Un lecho de flores

I

Hace algún tiempo, que estando una noche en el café del siglo XIX, vi pasar ante mí, a un hombre alto, de mediana edad, de frente espaciosa, con el cabello medio recortado, iba sin sombrero, y aunque su traje estaba en buen estado, se notaba en él que llevaba cierto desaliño, cierto descuido, cierto abandono, la camisa ajada, el chaleco sin abrochar, miraba al frente y hasta me pareció extraño su modo de andar algo inseguro.

¿Quién será ese, has reparado? Pregunté a la buena amiga que me acompañaba.

Es un ingeniero, contestó el esposo de aquélla, pobrecillo, ¡Está loco!… no hace daño a nadie, y se pasa la vida de café en café, su familia es muy rica, y ella atiende a sus gastos. En todas partes le verás, ahora habrá ido por un panecillo, que le gusta mucho hacer miguitas (y que se las come con el mayor deleite.)

Efectivamente, volvió a pasar el pobre loco muy entretenido con su panecillo, del cual iba sacando la miga con sumo cuidado en pequeñas partículas. Muchos al verle se reían, y a mí por el contrario me dieron ganas de llorar; se sentó muy cerca de nuestra mesa y pude verle como se entretenía comiendo pan muy despacito. En su misma mesa había dos caballeros leyendo, él los miraba con cierta curiosidad hasta que al fin apoyó los codos sobre la mesa, se oprimió la frente con las manos y se quedó inmóvil ¡Qué pensaría!…

¡Pobrecito! Exclamé con amargura: ¡Qué lástima! Un ingeniero, un hombre de estudios, una persona distinguida, ¡De qué modo va por el mundo! A medio vestir, mal peinado, mal arreglado, en una parte deja la capa, en la otra el sombrero, ¡Qué triste fin de existencia!... y en esa cabeza han germinado ideas! Las ciencias le brindaron sus inestimables tesoros, ¡Quién sabe cual habrá sido el motivo de su locura! ¡Infeliz!… Y todo el rato que estuve en el café, estuve sufriendo pensando en aquel desventurado, joven aún, de buena figura, instruido, distinguido, con bienes de fortuna, y sin embargo para él todo estaba de más, porque estaba condenado a ser el hazme reír de todos aquellos que no tienen corazón, a estar siempre solo entregado a su inocente entretenimiento de comer miguitas de pan.

Cuando llegué a mi casa me siguió persistente el recuerdo de aquel infortunado y hasta en sueños le vi, y al despertarme no sólo le vi a él en mi imaginación sino que vi una sombra detrás de él, aquella sombra de la cual no pude ver más que el conjunto, era una figura negra en un fondo claro, se acercaba a mí con afán, accionaba, me pareció escuchar una voz, y yo me confundía en mil conjeturas preguntándome a mí misma como veía la sombra tan cerca y llegaba a mi la voz tan débil, tan lejana, que necesitaba prestar toda mi atención para oír alguna que otra frase sin sentido, sin hilación, puesto que sólo oí lo siguiente: está loco -incesto -¡Maldición!- vengue a mí... antiguos enemigos– siempre solo, solo.. ¡Madre!- escribe- no me- instrucción – escribe – y otras muchas palabras incoherentes.

Es cierto que me levanté con gran dolor de cabeza, y que seguí escuchando algo ininteligible. Tuve ocasión de preguntar al Espíritu del Padre Germán, si efectivamente era un ser de ultratumba que quería contarme sus penas, o era alucinación de mis sentidos, y el Padre Germán me contestó:

No, no es alucinación, es en realidad un Espíritu que desea contarte una mínima parte de su accidentada historia, pero le costará mucho trabajo conseguirlo. Cuando llegue la ocasión oportuna escribe lo que él te inspire, que todo ser desgraciado merece profunda consideración”.

Han pasado muchos días, muchos, sin poder complacer al Espíritu cuya sombra vi; he tenido que hacer diversos trabajos, pero he comprendido que él no se ha separado de mí, al llegar la noche escuchaba como un rumor lejano, como suspiros ahogados y sollozos comprimidos, mil y mil ideas se amontonaban en mi mente, hasta que al fin, como todo plazo se cumple, hoy puedo consagrar mi tiempo a un Espíritu que según me dice en su última encarnación se llamó Darío Enriquez.

II

“Todo llega mujer, tienes razón, y cree que deseaba ardientemente comunicarme contigo, porque hace algunos siglos que éramos dos buenos amigos que en más de una ocasión expusimos la vida el uno por el otro; y al encontrarte la noche que te impresionastes tristemente contemplando a un loco, en mi obscuro camino vi un rayo de luz: tu compasión, tu pena ante el dolor ajeno fue ráfaga luminosa que iluminó mi pensamiento, encontraba un amigo, un compañero de otro tiempo y lo encontraba engrandecido por el sentimiento.

Yo iba con el pobre loco, sorprendí tu mirada compasiva, leí en tu pensamiento y se despertó en él el vivísimo deseo de contarte los trágicos episodios de mi última existencia.

Mi historia es muy complicada, me he creado bastantes enemigos, si bien he comenzado como tú la difícil y penosísima tarea de ir borrando rivalidades y antagonismos, enlazándome con aquellos que más me han ofendido, o a quienes yo he perjudicado con palabras y con hechos.

Familias formadas por antiguos enemigos, hacen ensayos de afectos, que muchas veces, en ensayo se queda y hasta en algo peor, puesto que el odio renace y hace sentir sus horribles estragos, esto mismo me sucedió últimamente, y eso que sólo entre mi padre y yo existía antigua amistad, pues no me encontré con valor para luchar con más de un enemigo, con uno me bastaba, los demás individuos de mi familia me eran del todo desconocidos”.

“Escogí por madre a una mujer muy buena, era un ser dulce, tranquilo, pero apocado, pusilánime, que se unió con un hombre que la escogió por esposa no por amor, sino por egoísmo.

Mi padre, muy joven se casó enamoradísimo, perdió a su amadísima compañera, cuando ésta le entregó para recuerdo una niña encantadora.

Mi padre se quedó desconsoladísimo, no sabía a quien confiar su pequeña hija, pues él era solo, no tenía familia ninguna, y no quería separarse de su tesoro. Le hablaron de mi madre que reunía todas las virtudes, y acto seguido se celebró la boda, sin más ilusión por parte de mi padre, que tener una segunda madre para su adorada Lucila”.

“Dos años vivieron tranquilamente, mi madre cumplió admirablemente su sagrada misión, prestándole a la niña cuantas atenciones, cuidados y desvelos reclama un ser en los primeros años de su vida, más de improviso llegué yo a turbar aquel reposo, mi entrada en ese mundo no alegró a nadie, porque mi padre, estaba tan celoso de su Lucila, que no quería que mi madre tuviese hijos, para que no compartiera su cariño con ningún otro ser, y fueran para su hija todos sus afanes.

Mi madre, débil y tímida por naturaleza, al ver que su esposo no estaba contento de su nuevo estado luchó con encontrados y dolorosos pensamientos; como toda mujer deseaba estrechar un hijo en sus brazos, más viendo que su esposo antes de verme ya anunciaba que no me quería en su hogar, mi madre no diré que deseó mi muerte pero tembló ante las luchas domésticas, y al darme sus primeros besos, me bautizó con su copioso llanto ¡Pobre madre mía!”.

“Mi padre ordenó que me entregasen a una nodriza e inmediatamente me sacaron de mi casa, así es, que mis primeras sonrisas, mis primeras palabras, mis primeros pasos y las primeras demostraciones de mi inteligencia, pasaron completamente desapercibidas; mi nodriza era una mujer buena, pero ruda, que no me escatimó el alimento, pero sí las caricias, porque ella no sabía hacerlas”.

“Contaba yo tres años, cuando mi madre consiguió, que me llevasen a su lado, tuve la suerte que mi hermana Lucila, me recibió con los brazos abiertos, yo era para ella un muñeco de carne y hueso que la divertía, y que ella manejaba a su antojo, porque como niña mimada era despótica y voluntariosa en grado máximo.

Mi padre, al ver que su ídolo me acogió con infantil alegría, toleró mi presencia, y mi madre, cuando él no la veía, me cubría de besos, me estrechaba contra su corazón y me decía, que sobre todo fuera un esclavo de Lucila, pues ella comprendía perfectamente que mi padre sentía por mi una aversión inexplicable, y toleraba mi presencia sólo por complacer a su hija”.

“Estuve en mi hogar hasta cumplir diez años, mi padre no pudo resistir más, y me llevaron a un convento del cual era prior un hermano de mi madre, único ser que en ese mundo me quiso con toda su alma, que en verdad, te digo que nadie está desheredado, porque el ser más odioso, y más repulsivo tiene alguien que le ame y cuando los seres racionales se niegan a quererle, le quiere algún irracional.

Mi madre me quería, pero era un ser tan débil, tan apocado, tan sin energía, que todo le causaba espanto, le inspiraba mi padre un temor extraordinario, y otro tanto le sucedía con Lucila, que era la dueña absoluta de todo y su voluntad era la que imperaba desde su más tierna infancia.

Mi padre quería que yo fuese fraile, mi madre por complacerle también, pero mi protector, mi ángel bueno fray Lázaro luchó valerosamente y seguí la carrera de las armas, que era mi ardiente deseo, pues no era la humildad ni la mansedumbre los distintivos de mi carácter, agriado también por la aversión (entonces injustificada) de mi padre, por el despotismo de mi hermana, y la pasividad de mi madre que nunca se atrevió a defenderme ni a reclamar mis legítimos derechos.

Yo en cambio la quería mucho, la veía tan débil, tan sumisa, tan esclavizada, que le decía muchas veces cuando niño. Yo seré un gran capitán, y entonces vivirás conmigo y serás la dueña y señora de mi palacio, que aquí eres una triste sierva.

Mi madre me tapaba la boca temblando que me oyeran; así es, que cuando su hermano se hizo cargo de mí, ella vio el cielo abierto y respiró con desahogo, porque yo era su pesadilla con mi carácter indómito, herido en lo más vivo por el odio paternal”.

“Al vestir el honroso uniforme del ejército español me creí feliz, tuve ocasiones propicias de hacer alarde de mi arrojo y de mi bravura, y en poco tiempo, cuando aún era un imberbe adolescente me hicieron capitán y cubrieron mi pecho con gloriosas cruces, ¡Se comenzaba a realizar mi sueño!”

“Aquellos años fueron los más dichosos de mi vida, joven, muy joven, rico, muy rico, admirado de mis compañeros, querido de cuantos me rodeaban, protegido por fray Lázaro (que era el confesor del Rey) olvidé las amarguras de mi hogar y a cuantos había en él, es decir, menos a mi madre, que me escribía muy de tarde en tarde, diciéndome que no me apurara por ella, que vivía tranquilamente; pero a pesar de tales afirmaciones, notaba en alguna de sus cartas profunda tristeza y gran desaliento, tanto es así, que había pensado más de una vez en pedir licencia y presentarme en mi casa de improviso a ver que sucedía, pero siempre se me presentaban inconvenientes y pasaban los meses y aún los años sin realizar mi viaje”.

“Yo, bueno es advertirlo, era un verdadero español; pendenciero, impresionable, camorrista, y tan celoso de mi honor y del ilustre apellido que llevaba que ¡Ay! Del menguado que pusiera en duda la hidalguía de mi familia y la nobleza, de nuestro origen”.

“Una noche, (nunca lo olvidaré) llegó un capitán para unirse a las fuerzas acantonadas en un pueblecillo cercano a la corte que al día siguiente habían de tomar parte en un simulacro, yo fui uno de los oficiales que salió a recibir al capitán don Álvaro de Moncada, vernos y simpatizar fue todo uno, y a la madrugada sabíamos la vida y milagros el uno del otro, nos hicimos mutuas confidencias de aventuras amorosas, nos confiamos nuestras esperanzas y nuestros desengaños, y al hablar de estos últimos, me dijo Álvaro con entonación trágica: Para desengaños el que yo he recibido, ¡Ah! ¡Qué horror! ¡Quién lo creyera! Conocí en un Santuario a la mujer más hermosa de este mundo, todo en ella es admirable, verla y amarla todo fue uno, le declaré mi súbita pasión y ella me escuchó sonriendo, sin darme esperanza ni marcados desaires, seguí sus huellas, supe donde vivía, rondé su palacio, pasé noches al pié de sus ventanas; le envié flores, cartas, poesías, todo cuanto se emplea en las manifestaciones del amor, le ofrecí mi nombre, mi adoración, mi idolatría, mi culto, cuanto puede dar un hombre enamorado y enloquecido y ella a todo dio la callada por respuesta, la veía salir acompañada de su padre siempre en coche, y sin saber porqué, la presencia de aquel hombre me hacía daño, porque notaba en sus ojos algo que me lastimaba que me hacía sentir una sensación dolorosísima”.

“Confié mis penas a un compañero, y este me dijo sonriendo con desprecio: Mala elección has tenido, porque esa mujer tan hermosa es un ser abyecto, miserable, es incestuosa del modo más repugnante y más despreciable, es la concubina de su padre, todo el mundo sabe que es su manceba.

Al oír aquella revelación me quedé helado: ¡Qué desencanto tan horrible!… y sin embargo, me avergüenza confesarlo, abandoné aquella población con inmensa pena, porque adoraba… mejor dicho adoro como un loco a Lucila Enriquez”.

“¿Qué habéis dicho? Grité horrorizado, repetid el nombre de esa mujer, ¿Decís que se llama?

“Lucila Enriquez”

¡Santo Dios!… ¡Mi hermana!…

“Álvaro (que ignoraba mi nombre) se quedó aterrado y se arrojó en mis brazos llorando como un niño, y le estreché fuertemente contra mi corazón diciéndole: Mientras tú lloras como un chiquillo, yo lavaré mi afrenta como un hombre. Y loco desesperado, sin escuchar razones, sin atender a nadie, sin detenerme a dar cuenta a mis superiores de mi marcha, monté a caballo y no corrí, volé hasta llegar a la casa de mis mayores”.

“En alas del deseo hice mi largo viaje, sin tomar apenas alimento, y el que tomaba era con el propósito de tener firme el brazo para herir mejor; pensaba en el martirio de mi pobre madre, entonces veía claro lo que me decía en sus cartas, recordaba las sonrisas de alguno de mis compañeros, veía la deshonra de mi nombre, y me parecían siglos los segundos para lavar con sangre tanta afrenta”.

“Al fin llegué a mi casa, penetré en ella con la rapidez del rayo, me dirigí al espacioso comedor porque era la hora de la cena, vi a mi madre postrada en un sillón, mi padre y mi hermana sentados a la mesa comían alegremente, los miré y leí en sus semblantes su degradación, su bajeza; nada les dije, pero con mano firme, primero a mi padre y luego a ella les clavé mi daga en el corazón cayendo después de rodillas ante mi madre diciéndole.

¡Pobre mártir!… tu hijo te ha vengado”.

“Mi madre quiso gritar pero no pudo, ¡Había muerto de espanto!”

“¿Qué pasó entonces?… Yo declaré que estaba satisfecho de mí mismo que había matado a dos seres que deshonraban el nobilísimo apellido de los Enriquez, que había vengado a mi madre y que prefería mil veces la muerte a vivir deshonrado, declaré noblemente la verdad, pero el hermano de mi madre fray Lázaro, que como he dicho antes, era hombre muy influyente, y tenía una fortuna de príncipes, trabajó en mi favor cuanto pudo y pasé por loco, me encerraron en un monasterio que servía de hospital para los dementes, y de allí me sacó fray Lázaro a los pocos días de haber entrado, llevándome a una de sus casas de campo, donde tuve la desgracia de ver morir a mi bienhechor al poco tiempo de habitar los dos en aquel apacible retiro.

Al quedarme completamente solo, entonces sí que realmente mis facultades mentales tuvieron una violenta sacudida, motivada también porque el Espíritu de mi padre me atormentaba cuanto podía, me propuse viajar, pero tuve que hacer alto en uno de mis castillos porque mi cuerpo se negaba a sufrir las molestias del viaje, donde me encontraba mejor era en la cumbre de las montañas, y justamente aquella fortaleza estaba construida en una eminencia tan rodeada de precipicios que allí estaba yo en mi centro y senté mis reales rodeado de algunos servidores.

Daba paseos interminables, y siempre que me encontraban los aldeanos, hacían la señal de la cruz, se alejaban de mí con recelo y se decían los unos a los otros: ¡Mató a su padre!.. pero…¡Está loco!”.

“Entraba en la iglesia del pueblo y todos me abrían paso diciendo por lo bajo: que viene el loco”.

“¡Si vieras qué triste es escuchar esa palabra!… porque al oírla recordaba el horrible episodio, y decía con profunda amargura.

¡Imbéciles! No estaba loco, vengué a mi madre que fue una mártir, y maté a dos miserables que deshonraban su nombre y no eran dignos de estar en la Tierra; y en esta lucha de amargos recuerdos una noche, desde lo alto de una montaña resbalé empujado por el odio de mi padre y caí en un abismo del que nadie pensó en extraer mis restos, por ser completamente imposible descender hasta el fondo; y hasta después de muerto la oración fúnebre que pronunciaron a mi memoria fue esta: No podía morir de otra manera ¡Estaba loco!…

“Mi Espíritu que quedó mucho tiempo en la turbación, vagaba en torno del precipicio donde dejé mi organismo, ora acudía al templo donde mis parientes elevaban sus preces por el alma del pobre loco; y siempre oía las mismas frases ¡Está loco!..”

“El mismo Espíritu que tanto me protegió en la Tierra el hermano de mi madre, fue el que logró hacerme conocer mi verdadero estado, entonces supe el porqué mi padre me había odiado y me odiaba todavía, su odio era justificado, (dada la inferioridad de nuestros espíritus).

“Habíamos sido implacables rivales en amor, en religión, en política, en raza, en todo, el ensayo de reconciliación, no había dado fruto porque no podía darlo; el odio alimentado durante muchos siglos, no podía borrarse en breves segundos.

Los espíritus que por nosotros velaban hicieron cuanto les fue posible por alejarnos el uno del otro para evitar el choque y el rompimiento de hostilidades, pero llegó el momento inevitable y yo una vez más destruí el organismo de uno de mis encarnizados enemigos”.

“¡Qué historias tan tristes guarda la Tierra!… cuantos que pasan por locos comenten crímenes dominados no por la perturbación, sino muchas veces por el punzante recuerdo de ofensas pasadas, algo que no tiene nombre apropiado, pero que hace hervir nuestra sangre y levanta nuestro brazo para herir sin piedad, ¡Qué horror!…

“La Tierra está habitada por ciegos, los que castigan no saben el porqué, de muchos atropellos. Los que llamáis criminales son a veces espíritus de dolorosa historia que llegan a la más completa desesperación, porque…. ¡Están tan hartos de sufrir!…”

No juzguéis, no lancéis sobre los que parecen culpables vuestro desprecio o vuestra maldición, porque no conocéis su ayer, y no sabéis si un Espíritu se ha ido haciendo fuerte entre breñas y zarzas espinosas, o entre perfumes y amorosas caricias:

No juzguéis porque no os conocéis”.

“Adiós mujer, agradecido quedo a tu compasiva condescendencia; ¡Cuánto me ha alegrado encontrarte!… y más aún en la disposición de ánimo que estás, porque compadeces profundamente a los pobres locos”.

Confío poder comunicarme contigo, te inspiran compasión los seres que a la generalidad les causan risa: (¡Sarcasmo horrible!) Yo que pasé por loco sé lo que se padece, y lo que se sufre al verse convertido en blanco de burlas y sátiras despiadadas.

compadecistes a un pobre loco, y aunque ningún lazo de amistad nos uniera, yo lo haría ahora; porque quiero ser tu amigo y contarte muchas historias para que tú las escribas y repitas en tus escritos: estas palabras.

Cuando encontréis a un loco, no os riáis, vuestra risa aumenta su desventura y… ¡Sufren tantos los que pasan por locos!…. Adiós, tu antiguo amigo.

Darío Enriquez.

III

Yo me congratulo de haber encontrado a un antiguo amigo, y aun cuando no lo fuera, desde hoy lo sería; porque un desgraciado que tiene en el libro de su historia páginas tan tristes y tan dolorosas, necesita ser querido y compadecido.

Los que sufren son mis mejores amigos, y siempre me prestaré con buen deseo a transmitir sus comunicaciones, si con ellas puedo ser útil y dar alguna enseñanza a los muchos que sufren en la Tierra, y tienen hambre de justicia y sed de inmenso amor.

 

Amalia Domingo Soler

La Luz del Camino