
I
Leer los periódicos asusta y entristece el ánimo, viendo tanta miseria moral, tanta ruindad y mala fe «arriba», «abajo» y en todas partes.
Uno de estos últimos días leí tantas atrocidades, que dejé caer los periódicos con desaliento, murmurando: «¡Y aun dicen que el hombre es el rey de la creación! ¡Pobre soberanía la que levanta su trono sobre tantas miserias!… ¿Cómo puede ser rey de lo creado el que se arrastra como los reptiles y comete delitos bajo techos artesonados, en ahumado tugurio y hasta en medio del campo, donde todo eleva un himno a Dios?
El hombre de la tierra es el embrión de algo que responderá en otros mundos a la grandeza de su origen, cuando la evolución, que es la ley del perfeccionamiento, transforme a la fiera domesticada en ser moral, en criatura racional, amante de su dignidad y de su gloria.
Para distraerme, hice aquel día algunas visitas, y en una de ellas, la última, encontré gratísimo consuelo, Sobre la tierra seca que cruza mi alma cayeron algunas gotas frescas de rocío.
¿Entre tantos abrojos encontré una flor?…No todos los hombres son miserables; no todos venden su honra por un «plato de lentejas».
¡Cuán hermosa es la virtud en sus manifestaciones!
Sin presumir de virtuosa, declaro ingenuamente que amo y admiro la virtud en sus múltiples aspectos, y experimento un goce inefable si oigo relatar acciones generosas.
Pues bien, de este purísimo goce disfruté cuando más batido estaba mi espíritu por la lectura de varios crímenes cometidos en Francia, Inglaterra y España.
Estoy muy conforme con un pensamiento atribuido a Santa Teresa, quien según cuentan, decía que ni en el cielo querría estar sola, porque para ser dichosa, necesitaba comunicarse con otro ser a quien participar la satisfacción de su alma.
También yo gozo haciendo participes a los demás de las escasas fruiciones de mi vida, y por lo mismo, obedeciendo a esta condición moral de mi carácter, voy a referir los motivos del consuelo que me proporcionó la visita a que acabo de aludir.
II
Cuando entré en casa de mi buena amiga Luisa de Alcaraz, la encontré rodeada (por ser su cumpleaños), de varias amigas y algunos señores, que hablaban entre ellos de asuntos políticos.
La conversación insensiblemente se hizo general, y Luisa me presentó uno de sus amigos, don Andrés de Azara, librepensador de ideas avanzadas.
Saludóme don Andrés muy cortésmente y comenzamos a hablar sobre diversos asuntos.
Rodando la conversación, se vino a parar a los sufrimientos de un hombre honrado, a quien acusan de un crimen que no ha cometido, contándose sobre este particular algunos episodios dramáticos.
Azara, que parecía preocupado desde que se tocó esta cuestión, exclamó de pronto:
-¡Desdichados!… Que me digan a mí lo que se sufre, no digo con una acusación falsa, con la sombra de una sospecha. Esta basta para padecer horriblemente; para buscar en el suicidio la rehabilitación, si no se puede hallarse de otro modo.
-Habla usted con un calor; que no parece sino que ha figurado en alguno de esos dramas.
-Ya lo creo; fui el actor principal en uno que por poco concluye trágicamente para mí.
Tendría yo unos treinta años, cuando me nombraron cajero de una sociedad mercantil a que yo pertenecía.
Más de veinte mil duros tenía en caja, y al mes de estar encargado de dichos valores, se hizo un arqueo y resultó que faltaban diez y ocho mil reales.
El compañero que me ayudaba a contar y anotar las cantidades que yo iba nombrando en voz alta, se equivocó en un número, mejor dicho, en una palabra, pues puso escudos en vez de reales, y al terminar la operación, los dos nos miramos sorprendidos y exclamamos a un tiempo: «¡Aquí faltan diez y ocho mil reales!… Volvamos a contar».
Contamos con una rapidez asombrosa, y la operación dio el mismo resultado.
Entonces llamamos a un tercero; quizá estaríamos ofuscados.
Para no casar vuestra atención, me limitaré a decir que en el término de tres días contamos el oro, la plata y los billetes que había en la caja, cinco, ¡cinco veces!… y siempre aparecía la falta de los diez y ocho mil reales.
Mis compañeros me miraban asombrados; yo los miraba a mi vez, pero nadie me decía una palabra, hasta que viendo que me levantaba, dijome el más amigo:
-No digamos nada a nadie; dejemos pasar unos días; volvemos a contar y entonces veremos de arreglarlo.
-¡Cómo! ¿no decirlo?… Ahora mismo voy al gerente y al presidente, y a todos cuantos tienen derecho a pedirme cuenta de los fondos que me entregaron, a decirles lo que pasa.
Y como si tuviera alas en los pies, corrí a casa del gerente y le dije:
-En la caja nadie pone las manos más que yo; estoy seguro de mí mismo, y sin embargo, aparece que yo he substraído diez y ocho mil reales.
-¡Imposible!… ¡Imposible! Usted no es capaz de semejante cosa.
-¿Lo cree usted así? – le pregunté, angustiado y gozoso.
-Sí, hombre, sí; el criminal no tiembla como usted; no lleva retratado en su semblante el dolor que revela usted en sus ojos.
Salí un poco más consolado, y me fui a ver al presidente, que también me oyó con la mayor benevolencia, concluyendo por decirme:
-Váyase usted a su casa y acuéstese; la fiebre le devora.
Cuando esté más tranquilo, haremos que otros empleados ajenos a este asunto cuenten otra vez lo que haya en caja, y si al fin falta lo que usted dice, veremos de encontrar el ladrón, porque lo que es usted -tranquilícese por completo- estoy bien convencido y seguro que está limpio de pecado.
Ya ven ustedes que mis jefes no podían estar más cariñosos conmigo; leía yo en sus ojos la compasión de un padre amorosísimo que contempla a su hijo enfermo; estaba seguro, segurísimo, de que no sospechaban de mí; y sin embargo, yo no vivía; el sueño había huido de mis ojos; las necesidades materiales no se hacían sentir en mi organismo; me sobraban todos los manjares; sólo tenía una sed horrible, que me devoraba; pero esta sed no se saciaba con el agua: era sed de honra, y sólo un milagro, como suele decirse, podía calmar mi sed de consideración social.
III
Se reunieron mis compañeros.
Yo caí anonadado sobre una silla, mirándoles con la espantosa fijeza del que está pendiente de una sola palabra para ser condenado o absuelto.
Uno de ellos, poniéndome una mano en el hombro, díjome con cariñoso y conmovido acento:
-Azara, estamos solos; estás entre verdaderos amigos; sé franco.
Cinco veces se ha contado ese dinero; es tarea enojosa volverlo a contar, si ha de dar el mismo resultado.
Dinos la verdad y entre todos lo arreglaremos: nadie sabrá nada; te lo juro por la memoria de mi madre, que es lo más sagrado para mí.
¡Quién no tiene en la vida un momento de extravío! Nadie está exento de hacer una locura, y los amigos son para las ocasiones.
Al principio oía confusamente lo que mi compañero iba diciéndome; quería hablar y tenía un nudo en la garganta; quería moverme, quería levantarme y estrangular a los que dudaban de mí; pero no podía; por eso aquel hombre pronunció impunemente aquellas palabras, que cayeron como lava hirviente en mi corazón, en mi razón y en mi cerebro.
Por fin, pude ponerme de pie: paseé mi mirada alrededor, y… no sé qué leyeron mis compañeros en mis ojos, que todos a una, cogiendo apresuradamente los saquillos del dinero, exclamaron: «¡Contemos, contemos!»
Caí de nuevo en mi sitial, y como el condenado a la argolla que mira el suplicio de su cómplice, así estuve yo mirando a los que contaban las monedas; para mí contaban los instantes de mi vida; pues nunca he creído que se pueda vivir sin honra.
¿Cuánto tiempo duró mi tormento? No lo sé; por la inquietud, por la ansiedad, por la angustia que yo sentía, hubo de durar un siglo.
La lengua se me pegó al paladar; los oídos me zumbaban; los objetos comenzaron a dar vueltas y las monedas de oro volteaban ante mi vista con una rapidez asombrosa.
Las sienes y el corazón me latían tan violentamente, que mi cuerpo temblaba como si tuviera un ataque de epilepsia.
De pronto oí una voz que dijo: «No falta nada, ¡La suma está completa! ¡Azara, estás salvado!…»
Yo no sé cuántos brazos rodearon mi cuello, ni cuántas manos estrecharon las mías; sólo sé que lloré como un niño; digo mal, lloré como un hombre que recobra su honra y se desahoga con su llanto; ¡al recordarlo todavía me conmuevo, todavía lloro!…
Y efectivamente, por las mejillas de Azara resbalaban algunas lágrimas, que yo sentí se apresurase a enjugar, porque ellas eran el rocío bendito que caía sobre mi cerebro torturado por las miserias humanas.
-Mis compañeros -continuó Azara-. también lloraban conmigo, y se horrorizaban al pensar que por una equivocación involuntaria podían haber ocasionado mi muerte, porque yo estaba decidido a morir; no me hubiera contentado con reponer la cantidad en la caja confiada a mi custodia.
Para ciertos delitos, no bastan los códigos de la tierra; para el ladrón de su propia honra, no hay castigo apropiado en este planeta.
Desde entonces tomé tal horror al dinero, que siempre rehusé contar cantidad alguna y guardar dinero ajeno.
En aquella ocasión, recibí pruebas de verdadero compañerismo; me convencí de que todos me respetaban; pero mi organismo había recibido tan brusca, tan violenta sacudida, que durante muchos meses estuve enfermo, y como habéis visto, al recordar aquel suceso, aun hay lágrimas en mis ojos.
IV
Cuando Azara se levantó, marchándose conmovido, dije a mi amiga Luisa:
-¡Cuánto me alegro de haberte visitado! Esta visita me ha reconciliado con la humanidad, viendo que hay en la tierra quien estima en tanto su dignidad de hombre de bien.
Entre tanta miseria y tanta degradación, las lágrimas del hombre honrado son cual gotas de rocío que al caer en la tierra hacen germinar la semilla de la virtud, promesa de copioso y sazonado fruto.
Amalia Domingo Soler