lo primero, y las manchas de la honra sólo con sangre se lavan.

Yo contaré mi historia, que para eso he venido.

No creáis que fue la casualidad la que me llevó a aquel barranco.

Yo quise acortar el camino, y en mi carrera caí, y creed que allí he sufrido todos los tormentos del infierno. Pugnaba por trepar y me resbalaba, y mientras más quería adelantar, más terreno perdía. Las fuerzas me faltaban, mi cabeza no quería levantarse de su almohada de rocas y pensé que iba a morir sin confesión, cuando sólo por confesarme he venido aquí.

Hace mucho tiempo que os conozco y no quería irme del mundo sin confesarme con vos.

La carga de mis culpas es muy pesada, y sólo un hombre como vos puede ayudar a llevarla.

Dos únicos objetos tengo en mi vida: confesarme hoy y vengarme mañana.

—Pues ni os confesaréis hoy, ni os vengaréis mañana: estáis enfermo, vuestros ojos tienen el brillo de la calentura, vuestra mirada extraviada me dice que deliráis; ahora os dejaré mi lecho, descansaréis, reposaréis, y cuando hayáis recobrado la salud, seguiréis vuestro viaje.

Os advierto que no quiero recibir vuestra confesión, me horrorizan los secretos de los hombres; cuando entro en esta iglesia me da miedo, porque los ecos me repiten las quejas de la mujer adúltera, los lamentos de la madre infanticida, las imprecaciones de los asesinos, y no puedo guardar en mi mente más recuerdos de horror, porque temo volverme loco.

El enfermo paseó la mirada en derredor suyo, y dijo amargamente:
—Tenéis razón. ¡Cuántos secretos guardarán las paredes de esta iglesia! ¡Es bien triste la historia de la humanidad!
—Seguidme —le dije con afán—. Necesitáis descanso, estáis enfermo, creedme.
—Bien, os seguiré, pero mañana me escucharéis, si no de grado, por fuerza.

Le conduje a mi cuarto, le hice tomar alimento, le ayudé a desnudarse, y se acostó en mi lecho; a poco se durmió con un sueño agitado y yo entonces le contemplé detenidamente.

Era un hombre de unos cincuenta años, de arrogante figura y hasta dormido revelaba su semblante orgullosa altivez.

Me retiré a mi oratorio, y allí me entregué a pensar, y como el reo que está en capilla, temía que amaneciera y llegara la hora de mi suplicio; y me preguntaba: ¿Quién será este hombre, Señor? ¿Qué nuevos crímenes sabré mañana? ¿Qué nuevos enemigos me crearé?

Porque yo no transigiré nunca con la hipocresía, ni entregaré ningún criminal a la justicia porque sé que destruyo un cuerpo y entrego un espíritu a la turbación, y prefiero trabajar en su regeneración con todas las fuerzas de mi alma.

Yo quiero la corrección para el criminal, pero no quiero los tormentos horribles, los trabajos forzados; quiero hacerles pensar, y hacerles sentir; esto no lo encuentro en las leyes de la tierra, y por eso me resisto a entregarle nuevas víctimas; pero esto me ocasiona grandes responsabilidades, porque si bien hasta ahora cuantos seres culpables he arrebatado a los tribunales de este mundo se han regenerado, podría haber alguno que por mi tolerancia cometiera nuevos crímenes.

¡Ah, Señor! las fuerzas me faltan, ten misericordia de mi debilidad.

Yo, si escucho una confesión, si veo una existencia llena de horrores, me identifico con aquel pobre ser y sufro con sus remordimientos, y padezco con la agonía de sus víctimas y turban mi sueño sombras aterradoras y no sé lo que pasa por mí.

Las horas pasaron, el alba cubrió con su manto de púrpura el velado horizonte, los pájaros llamaron al Padre del día y éste les contestó enviándoles sus rayos luminosos, y el enfermo se incorporó en su lecho, diciéndome con acento satisfecho:
—¡Qué bien he dormido, padre! Me encuentro perfectamente, y lo que casi nunca me sucede, he soñado con mi madre y, ¡lo que son los sueños…!, la he visto como ella era…Saltó del lecho, y prosiguió diciendo:
—Preparémonos para salir, que no quiero que sus paredes guarden el eco de mi voz.

Vámonos al campo que, según decía mi madre, es el lugar donde el hombre está más cerca de Dios.

Yo miraba a mi interlocutor como el reo mira al verdugo; en la mirada de aquel hombre había una fiereza extraordinaria, pero no era un ser repulsivo, antes al contrario, interesaba la expresión de su rostro, su porte era distinguido, y se conocía que pertenecía a la más alta sociedad.

Le hice tomar algún alimento, que comió maquinalmente, y me dijo con acento seco:
—Padre, vámonos de aquí, que me persiguen muy de cerca.

Yo nunca he sido traidor, y no quiero premiar vuestra generosa hospitalidad con el trastorno de una prisión.

No sabéis aún a quién tenéis en vuestra casa.
—Y os dejaría marchar muy contento sin saberlo; recomendándoos únicamente que hicierais con los demás hombres lo que ayer en esta aldea hicimos con vos.

Por toda contestación salió del aposento, acarició al paso a Sultán, que marchó a su lado muy satisfecho, y salimos al campo sin pronunciar una palabra.

Al vernos fuera de la aldea, me miró y me dijo:
—Conozco estos sitios mejor que vos, y os llevaré a un paraje donde nadie podrá interrumpirnos.

Así fue: nos sentamos en una hondonada, y Sultán, como centinela de avanzada, se sentó a larga distancia de nosotros.

Yo pedí a Dios inspiración, y como siempre sentí en todo mí ser un fuerte sacudimiento, sentí sobre mi cráneo una mano de fuego, mis ideas adquirieron lucidez, y el viejo cura de la aldea se sintió fuerte y rejuvenecido.

Miré a mi compañero, que estaba sumido en honda meditación y le dije:
—Cúmplase el sacrificio, comenzad; pero sobre todo, decidme en absoluto la verdad.
—Los hombres de mi raza no mienten nunca. Miradme bien. ¿No calculáis quién soy? Mi nombre debe de haber llegado muchas veces a vuestros oídos.

Soy el gran duque Constantino de Hus.

Efectivamente, me era bastante conocido por su fatal nombradía, y por un instante sentí miedo, sentí horror, sentí un espanto inconcebible; pero fue una cosa instantánea, porque se apoderó de mi alma un deseo vehementísimo de saber la historia de aquel hombre, que para mí era un náufrago perdido en el océano embravecido de las pasiones, y del fondo del mar de los vicios me propuse sacarle a todo trance: entonces me sentí fuerte, animoso, dispuesto a convertir al mundo entero; me acerqué más a él, cogí una de sus manos, le miré fijamente y le dije:
—¡Habla! Te conozco y te compadezco hace mucho tiempo.
—¡Me compadecéis! —exclamó con asombro.
—Sí, te compadecía. ¡No te había de compadecer, si eres más pobre que el último mendigo de la creación!
—¡Pobre yo! —contestó con ironía—; sin duda ignoráis que en mis dominios nunca se pone el sol.
—No tiene que ocultarse el sol en el lugar donde nunca ha brillado; pero comienza tu relación.
El duque me miró, y comenzó diciendo:
—No conocí a mi padre, murió en una acción antes de nacer yo, y cuando se celebraban sus funerales, mi madre me dio a luz, y, según cuentan, me colocaron sobre el túmulo de mi padre y me aclamaron mis súbditos como el único jefe de mi ilustre familia.

No quedaba más varón que yo, pues todos habían perecido en la guerra.

Mi madre era una santa mujer, ahora lo conozco, y recuerdo que muchas veces me decía: «Quisiera, al morirme, llevarte conmigo, y que se perdiera tu nombre en las sombras del sepulcro».
—Tu pobre madre se conoce que veía muy claro tu fatal porvenir; prosigue.
—Cuando murió me alegré de su muerte, porque era el único ser que contrariaba mis deseos, y a los catorce años quedé libre de toda tutela, con derecho de vida y hacienda sobre mis vasallos.

No conocí a mis antojos valla, mi voluntad soberana se cumplió siempre y ¡ay del osado que no la hubiera cumplido!… Para tener un heredero de mi nombre me uní a una joven de estirpe real para perpetuar mi raza.

Por esto he utilizado siempre a las mujeres, aunque a ninguna he querido.

Sólo a mis hijas he mirado con respeto, porque al fin llevaban mi apellido.

Mi primera esposa dio a luz una niña, y me indigné de tal manera que desapareció rápidamente de la tierra, porque comprendió mi médico que yo quería que desapareciera.

Me casé por segunda vez, y me sucedió lo mismo, y me casé la tercera y se repitió la misma historia, y ese hijo nunca vino.
—¡Y cómo querías que viniera, desgraciado! ¡Para el árbol de la iniquidad no hay retoños en la naturaleza!
—Ya podéis decirlo. Padre. A treinta y seis jóvenes hijas de mis vasallos he obligado a que cedieran a mis deseos. La mayor parte fueron estériles, otras murieron de pena, algunas conservaron un recuerdo de mí, que se extinguió al nacer; porque ninguna de las hijas que he tenido de origen bastardo ha sobrevivido a su nacimiento, y he envidiado al último de mis pecheros, al verlo jugar con sus hijos; todos tenían un heredero de su nombre; sólo el mío estaba llamado a extinguirse.
—Porque es necesario que se extinga, porque eres hijo de una familia execrable, porque donde tú y los tuyos habéis llegado, no habéis dejado más que un rastro de sangre y lágrimas, por eso es preciso borrar tu nombre del libro de la historia, para que no se avergüencen los pueblos; pero prosigue, que aún no debes de haber concluido.

—Me queda algo que contaros todavía; tres hijas me quedaron de mis tres matrimonios, a las cuales si no las he querido mucho, las he respetado, y para que con sus debilidades o liviandades (porque todas las mujeres son lo mismo) no manchasen mi nombre, a dos de ellas las hice entrar en un convento, y la mayor se quedó a mi lado, para hacerme cometer un nuevo crimen.

Un hombre más poderoso que yo por su posición social, la sedujo, y después de seducirla, como él es casado, la abandonó, y conociendo que al enterarme yo de lo ocurrido me vengaría me alejó de su lado acusándome de ser el jefe de una sedición, y me despojó de la mayor parte de mis bienes.

Yo ya sabía mi deshonra.

Reuní a mis parciales y reté al ladrón que había osado llegar a mi hija, y le dije que viniera a mi residencia habitual para probarme que yo era un traidor, y le mandé mi guante que él recogió, y vino a mis Estados, porque a tales llamamientos no hay hombre que se niegue, pero vino con fuerzas más poderosas, muy superiores en número a las huestes que defendían mis territorios.

Comprendí que sería pronto dueño de mi castillo, y le mandé un heraldo con un pliego en el cual le decía que yo mismo le tiraría las llaves de la fortaleza a la puerta de su tienda, y no tardé en cumplir mi palabra.

Él puso su tienda a orillas del río, y yo subí a la torre más alta de mi castillo, acompañado de mi hija, próxima a dar a luz el fruto de su deshonra y la mía, y con un brazo fuerte la levanté en el aire y la lancé al espacio.

Su cuerpo se perdió entre las ondas del río mientras yo grité tres veces: «¡Ahí tienes las llaves de la fortaleza de Hus!» Sin pérdida de tiempo, seguido del más bravo de mis capitanes, huí por un camino subterráneo, mientras que mis soldados defendían, palmo a palmo, la morada de su señor.

¿Y sabéis por qué huí? Porque quería que aquel hombre sintiera el mismo dolor que sentí yo, quería que mi venganza se cumpliera ojo por ojo y diente por diente; quería que una de sus hijas fuese deshonrada como lo fue la mía, y conseguí mi intento, y se lo hice saber, y le reté a un combate a solas en las cercanías de esta aldea, pero él temió mi brazo, y no vino, pero vinieron en mi seguimiento emisarios suyos, que he sabido burlar con destreza.

El que no quiere morir como un noble, morirá como mueren los cobardes y los traidores, heridos por la espalda; voy en su busca, le mataré, y después vendré aquí y concluiré de una vez con la vida que me abruma, y entonces, Padre, vos seréis el único que rogará por mí, y no le negaréis tierra sagrada al cadáver del suicida.

Se habla mucho de vos, y por esto he venido, porque necesito al morir alguien que me prepare para ese viaje que no sé dónde acaba; dicen que hay un infierno, y si le hay de seguro que yo iré a él, y si he de ser maldecido en la tierra, quiero recibir mi excomunión de un hombre verdaderamente grande, como cuentan las gentes que sois vos.

Yo estaba absorto; miraba a aquel hombre y veía pasar ante mí pálidas sombras en forma de mujeres jóvenes y bellas. Las unas extendían su diestra amenazando la cabeza del noble, otras lloraban y le enviaban un ósculo de paz, y yo maravillado, atónito, subyugado, comprendí que estaba rodeado de seres espirituales.

Una sombra enlutada se acercó al duque.

Lloraba con el mayor desconsuelo, y reclinaba su frente en la cabeza del pecador.

Ésta es el alma de su pobre madre, pensé entre mí; sólo una madre puede perdonar la iniquidad del hombre.

La sombra respondió a mi pensamiento porque redobló sus caricias, y estrechó mis manos con ademán suplicante.

Yo entonces sentí lo que nunca había sentido, pensé en mi madre a quien nunca había visto, y mi corazón sollozó dentro de mi pecho, y casi envidié la suerte de aquel desgraciado, porque aún era amado de su madre.

El duque me miraba y extrañando sin duda mi silencio me dijo con impaciencia:
—Y bien. Padre, ¿Qué decís?

Al oírle volví a la vida real y sólo quedé viendo a su madre que se apoyaba en el hombro de Hus.
—¿Te acuerdas alguna vez de tu madre?
—Sí, muchas veces; ¿por qué me lo preguntáis?
—¿Mientras ahora me mirabas pensabas en ella?
—Sí; hace algunos días que no me deja su recuerdo.

Como pienso dejar este mundo, no es extraño que recuerde a la que me trajo a él.

¡Pobre mujer! Casi razón tenía.

Si no había de dejar un heredero de mi ilustre nombre, hubiera sido mejor el haberme ido con ella; pero en fin, lo hecho, hecho está ; ahora sólo espero de vos dos cosas.
—¿Cuáles son?
—Vuestra excomunión, porque vuestra bendición es imposible, y la formal promesa de que me enterraréis en tierra santa y pondréis en mi huesa una Cruz.
—Lo último concedido, desde luego; y de paso te advierto que para mí, toda la tierra es sagrada, porque toda ella recibe el reflejo divino de la mirada de Dios; y en cuanto a tu primera petición, no puedo acceder a ella porque no hay en la tierra ningún hombre que tenga suficiente poder para bendecir a otro en nombre de Dios, ni para lanzarle el anatema cumpliendo una orden del Eterno.
—¿Pues entonces, para qué sirven los sacerdotes?
—Sirven, si son buenos, para consolar y para instruir a la humanidad, para iniciar al hombre en el progreso eterno de la vida, para conducirle por el camino más corto a la tierra prometida.

Día llegará que no serán necesarios los sacerdotes, porque cada hombre cumplirá con su deber, y éste es el verdadero sacerdocio; pero mientras no llega ese hermoso día, cierto número de hombres, dedicados al estudio y a prácticas piadosas, serán un freno para los pueblos, y a veces un motivo de escándalo; que en nuestra mal organizada sociedad se tocan casi siempre los extremos.

—Y si no queréis ni absolverme ni excomulgarme, ¿Qué me diréis entonces? ¿Qué os parece mi vida?
—¿Qué quieres que me parezca, desdichado? ¡Un tejido de iniquidades! ¡Una serie de crímenes horribles!

Pero no todos son hijos de ti, muchos de ellos han obedecido a los vicios de esta época; dentro de algunos siglos no habrá criminales como tú.

Los nobles no tendrán tan fatal poderío, los siervos serán rescatados por el progreso, las mujeres reconocerán sus deberes y reclamarán sus derechos, y no serán como son hoy, el pobre juguete del libertinaje del hombre.

Viniste a la tierra en muy mal tiempo; desgraciado, y tu espíritu dispuesto a cometer toda clase de desaciertos, y todos los atropellos inconcebibles han satisfecho tus inicuos deseos porque cuanto te ha rodeado cooperó a tu perdición.
—¿Y qué hay después de esto, Padre?
—¿Qué ha de haber? El progreso eterno, porque la razón natural lo dicta.

Tú y yo hemos nacido en la misma época, si bien de distinta clase, pero no es la raza sacerdotal a menos privilegiada, y bien sabes que muchos son los sacerdotes que cometen abusos. ¿Por qué naciste tú inclinado al mal, y yo al bien? ¿Por qué tú morirás maldecido de todos sin que nadie derrame una lágrima en tu sepultura, y yo seré enterrado por un pueblo entero que llorará mi memoria? ¿Por qué tú te has entregado al torbellino de las pasiones, y yo he sabido contener las mías? ¿Por qué este privilegio para mí, si tú y yo vinimos al mundo en las mismas condiciones?

Si los dos nacimos de mujer, ¿por qué para ti todos los incentivos del placer y del poderío (que no son otra cosa que elementos de perdición), para mí toda la cordura, toda la reflexión y todos los medios para seguir por el verdadero camino? ¿Por qué si no tenemos otra vida tú has de ser tan desventurado y yo he de ser dichoso? ¿Cabe en Dios semejante justicia? No; no puede caber, y nuestra vida debe continuar, porque si no continuara, yo negaría a Dios, y Dios es innegable, porque la Creación demuestra su existencia.

“Me dices ¿Qué hay después de esto? Hay la vida eterna y el progreso indefinido del espíritu.

Tú no puedes dejar de ser la execración universal, mientras yo, hermano tuyo, hijo de un mismo, padre, porque los dos somos hijos de Dios, sucumbiré rodeado de los niños de mi aldea, y muchos hombres honrados llorarán mi memoria.”

“Tú tienes que engrandecer tu espíritu, porque el mal no es eterno en la Creación.”

“Dios crea y no destruye; de consiguiente, el espíritu tiene que armonizar con lo creado, porque como ser pensante, como entidad inteligente, es el complemento de la divina obra.”

“Tú vivirás, tú pagarás una a una todas las deudas que has contraído, y llegará un día que serás dueño de ti mismo; hoy has sido esclavo de tus pasiones, mañana… serán ellas tus esclavas, y las dominarás a tu antojo como yo he dominado las mías.»

—¿Qué viviré, decís? ¿Qué viviré… ? ¿Conservaré la memoria de mi existencia? ¡de esta vida que tanto me abruma…! Escucharé siempre esas voces lejanas que me dicen de continuo…
«¡Maldito! ¡Maldito!»
—No, no las escucharás, Dios es misericordioso con los arrepentidos: y si tú quieres, desde hoy mismo, puedes empezar tu nueva vida.

Renuncia a ese nombre que tantos crímenes te ha hecho cometer, y que te ha dado tan odiosa celebridad; deja que se extinga el nombre de tu raza, renace de nuevo, y si ayer fuiste el azote de la humanidad, mañana tal vez algunos pobres agradecidos siembren flores en tu tumba.

—¿Queréis que entre en un claustro?
—No, quiero que trabajes, que seas útil a los desgraciados: que el trabajo es la oración de la Naturaleza.
—Pero hablando con vos, me olvidaba que tengo que hacer algo todavía.
—Nada tienes ya que hacer, yo no tengo poder ni para perdonarte, ni para escarnecerte; pero sí lo tengo para impedirte el cometer un doble crimen.

Piensa en mañana, el alma de tu madre te ha conducido aquí para tu regeneración, demos principio a ella. ¿Te quedan algunos bienes?
—Sí, sí, algo me queda.
—Pues bien, hoy mismo te irás de aquí, y del mejor modo posible realizarás tu fortuna, harás correr la voz (que con dinero todo se consigue) que has muerto a manos de unos forajidos que se llevaron hasta tu cadáver, y las guerras y turbulencias actuales favorecen nuestro plan; desfigurarás tu rostro con un tinte cobrizo que yo te daré, vendrás aquí donde hay fértiles campos que sólo esperan buenos labradores para producir ciento por uno, y ocuparás en las faenas agrícolas a muchos de mis pobres Campesinos, que sólo desean trabajar.

Tú también trabajarás la tierra, que bueno es que la riegue con su sudor el que tantas veces la ha regado con lágrimas y sangre de sus víctimas.

Confío en tu palabra, que volverás; y si no vuelves, no seré yo el perjudicado, que lo serás tú.

Si matas a ese hombre y te suicidas después, tu espíritu sufrirá horrorosamente y sentirás todas las agonías que tú has hecho sentir a las pobres jóvenes que han sucumbido de vergüenza y de dolor.

Si vuelves, prepararás tu alma para una muerte mucho más tranquila.

Eres libre en la elección.

El duque se levantó y me dijo:
—Volveré; porque si he de vivir siempre, ya estoy harto de sufrir.

Y embozándose en su capa se fue a paso ligero, y la sombra de su madre desapareció con él.

Cuando me quedé solo, lloré con ese llanto del alma que, como lluvia bendita, fertiliza nuestro sentimiento.

Vi en lontananza nuevas persecuciones para mí porque era un reo de la alta nobleza que arrebataba a la justicia del Estado; pero ¿Qué me importaba si evitaba dos crímenes y hacía pensar en su curación a un pobre loco de nacimiento?

Pasaron muchos días, algunos meses, cuando una tarde un aldeano me trajo un pliego.

Era una carta del duque, en la cual me anunciaba su próxima llegada y me advertía que, siguiendo mi consejo, había dejado de pertenecer a la raza blanca.

Un mes después llegó el de Hus a pedirme hospitalidad acompañado de su siervo más fiel, que como su dueño, parecía un etíope.

El duque no parecía el mismo.

Con sus cabellos tonsurados, sus manos ennegrecidas, su aire vulgar, su continente humilde, había muerto, efectivamente, el último vástago de la casa de Hus.

Cuando me vio se arrojó en mis brazos y me dijo al oído:
—Os confieso que más de una vez he titubeado en venir, pero al fin habéis vencido, única voluntad que ha dominado la mía.
—Demos gracias a Dios, maese Juan; si te parece, llevarás este nombre.
—Convenido; ahora todos los nombres me son iguales; decidme cuanto debo hacer.
—Ya te indiqué mi plan, sígueme si te place, pero yo no te he llamado a mi lado para que vivas oprimido, sino para salvarte de un doble crimen, para labrar la tierra, y tal vez halles los surcos en el cielo.

Cuatro años después, en una hermosa tarde de primavera, vinieron algunos campesinos a decirme, muy desolados, que maese Juan se moría; me fui con ellos y me dirigí a la Abadía de Santa Isabel, convertida en granja modelo.

El trabajo había embellecido aquel vetusto y arruinado edificio, donde multitud de familias habían encontrado medios de subsistencia.

Una completa revolución reinaba en la granja. Los hombres hablaban con misterio, las mujeres algunas lloraban y retenían a sus hijos para que no hicieran ruido y respetasen el reposo de maese Juan.

Cuando entré en el cuarto del enfermo, éste se despertó y cogiéndome una mano me dijo con voz solemne:
—Padre; va a cumplirse vuestra profecía: voy a morir, pero seré llorado; veo el trastorno de esas buenas gentes, algunos gemidos llegan hasta mí… ¡qué ¡que hermoso es ser amado! En mi mesa encontraréis mi testamento.

Mis colonos son mis herederos. ¿Por qué no os habré conocido en el momento de nacer, padre Germán? ¡Qué bueno es ser bueno, Padre mío!

Y reclinando su cabeza en mis brazos, expiró.

Se cumplió mi profecía; en hombros de los campesinos fue llevado el último duque de Hus a su humilde sepultura, y seres agradecidos la cubrieron de flores.

Unas cuantas familias bendicen su memoria, y un espíritu extraviado habrá comenzado a conocer sus errores.

Escondí a un reo, arrebaté a la justicia humana un criminal, porque no le quise despojar de su legítimo patrimonio, de esa riqueza inapreciable que se llama ¡TIEMPO!

¡Perdóname, Señor!

Me acusan que quebranto las leyes de la tierra, pero creo firmemente que no violo las tuyas…

Amalia Domingo Soler

Memorias del Padre German