Veinticinco años cumplo hoy, ¡qué joven soy!; es decir, mi cuerpo es joven, pero mi alma, mi yo, mi ser deben de contar centenares de siglos; porque yo veo muy lejos en el horizonte de la vida, y he vivido muy poco, porque el tiempo que llevo de residencia en este mundo me ha tenido prisionero.

¿Qué he visto yo? Un gran sepulcro, porque un convento es una sepultura.

Hombres negros me han rodeado mudos como el terror, sombríos como el remordimiento, y estos hombres de nieve me han iniciado en una religión de hielo, y yo siento en mí todo el fuego del amor sagrado.

Me entregaron varios libros y me dijeron: «Lee, pero lee como leen los niños: no mires más que la letra.

¡Ay de ti si te penetras del espíritu!» Y yo leí, leí con afán, y comprendí que aquellos libros no eran mas que el abecé de la religión, y pedí, imploré, supliqué a mis superiores que me dejasen leer cuantos volúmenes ellos guardaban.

Me miraron de hito en hito y me dijeron con sequedad:
—Mucho quieres avanzar, mucho quieres subir; ten cuidado de caer.

Leí, estudié, analicé, y al poco tiempo los monjes me dijeron:
—Hemos conocido que nos puedes ser útil en medio del mundo y has de dejar esta casa.

Talento tienes, adquiere audacia y dentro de un breve plazo haremos que te sientes en la silla de San Pedro; advierte que la tiara pesa mucho, pero tú tienes cabeza para sostenerla.

Ya lo sabes: no te perteneces, eres un instrumento de la Orden.

¡Ay de ti si te olvidas de quién eres!

Nada les contesté; lo que yo quería en aquellos momentos era salir de mi encierro, y salí acompañado de mi joven y fiel compañero, de mi Sultán, cuya inteligencia de asombra.

Valiosas cartas de recomendación me sirvieron de salvoconducto para entrar en los viejos archivos, donde hallé libros antiquísimos que mis ojos han devorado con vertiginosa rapidez, y durante un año no hice otra cosa que leer, leer de noche y de día, y meditar al pie de las montañas en la hora del crepúsculo vespertino.

¿Dónde está Dios? he preguntado a las estrellas, y ellas me contestaron: ¿Estás ciego? ¿no ves el reflejo de su mirada en nuestro fulgor? Donde la luz irradia allí está Dios.

¿Dónde está el Omnipotente? pregunté a las aves; y ellas piando amorosísimamente me dijeron: ¡Aquí, aquí está Dios!

¿Dónde hallaré al Ser Supremo? pregunté a las nubes; y una menuda lluvia me contestó: En nosotras, que con nuestro rocío fecundizamos la tierra.

¿Dónde podré sentir el hálito del Creador? pregunté a las flores; y éstas me dijeron:
En nuestro perfume, pues nuestra fragancia es el aliento de Dios. ¡Qué hermosa es la naturaleza!

¿No es verdad que cuando la primavera sonríe el corazón se dilata y la imaginación sueña en amor? Yo también sueño, yo también amo, ¡soy tan joven…! Y después que pronunciaba estas palabras, enmudecía, inclinaba mis ojos y los fijaba en mis negros hábitos que, cual fatal barrera, me separaban de los goces íntimos de la vida.

Hoy tengo que resolverme, mis votos ya están pronunciados, soy un sacerdote.

¿Y qué es el sacerdote? Es el hombre dedicado y consagrado para hacer, celebrar y ofrecer los sacrificios a Dios, el ungido, el ordenado, el sabio en los misterios, el hombre ejemplar que, cual espejo custodio, ha de atraer a su centro los rayos luminosos de todas las virtudes.

¿Qué me han enseñado las religiones? Dos grandes principios, dos verdades eternas: No hay más que un Dios, como no hay más que un culto: hacer el bien por el bien mismo.

Aunque tarde, conozco que la religión a que me he afiliado mortifica el cuerpo sin elevar el alma, porque pide el absurdo, el imposible, el truncamiento de las leyes naturales; pide un sacrificio superior a las débiles fuerzas del hombre, pide aislamiento, completa soledad, o sea el anonadamiento del ser. ¡Qué horror!

El hombre digno, el hombre libre, debiera protestar.

Yo protestaría, pero… me asusta la lucha, y comprendo perfectamente que yo no he venido a la tierra para defender exclusivamente mis derechos; más bien creo que he venido para reclamar los derechos de los otros.

Me miro a mí mismo y no veo en mí un hombre como los demás, no encuentro en mí esas condiciones de vida; mi espíritu, como si estuviera desprendido del cuerpo, mira a éste con una especie de compasión, contempla con tristeza los placeres de la tierra, y dice, mirando a su organismo: Eso… no es para mí; yo no he venido a gozar, yo no he nacido para vivir; mi trabajo, mi deber es otro, que por algo indudablemente nací en el misterio, crecí en la sombra, y sin conciencia de mí mismo me consagré al servicio de Dios.

Nada sucede por casualidad, ya que mi espíritu, libre como el pensamiento, amante de la luz como las mariposas, amoroso como las tórtolas, vino a este globo sin familia.

En el seno de la comunidad, que no tiene la menor idea de la libertad individual, yo debo demostrar que el hombre en todas las esferas de la vida puede y debe ser libre, tan libre que nada le domine, comenzando por sus pasiones.

Hay malos sacerdotes porque son víctima de sus deseos carnales y de sus ambiciones, y el hombre debe ser superior a todos sus vicios, que para eso Dios le ha dotado de inteligencia.

La religión a que pertenezco, sublime en su teoría y pequeña y absurda en su práctica, necesita dignos representantes, verdaderos sacerdotes, y éstos… desgraciadamente, escasean, porque no se les puede pedir a los hombres imposibles.

No todos los espíritus vienen a la tierra dispuestos a progresar, la mayor parte vienen a vivir, o sea a pasar el tiempo; no tienen prisa en adelantar porque la indiferencia es el estado habitual del espíritu mientras no ha sufrido mucho.

Pero cuando el hombre cae y se hiere y vuelve a caer y se hace más honda su herida, cuando todo su ser es una llaga cancerosa, entonces no se viene a la tierra por pasatiempo.

Se viene a trabajar, a instruir, a luchar, no precisamente con los hombres, sino con uno mismo; y yo comprendo que vengo para luchar conmigo.

Yo sé que el espíritu vive siempre, no en los cielos, ni en los infiernos de las religiones positivas; debe vivir en los innumerables mundos que yo contemplo en la noche silenciosa, cuyos destellos luminosos me dicen que en esas apartadas regiones el raudal de la vida tiene su fuente.

¡Qué grande es la Creación! Es una gota de agua, y en un planeta, hay seres que se agitan, que viven y se aman.

Yo ahora quiero luchar con mis imperfecciones para vivir mañana.

¿Viví ayer? Sí, y debí vivir muy mal; por esto hoy escogí una madre sin amor, una familia sin sentimiento, una religión absurda que se lo niega al hombre todo, que no le deja más que dos caminos: o la apostasía o el sacrificio, o caer en todos los vicios, o vivir en el aislamiento; el sacerdote de mi religión viene a este mundo a buscar dos coronas: la una es de flores, la otra es de espinas; se ciñe la primera todo aquel que satisface sus deseos, todos aquellos que consideran las religiones como medios útiles para vivir, y emplean su talento y su audacia en imponerse a los demás revistiéndose de púrpura y armiño, y viven, pero sólo viven aquí.

En la tierra quedan los honores, sus bienes, sus afectos impuros, todo queda aquí, y para la eterna vida del espíritu no han conseguido el adquirir nada, no han hecho más que perder algunos años en la molicie y en la hipocresía; y yo soy más avaro que todo eso, yo quiero al salir de la tierra llevarme algo, yo me ceñiré la corona de espinas, y las gotas de sangre que broten de mis heridas serán el bautismo sagrado que regenera mi ser.

Yo pedí ser sacerdote, y es justo que cumpla con mi sacerdocio; pero… miro mi porvenir y siento frío en el alma, mucho frío. ¡Qué solo voy a vivir, Dios eterno!

¡Yo no tengo madre, yo no tengo hermanos, yo no tendré esposa, yo no tendré hijos!… ¡hijos!… ¡Cuánto hubiera amado a mis hijos! ¡Yo hubiera velado por su sueño! ¡yo hubiera jugado con ellos! ¡yo me hubiera mirado en sus ojos! ¡yo hubiera escalado el cielo si ellos me hubiesen pedido una estrella!

¡Una mujer! Vivir al lado de una mujer amada será vivir en un paraíso.

Yo algunas veces sueño con una mujer que nunca he visto. ¡Qué hermosa es! Blanca como la nieve, tiene los ojos negros como mi porvenir, y está triste, muy triste. ¡Y es tan hermosa! ¡qué bien viviría yo al lado de ella! pero… es imposible.

El sacerdote de la religión o que yo pertenezco tiene que vivir solo, es una rama seca en el vergel de la vida.

El voto que el hombre hace debe cumplirlo, y yo cumpliré el mío, yo viviré para los demás; el verdadero sacerdocio es cumplir cada cual con su deber.

¡Señor, Señor! dame fuerzas para cumplir fielmente los grandes deberes que me impuse.

¡Dame el ardor de la caridad, el delirio de la compasión, la fiebre del amor universal!
Yo te prometo. Señor, que no amaré nada para mí mismo; no me reservare ni un átomo de felicidad, que no le exigiré a ningún ser que me ame, para no convertirlo en ingrato.

Yo para vivir quiero dar la luz como la da el sol; yo quiero dar el perfume del sentimiento como las flores dan su aroma; yo quiero fecundar algunos corazones con el rocío de mis lágrimas.

Te pido, Señor; pero tú le das al que te pide, tú respondes al que te llama, tú eres Dios, tú eres la fuente de la eterna vida y vida te pido yo.

¡Qué solo estoy! Mis superiores se han encolerizado contra mí, ¿y todo por qué?
Porque les escribí clara y sencillamente diciéndoles que estaba decidido a progresar, y para dar principio a mi regeneración cumpliría en todo y por todo con el verdadero sacerdocio; que yo amaría a los pequeñitos, que yo serviría de báculo a los ancianos, que yo consolaría a los afligidos y aconsejaría a los atribulados, que no quería nada para mí, ni haría ningún esfuerzo para el engrandecimiento de la Orden; que quería ser un sacerdote de Cristo, pobre y humilde, pues a las ricas vestiduras la polilla se las come, y las virtudes son como el áloe en cuyo tronco no anidan los insectos roedores.

Dicen que tiemble, que me prepare a sufrir todo el rigor de sus iras. ¡Insensatos!
Yo no temblaré jamás, yo sabré sufrir porque sé esperar.

¿Qué es para mí una existencia cuando sé que es mía la eternidad?

Ya sé que se me preparan grandes luchas, y he dado comienzo a ellas, principiando por sufrir los horrores de la miseria.

Mis superiores me sitian por hambre, ¡qué mal me conocen! Me han enviado un emisario para tentarme, un hombre opulento.

Uno de los grandes magnates de la tierra me pidió poco menos que de rodillas que fuera el preceptor de sus hijos y el confesor de su esposa, y me obligó a que aceptara su espléndida hospitalidad, diciéndome que tendría una familia.

Yo me senté a su mesa quince días, pero a sus ricos manjares no les hallé sabor alguno. Una mujer joven, pálida y triste se sentaba junto a mí, y cariñosamente me preguntaba: Padre Germán, ¿Qué queréis, qué dulce, qué fruta os agrada más?, y con ese prestigio que tiene la religión, cuatro niños sumisos me decían: Pedid, Padre, pedid; y un hombre sin doble vista, dócil instrumento de su confesor, me repetía: Lo dicho. Padre, a vos os encargo la dirección de mi familia; y yo le dije un día:
—Hacéis muy mal; el hombre que está en su cabal juicio no debe abdicar sus derechos en hombre alguno.
—Es que vos sois un sacerdote —me dijo él—; y a los ungidos del Señor pertenece la dirección espiritual de la familia.
— ¿Y para qué estáis vos en el mundo? —repliqué yo—, ¿Acaso no es bastante un padre para guiar a sus hijos y un marido para aconsejar a su mujer? ¿Qué confesor puede tener la mujer mejor que su esposo? ¿Quién comprenderá a los niños mejor que su padre?
¿Qué pensáis que es un sacerdote? Es un hombre como los demás, y creedme: no le asociéis a vuestra familia, que el sacerdote es una rama seca, que si la injertáis en un árbol sano absorberá su savia.

La mujer pálida me miró fijamente, después miró a su esposo y su frente se enrojeció.

Y continué diciendo:—Seré maestro de vuestros hijos, pero sin vivir en esta casa; mi permanencia en vuestra morada como jefe de la familia no me conviene; no quiero la jefatura, porque no quiero afectos que no me pertenecen; como simple preceptor de vuestros hijos mi estancia aquí se parece mucho a la servidumbre: y yo no he venido al mundo para servir a los ricos, sino para servir a los pobres.

Dejadme libre como las palomas del cielo, dejadme que corra por la tierra buscando a los infortunados, que para ellos pedí yo a Dios ser sacerdote.

—Sois un desgraciado—me dijo el magnate con acento furibundo.
—Soy un hombre que no quiere goces que le están vedados; aquí viviría exclusivamente para mí, y el verdadero sacerdote debe vivir para los demás.

Aquella misma noche abandoné el palacio, y al cruzar una de sus galerías la mujer pálida salió a mi encuentro llorando silenciosamente, y me dijo:
—Padre Germán, no os vayáis sin oír mi confesión.
—Confesaos con vuestro esposo, señora.
—Él no me entiende.
—Decidle entonces vuestras cuitas a vuestros hijos.
— ¡Pobres ángeles! ¡son tan pequeños!
—Pues contádselas a Dios, señora; y creedme, amad a Dios sobre todas las cosas, y rendidle culto cumpliendo fielmente vuestros deberes como madre y como esposa.

La pobre joven ahogó un gemido, y me dio lástima, porque es un alma muy enferma: la infeliz vive sola, su esposo ni la comprende ni la quiere, y he huido de ella porque sé que tiene sed de amor y de felicidad, y los que tienen hambre de cariño no es conveniente que estén en relación y en contacto con los que están sedientos y hambrientos de ternura.

Cuando me encontré en la calle, seguido de mi fiel Sultán, respiré libremente, me vi en mi centro, en el seno de la pobreza, mejor dicho, de la miseria, pues mi protector, en venganza de mi rebelión (como él decía), me dijo:
—Bueno, os iréis, pero sin llevaros dinero alguno: los rebeldes no son dignos del pan de cada día.
—Muchos son los seres que no tienen más patrimonio que la Providencia, y ésta, tenedlo entendido, no desampara a ninguno de sus hijos.

Salí gozoso de un lugar donde me tendían triples lazos; y tranquilo y sereno me dirigí al campo para hablar con Dios. La luna me acompañaba. Me recliné en un ribazo y me abismé en mis pensamientos.

Largo rato estuve meditando, y como mi conciencia me decía «has hecho bien», un sueño benéfico cerró mis párpados, y cuando me desperté, la pálida luz del alba teñía el horizonte de color de rosa y antes de coordinar mis ideas, me pareció oír gemidos ahogados.

Me levanté, y al notar que un grupo de amigos y aldeanos escuchaban atentamente los gritos que una mujer lanzaba en una choza, me precipité adentro y vi el cuadro desgarrador:
una mujer joven, harapienta, con el sello de la muerte en su rostro, estaba en un penoso alumbramiento.

Una anciana estaba sentada a sus pies.

Cogí una mano de la enferma entre las mías, y la mendiga, al verme, quedó asombrada.

Yo la miré con profunda pena, porque recordé a mi madre, que nunca había visto, y pensé: ¡quién sabe si yo también entré en el mundo bajo tan tristes auspicios…!

Un grito hirió mis oídos, un niño lloró lamentando sin duda haber nacido; la anciana lo envolvió entre sus harapos, la madre me miró con esa mirada profunda de los moribundos, en la cual se lee toda una historia; después de algunos momentos articuló trabajosamente esta palabra: «¡Padre!»
—Padre seré para tu hijo—le dije—. Muere tranquila, pues el verdadero sacerdote es el padre de los desgraciados. ¿Cómo te llamas?
—Magdalena.
—Llevas el nombre de una pecadora; que tu arrepentimiento sea sincero como el de la mujer que adoró a Jesús.
Cogiendo al niño, lo puse contra mi pecho, y el semblante de la moribunda se iluminó con una sonrisa divina.
— ¿Crees en Dios?—le pregunté.
—Él os envía —me contestó.

Y envolviéndome con una amorosísima mirada, alargó su diestra hacia su hijo, como si quisiera bendecidle, y expiró.

La última mirada de aquella mujer no la olvidaré jamás.

Salí de la choza y las mujeres me rodearon, tomándome el niño, pues todas querían criarle.

Yo me fijé en un hombre joven que nada decía, pero por cuyas tostadas mejillas resbalaban las lágrimas silenciosamente.
— ¿Tienes familia? —le pregunté.
—Sí, señor, tengo a mi esposa y a dos hijos.
— ¿Quieres por ahora tener un hijo más, que yo, pasada su lactancia, recogeré?
— ¡Bendito seáis, señor! Ésos eran mis deseos; mi mujer haciendo el bien es dichosa.

—Y dos horas más tarde dejé al recién nacido en los brazos de su nueva familia.

Cuando vi que aquel inocente estaba amparado, que seres cariñosos se disputaban el acariciarle, sentí una emoción agradabilísima, me encontré tan feliz, a pesar de no poseer ni dos sueldos, que dije en mi mente:
¡Gracias, Señor! La vida del sacerdote no es triste mientras puede practicar la caridad.

¡Cómo pasa el tiempo! ¡Ya tengo treinta anos! ¡Cuántas peripecias en cinco inviernos! ¡De cuántas calamidades he sido víctima, y cuántos dolores he sufrido en la expiación!; pero mis penas se calman cuando contemplo a mi pequeño Andrés. ¡Pobre niño!

Cuando le hablo de su madre, llora, y Sultán, cuando le ve llorar, le distrae con sus caricias.

¡Qué bien se entienden los niños y los perros!

Hoy me encuentro muy conmovido. El magnate que quería confiarme la educación de sus hijos murió, dejándome tutor y curador de sus hijos, encargándome principalmente de que velara por su joven esposa; y como el mejor modo de velar los hombres por las mujeres es no tratarlas, por eso nunca he hablado a solas con ella, mucho más sabiendo que a ella debía el haber vuelto a mi patria; ella habló al rey, puso en juego grandes relaciones, y consiguió que su mismo esposo respondiera con su persona a mi lealtad.

A tantos favores yo debía corresponder alejándome cuanto me era posible de ella, no permitiendo nunca que nos viéramos a solas, sino siempre acompañados de sus hijos.

¡Pobre alma! ¡qué sola ha vivido! Ayer me llamó, y como el corazón nunca engaña, no me cuidé de que nuestra conferencia tuviera algún testigo, que al condenado a muerte se le concede todo lo que desea en el último día de su existencia.

Por eso le concedí a aquella mártir hablar a solas conmigo.

Cuando me vio se sonrió tristemente y me dijo con voz débil:
—Padre Germán, me voy.
—Ya lo sé.
—Me voy sin haber vivido…
—Estáis en un error; vive todo aquel que cumple con su deber y vos lo habéis cumplido como madre y como esposa.
—No, Padre, no; guardo un secreto y es necesario que os lo diga.
—Hablad, os escucho.
—Yo he amado a un hombre más que a mi vida, y le amo todavía… y ese hombre… no es el padre de mis hijos.
— ¿Y ese amor ha sido correspondido?
—No, ha estado encerrado en mi pecho como la perla en la concha.
—Mejor para vos; el amor que no traspasa los límites del silencio, como es un sacrificio, purifica al espíritu.
— ¿Y creéis que no he sido culpable?
—Culpable es todo aquel que busca fuera de su hogar el bello ideal de su alma.
— ¿Entonces Dios no me perdonará?
— ¿Dejaréis vos de perdonar a vuestros hijos?
—Gracias, Padre Germán.

—Y la enferma me miró con una de esas miradas que encierran todo un poema de amor.
—Si comprendéis que os vais —le dije yo gravemente—, ¿Qué encargos tenéis que hacerme?
—Que seáis un padre para mis hijos. ¡Pobrecitos! ¡qué solos se queda…! ¡Y también quisiera… que!…

—Y su frente pálida se coloreó; cerró los ojos y exhaló un gemido.
— ¿Qué queréis? ¡Hablad! Ya no pertenecéis a este mundo. Vuestro espíritu se desenlaza de su envoltura, su expiación felizmente está cumplida.
—Quisiera—dijo la enferma— que le dijerais a ese hombre ¡cuánto… cuánto le he amado, para que por gratitud siquiera ruegue por mí! Acercaos, os diré su nombre al oído.

La miré fijamente, con una de esas miradas que son una verdadera revelación, y le dije con acento compasivo:
—No es necesario que lo pronunciéis, pues hace seis años que lo vi escrito en vuestros ojos; por eso abandoné vuestro palacio, por eso me alejé de vos, para que al menos si pecabais de pensamiento, que no pecarais en obra; pero como el cumplimiento de mi deber no me obliga a ser ingrato, he agradecido tu cariño, y me alegro que dejes tu envoltura porque así dejarás de padecer.

Ámame en espíritu, ayúdame con tu amor a soportar las miserias y las pruebas de la vida.

Y ahora, adiós, hasta luego; voy a llamar a tus hijos, porque tus últimas miradas deben ser exclusivamente para ellos.

La moribunda se incorporó con una fuerza ficticia, me alargó su mano helada, que por un segundo descansó entre las mías; llamé a sus hijos, y media hora después cuatro huérfanos me abrazaban llorando… y yo también lloré, ya que también quedaba huérfano como ellos.

Ahora vengo del cementerio, y tengo deseos de llorar, de llorar mucho, pues me ha impresionado mucho la vista de su cadáver.

En aquella cabeza inerte, ayer bullían las ideas, ayer había un pensamiento, y ese pensamiento estaba fijo en mí.

No es ella la mujer de mis sueños. La mujer de mis sueños, a quien no he hallado todavía, es una niña pálida cuya frente está coronada de rizos negros; pero el alma agradece el afecto que inspira a otro ser, y siempre he agradecido profundamente el amor de este espíritu.

Porque lo agradecía, huí de su lado, que no existen seducciones ante el cumplimiento sagrado de un deber.

¡Inspírame, Señor! Dame fuerza de voluntad para seguir por la senda de la virtud.

En las tentaciones de la vida no quiero caer, no quiero ceder al influjo de ninguna pasión, no quiero ser un instrumento de la caridad.

Hay muchos falsos sacerdotes, hay muchos ministros de Dios que profanan su credo religioso, y yo no quiero profanarlo, quiero practicar dignamente mi verdadero sacerdocio.

Amalia Domingo Soler

Memorias del Padre German