
Pocas veces en la Tierra el Espíritu se encuentra satisfecho; la vida de los terrenales es una lucha penosa, penosísima, las leyes naturales de este planeta ofrecen a nuestros cuerpos innumerables dolores desde el instante de nacer; nuestro organismo, a pesar de ser perfecto para seguir su crecimiento, su virilidad y el uso completo de todas sus facultades: ¡Cuanto hay que sufrir antes de poder andar, de hablar, y de poderse alimentar sin necesidad de nadie!.
La decantada felicidad de los niños si bien se considera no existe porque ¡Cuantas veces sufren los pequeñuelos sin poder decir esto me duele! Nos dirán que la mirada de la madre es suficiente para conocer la causa del sufrimiento de su hijo, y en esto hay mucha más poesía que realidad; es más seguro y más positivo poder decir aquí tengo el dolor, que no gemir sin ser posible explicar porqué se sufre.
Tras los dolores físicos del niño viene el lento desarrollo de su inteligencia que le proporciona innumerables contrariedades, comenzando por el estudio de las lecciones, poniendo en prensa su memoria para retener en su mente nombres de ríos, de montañas, de mares y naciones, viene después el estudio de una carrera con sus repetidos exámenes, ora el aprendizaje de un oficio que tanto cuesta; y comenzando en la cuna y acabando en la fosa, ¿Qué es la vida del hombre?… una serie no interrumpida de ansiedades y desvelos que concluyen casi siempre con amargos desengaños, pérdidas dolorosisimas de seres queridos por ausencia interminable o muertes más o menos prematuras. ¿Y esto es vivir? ¿Esto es gozar de una existencia que nos ha dado esa causa suprema que llamamos Dios?
¡Ah! No; si la vida del hombre no tuviera más desarrollo que el que tiene en la Tierra, tendría que maldecir el momento de nacer; porque hasta los seres más dichosos no se eximen de sufrir las penalidades de la infancia, los delirantes deseos de la juventud, el cansancio de la edad madura y las dolencias de la ancianidad. Los raudales del oro le dan al hombre muchas comodidades que llegan a convertirse en placeres, pero la riqueza no puede detener el curso de los años, estos, lo mismo dejan sus copos de nieve en la enmarañada cabellera de la infeliz mendiga que en los rizos perfumados de la dama aristocrática.
Se sufre en todas las esferas de la vida, y no hay un solo goce en la Tierra que no lleve por inseparable compañero el dolor.
Este convencimiento dolorosísimo nos ha hecho decir muchas veces: ¿No habrá otros mundos donde los seres tengan un organismo menos grosero que para su desarrollo y multiplicación no sufra las violentísimas sacudidas que agitan los cuerpos de los terrenales? especialmente el de las pobres mujeres, que alcanzan el título divino de madre sufriendo una serie no interrumpida de dolores, que le ha hecho decir al Cervantes de nuestro siglo, el eminente Pérez Galdos, que los hijos eran para las mujeres una enfermedad de nueve meses y una convalecencia de toda la vida; ¡Magnífico pensamiento! En él está condensada la historia de la mujer.
Habrá en nuestro organismo toda la perfección que se quiera en relación con nuestra atmósfera, con nuestro suelo, con nuestros medios de vida, pero siempre hemos soñado con algo más delicado, más espiritual, más hermoso en fin.
Cuando en las leyendas religiosas o en las fábulas del paganismo hemos encontrado esas creaciones hermosísimas de ángeles y dioses, dueños del Universo con sus alas espléndidas y su poder maravilloso, hemos dicho siempre con la más íntima convicción.Éstos son bocetos mal delineados, la realidad debe superar a los delirios de la imaginación, deben existir otras humanidades muy superiores a la nuestra, debe haber otros mundos cuyo movimiento de rotación constante no le dé a sus moradores los bruscos cambios atmosféricos que sufre nuestra tierra; esto hemos pensado desde que aprendimos a compadecer a la especie humana, la certidumbre de otra vida mejor nos hacía soñar despiertos, hasta que en un Centro espiritista escuchamos la voz de los espíritus y vimos escribir a hombres ignorantes pensamientos mas profundos que los que se le atribuyen a Sócrates, Platón, Solón, Jenafonte, Séneca y tantos y tantos filósofos que han legado a las generaciones sucesivos códigos de moral que encierran la felicidad de los pueblos.
Como el explorador que después de sufrir grandes fatigas encuentra la cordillera de montañas que él vio en su mente, estudiando un mapa, adivinando que tras lo conocido quedaba lo ignorado, lo reservado a la investigación del hombre, y al ver la realidad de sus sueños siente una satisfacción inmensa; sensación parecida experimentamos cuando en el Centro Espirita escuchamos la voz de los espíritus, ¡Qué hermosa, que consoladora se presentó ante nosotros la verdad innegable del Espiritismo! Las penas, las angustias, las agonías prolongadas de los terrenales no eran el epílogo de su existencia, ésta continuaba más allá de la tumba; el criminal de hoy podría ser el redentor del mañana; el mártir de la miseria podría aspirar a vivir más tarde en la abundancia; la madre desolada por la muerte de su primer hijo, lo encontraba algún tiempo después sirviéndole de consejero y de guía para seguir resignada su escabroso camino; el ciego de hoy podría ser el gran astrónomo del porvenir; la continuación de la vida, indudablemente es la apoteosis de Dios.
Desde que encontramos la gran verdad del Espiritismo consideramos los centros espiritistas como lugares de reposo, como casas de salud para las almas enfermas. Nos dirán que del mismo modo piensan los adeptos de las religiones respecto a sus templos, y a éstos contestaremos que hay mil mundos de por medio entre un centro espiritista y un templo católico; en el primero nadie vive a expensas del Espiritismo, no hay en él ni alto ni bajo clero, ni sacristanes, ni acólitos, ni monaguillos, ni cepillo de ánimas, ni Cristos que suden sangre, ni vírgenes que lloren amargamente, ni la muerte del Dios hombre, ni santos milagrosos, ni misas aplicadas al descanso de un rico pecador, ni sermones pagados a buen precio, ni bautismos, ni casamientos, ni entierros de primera clase que son los filones inagotables de la gran mina de la iglesia católica, ni humillantes confesionarios donde pierde la mujer la virginidad de su alma; en un Centro espiritista no se conoce el modus vivendi; su presidente no tiene retribución alguna, los médiums dan gratuitamente lo que gratuitamente reciben; la explotación es completamente desconocida en un buen Centro espiritista, en cambio, ¿Qué es un templo católico? Una casa de contratación, allí no se enciende una lámpara ni se reza un padre nuestro sin que antes no se estipule el precio de la luz y el de la plegaria, para orar por los muertos se hace de muy distintas maneras, desde la pobre misa rezada celebrada ante un altar polvoriento en escondida y húmeda capilla, hasta el fastuoso funeral adornando el templo como salón de espectáculos con ricas colgaduras y negras alfombras.
No hay la menor semejanza entre un Centro espiritista y un templo católico, y cuando los pesimistas dicen con tono profético que el Espiritismo será una religión como las demás, con su gran pontífice y sus sacerdotes, puesto que ya comenzamos por levantar templo: no os alarméis; los espiritistas, como todos los hombres que se asocian en la Tierra, para celebrar sus reuniones necesitan de un local apropiado, y aunque para celebrar sesiones con los espíritus no es necesario verificarlas en el centro, porque lo mismo se pueden recibir comunicaciones a la orilla del mar, que en el fondo de un barranco, a la sombra de un árbol, que en un promontorio escueto de graníticas rocas, en un palacio imperial o en la humilde choza de un campesino, como no es costumbre reunirse un gran número de individuos en medio de una plaza pública para tratar cuestiones altamente filosóficas, claro está que los espiritistas se reúnen en un local para celebrar sus reuniones, como los hombres ilustrados en el Ateneo; como los estudiantes en los institutos y universidades; como los académicos en la academia a que pertenecen, porque el grado de civilización a que hemos llegado no nos permite seguir los usos de las tribus nómadas que llevaban consigo sus tiendas para levantarlas donde lo creían más conveniente.
El hombre de hoy vive de muy distinta manera de como vivía en la noche de los siglos que pasaron; y los espiritistas no han de diferenciarse de los demás terrenales, se asocian y se reúnen en un local destinado al efecto, más o menos espacioso según los ocios con que cuente la agrupación. ¡Dichoso tú que has podido levantar esos muros!
Para estudiar el Espiritismo no acuden los felices ¿Para qué? La vida en la Tierra, aunque llena de contrariedades para algunos seres es hasta agradable; para los desventurados, los que están condenados por sí mismos en expiación de sus culpas pasadas a conocer los horrores del hambre, a sentir el delirio de la sed, careciendo de lo más indispensable, de lo mas necesario, éstos indudablemente piden justicia y sólo la encuentran en el Espiritismo racional, sólo la voz de los espíritus consigue convencerlos.
Ellos nos hablan de que sólo con la caridad y el amor hacia los demás seres, trabajando en bien de nuestros semejantes; con ese ardor y ese deseo de enjugar las lágrimas de innumerables desgraciados que transitan por este planeta con todos sus sufrimientos; si así lo hacemos y despertamos nuestros fraternales sentimientos, daremos lugar a que nuestro Espíritu se fortalezca y progrese; dando lugar al término de sufrimientos y penalidades físicas y espirituales de nuestros hermanos, practicando todo el bien que nos sea posible y esté a nuestro alcance; entonces sentiremos en nosotros esa paz interior que el amor fraternal produce y que destruye toda la escoria que en nosotros pudiese existir, si practicamos la verdadera caridad.
Amalia Domingo Soler
La Luz del Porvenir