Hay una calle en Barcelona que nos recuerda las de Sevilla en su parte antigua, es estrecha y algo tortuosa, teniendo todas las casas en la planta baja, buenas tiendas de ropa, cuyos dueños no queriendo ser menos que los demás, adornaron la calle con un templete árabe a su entrada y arcos de igual arquitectura de bastante elevación festoneado de una doble hilera de mecheros de gas cuya viva luz la amortiguaba globos de porcelana.
Nada más bello en contemplar a cierta distancia aquella bóveda de luz, al verla nos quedamos tan gratamente sorprendidos y tan impresionados que no podíamos explicarnos la dulce impresión que embargaba nuestros sentidos; lo que sí podemos asegurar es que algo nos detenía allí.
Con tristeza abandonamos aquel lugar; y cuantas veces pudimos volver a él, sentimos la misma emoción.
Los que escribimos inspirados por los espíritus, conocemos perfectamente cuando un ser invisible nos rodea; tenemos entonces plenitud de vida, nuestras ideas adquieren más lucidez y no nos quedó la menor duda que al contemplar la bóveda de luz de gusto árabe, algún Espíritu nos acompañaba y tomaba parte en nuestra contemplación.
Para cerciorarnos mejor se lo preguntamos al ser de ultratumba que nos guía en nuestros trabajos y éste nos dijo:
que efectivamente, un Espíritu que había sido musulmán en su última encarnación contempla agradecido el recuerdo que la fiesta comercial le había consagrado al orden arquitectónico con el que tantas maravillas había hecho los de su raza, aumentándose su complacencia al ver nuestro entusiasmo, y deseoso de transmitirnos sus ideas nos envolvía con su buen fluido esperando ocasión oportuna de comunicarse con nosotros.
Esta ocasión ha llegado; dominados por una profunda tristeza porque la vida en la Tierra es un gemido continuado, siendo las decepciones las encargadas de acercar a nuestros labios la copa del dolor, cuando el hombre mira en torno suyo y no ve más que punzantes espinas, entonces es cuando se entrega por egoísmo a la voluntad de otros, cuando uno en sí mismo no encuentra más que la nieve del desencanto, busca la vida que le falta en la inspiración de los espíritus; al menos nosotros lo hacemos así. Si hubiéramos sido dichosos indudablemente no habríamos consagrado los últimos años de nuestra existencia al asiduo trabajo que hoy absorbe todas las horas de nuestra vida; pero vivimos tan mal cuando estamos a solas con nosotros mismos, y gozamos a veces de tan dulces consuelos, alimentamos risueñas esperanzas cuando transmitimos al papel las inspiraciones de los espíritus, que siempre estamos deseosos de ponernos en relación con ellos; los que a su vez manifiestan el mismo deseo, pues siempre que los evocamos acuden solícitos a nuestro llamamiento. El Espíritu que nos acompañaba cuando contemplábamos la bóveda de luz, dice así:
Pobre alma solitaria ¡Cuánto te abruma el peso de tu ayer! Tienes razón al decir que en ti no encuentras el calor de la vida, que mal puedes encontrar lo que en cumplimiento de la ley no te ha sido dado poseer.
Mas todo tiene su término; ni hay culpa eterna ni castigo perpetuo; los días pasan con la rapidez del relámpago y llegan las recompensas con la misma puntualidad que llegaron las represalias. Los anacoretas dejan su tebaida y entran a tomar parte en el gran banquete de la vida; y los que ayer murieron de frío se reaniman con el calor divino del amor; viven amados, y viviendo amados, viven en Dios. Y lo mismo que acontece con los individuos sucede con las razas; el martirio de los pueblos nunca es estéril, la sangre derramada se distribuye ordenadamente por las arterias del cuerpo social. Para las víctimas es agua de vida, para los verdugos es plomo derretido.
Si pudiérais comprender la justicia de Dios, si pudiérais admirar lo que yo admiro, que a pesar de no ser ningún Espíritu elevado tengo la comprensión suficiente para conocer el orden admirable que reina en la Creación, no os entregaríais al desencanto, no reduciríais vuestra entidad a cero sin valor, no sentiríais ese frío en el alma que os hace desear la negación de Dios, soñando con la paralización absoluta de vuestro ser.
No penséis que es extraño vuestro desaliento, se necesita para no decaer una fuerza de voluntad gigante, que en la Tierra es difícil poseer, porque la inteligencia de los terrenales es tan limitada, que al trazar el círculo de la órbita que ha de seguir el Espíritu, lo traza tan pequeño, que se asfixia dentro de él.
Yo también me asfixiaba, yo también gemía cuando en las torres de mi Granada vi ondear la bandera española, y las huestes castellanas invadieron los patios de mi Alhambra… Yo también lloré la ruina de mi raza, escondido en las Alpujarras, creyendo que se extinguía para siempre la gloria de sus héroes y el renombre de sus sabios.
Yo también dudé del poder de Alá y acusé a Mahoma de impostor, yo también pregunté, ¿Por qué vives? ¿Por qué alientas? Si tu Dios es vencido, si tu profeta es un embaucador, ¿Qué es lo que aún vibra en ti? ¿De qué sustancia se compone tu inteligencia?… Si la Omnipotencia de tu Dios es un mito, ¿Cómo aún queda un átomo de ti?.
¡Cuán tristes fueron los últimos años de mi vida terrena! ¡Qué dudas tan crueles me atormentaban!
Yo buscaba a Dios y no lo encontraba; mi Dios era débil, y el de los cristianos impío, porque se complacía en los horrores de la matanza. Cuando yo veía sobre mis torres la cruz en vez de la media luna, decía indignado: ¡Y eres tú el signo de redención!… Buenas maneras de convertir infieles, destruyendo sus hogares, acaparando sus riquezas, sembrando la desolación y la muerte, donde brotaban los gérmenes de la vida y de la prosperidad.
¿Dónde está el Dios, de la verdad, que no lo encuentro? ¡Oh, ciencia! Fiel depositaria de todas las verdades, dime, ¿Dónde está Dios?… dime si mintió Mahoma al decir que en el paraíso estaban las huríes siempre vírgenes para inspirar un eterno deseo. Dime si la iglesia que se llama cristiana es la que guarda la moral de Cristo, dime por qué la fuerza bruta es más potente que la sana lógica de la razón; dime por qué las armas homicidas se atreven a disputar su poder a la palabra, que las fieras comprenden y obedecen y los hombres rechazan. Dime tú, oh ciencia luminar del mundo, ¿Cual es aquí la raza racional?.
Mas ¡Ay! La ciencia permanecía muda, me demostraba la edad de la Tierra en las capas geológicas, me enseñaba en los fósiles los antepasados del hombre, me manifestaba en el espacio que había otros mundos de inmensa magnitud; veía los raudales de la vida en la atmósfera, en las profundidades del mar, en el fondo de todos los abismos, en la cumbre de todas las montañas, pero ante el hombre que se llama civilizado, enmudecía, y ante aquel obstáculo era donde se irritaba mi corazón.
¡Oh! Cuántas veces me oprimía las sienes en el colmo de la desesperación, diciendo: Dios, si tú me creaste, me asiste el derecho de preguntarte, ¿Por qué en tu nombre se sacrifica a los pueblos que te rindieron culto y que utilizaron la inteligencia que les concedistes, dedicándose al cultivo de todas las artes, industrias y manufacturas? ¿Por qué en tu nombre se mata? ¿Por qué en tu nombre se avivan y se enconan los odios persiguiéndose los hombres con tan cruel ensañamiento, que en comparación de ellos, las hienas y los chacales, son corderos inofensivos?
¡Responde, señor, responde!… que si razón me diste, quiero con ella comprenderte. Mas !Ay! Ni Dios ni la ciencia contestaron a mi pregunta y consumí los años de mi vida buscando a Dios. Yo no era fanático: lo mismo leía los versículos del Corán, que los del Antiguo y Nuevo testamento; lo mismo hacía uso de las abluciones, que penetraba en las Mezquitas convertidas en iglesias cristianas, para mengua del islamismo.
Ninguna ceremonia religiosa logró conmoverme jamás. Yo amaba mi pueblo, yo amaba mi raza, yo amaba mis lares, y el que tantas veces había vencido con su alfanje, lloró a solas por el infortunio de su patria. Sí, lloré, en la noche silenciosa, sentado en las breñas de las Alpujarras, miraba al cielo y decía: ¡Justicia para mi patria!
La sed de venganza me devoraba y el hambre de saber me consumía, mi alma estaba tan enferma, que su tenaz dolencia se trasmitió a mi cuerpo y dejé la Tierra joven aún, sin dejar descendientes de mi nombre; no quise crear familia, me encontraba humillado, la raza humana me inspiraba un desprecio tan profundo, que en vez de aumentarla encontraba más lógico disminuirla.
Cuán apenado entré en el espacio y cuán absorto me quedé cuando al despertar de mi breve sueño me encontré en la plenitud de la vida… Descendí a mi tumba, ví mi cuerpo inerte, y a una hermosa cristiana que lloraba junto a mi sepultura. El llanto de aquella mujer me atrajo a la Tierra, el libro de la Creación me presentó sus hojas, leí sus páginas con avidez, y en ellas encontré a Dios, no en dioses de los hombres, sino en el Espíritu de vida que palpita en el Universo.
Mi yo, mi inteligencia, mi voluntad, mi ciencia adquirida y no olvidada, todo me atestiguó que Dios vibraba en todos los mundos al igual que en todos los átomos, contemplé a la humanidad terrena y la compadecí, me sonreí con lástima ante las mezquitas convertidas en Catedrales, los santones musulmanes y los sacerdotes cristianos me inspiraron la misma compasión, los ídolos me parecieron lo que son en realidad figuras frágiles de barro que las civilizaciones van rompiendo, y sobre sus ruinas las nuevas generaciones levantan sus altares, sin que en ninguno de ellos esté la imagen de Dios.
Ya se extinguió en mí el odio del musulmán al cristiano, pero confieso mi debilidad; aún me complacen los edificios que me recuerdan mi Granada; aún los templetes árabes atraen mi atención; aun siento gratitud cuando en vuestros festejos populares os acordáis del orden arquitectónico que embelleció las ciudades agarenas y adornáis vuestras calles con algo que me recuerda mi última encarnación.
La raza árabe es idólatra del arte y de la belleza, hay en ella mucha sombra, pero también hay mucha luz. A ti te causó impresión la bóveda luminosa formada por los múltiples arcos, bella techumbre de fuego que me hizo recordar las fiestas de mi Granada, emporio de riqueza, de belleza y de luz.
Mucho me complace hablar contigo; hay alguna semejanza entre el fin de tu actual existencia y el de mi última encarnación. Vives sin hogar ni patria, sin templos y sin altares. Tú no elevas tu plegaria al pié de ningún ídolo, tienes un frío tan intenso en el alma, es tan profunda la soledad en que vives, que todo te produce hastío. Sólo una cuerda sensible queda en tí: tu amor a la luz.
La luz te impresiona cuando cubre de franjas de oro el horizonte, cuando los rayos del Sol reflejan en las ondas, cuando la ciencia del hombre disipa las sombras de la noche, cuando inventos humanos acortan las distancias y transmiten el pensamiento. Tú amas la luz en todas sus manifestaciones, por eso tanto te impresionó la bóveda y decías mentalmente: ¡Quién pudiera vivir en un paraje donde irradiara de continuo la luz! ¡Qué hermosa es esta techumbre de fuego!… feliz de aquel que mire y siempre vea una brillante bóveda de luz.
Tienes razón; ¡La luz es la vida! ¡Es la savia!… ¡Es el polen fecundante! Sin el calor de los soles, los sistemas planetarios no existirían.
Quiero hacerte una advertencia antes de retirarme; tú que tanto amas la luz, tú que vives como yo viví, sin el calor del alma, porque estaba descontento de mí mismo, (como lo estás tú) voy a darte un consejo, para que vivas más feliz y te encuentres mejor preparada para despojarte de tu carnal vestidura.
Ten en cuenta, (y no lo olvides) que una bóveda de luz lleva cada hombre en sí mismo; la luz propia que lo mismo irradia en la oscura prisión de sombría fortaleza, que a la orilla del mar, cuando el Sol aparece en oriente con su manto de fuego, esa luz es ¡La conciencia! Lámpara que nunca se apaga, faro que jamás se extingue, astro que siempre brilla, el cuál fotografía nuestros pensamientos con tal fidelidad, que la conciencia es el espejo del hombre, están tan unidos, que son la voz y el eco, compañeros inseparables que nada llega a desunir.
El hombre podrá ser despojado de todo cuanto posea, podrá ser mutilado y quedar reducido a la impotencia, pero mientras conserve su razón, le queda su conciencia, bóveda luminosa desde la cual puede presentir los resplandores del infinito.
Todos pueden vivir en la luz, no te quede la menor duda; podrá el infortunio abatir el valor del Espíritu, podrá sentirse el peso de una horrible expiación, se podrá mirar todo el haz de la Tierra y decir con amargura: ¡No tengo un amigo!…pero nadie al mirar dentro de sí mismo podrá decir: ¡Estoy solo!…No; verá su sombra reproducida en el espejo de su conciencia, verá todos los actos de su vida, y los que son amantes de la luz deben procurar que sea su conciencia, un foco luminoso que inunde con sus rayos el áspero camino de su peregrinación.
Todo nos lo puede arrebatar la adversidad, patria, afecciones, esperanzas, creencias religiosas, todo menos el íntimo convencimiento que hay dentro de uno mismo, el eco de su propia voz, y el reflejo de su pensamiento.
Las religiones han estudiado la pulverización de los herejes, pero no han podido pulverizar los espíritus, que son los que avivan el fuego sagrado de la conciencia. Cuando el Espíritu encarnado llega a perder hasta el recuerdo de sus actos, tal es la agonía en que vive, sus guías de ultratumba se acercan a él mientras su cuerpo reposa, levantan una punta del velo que cubre el pasado y le dicen: ¡Mira y compara! El Espíritu mira y queda anonadado, pero convencido que no hay mal que brote, si antes no se arrojó la semilla del vicio en el hondo surco de las pasiones. Durante la noche, pide ver algo que te fotografíe tu pasado, y durante el día procura que todos tus actos, al reverberar en tu conciencia aumenten cada segundo la potencia del foco luminoso; y así podrá vivir tu Espíritu, esperándolo todo de sí mismo, bajo una hermosa bóveda de luz.
Sabio y profundo es el consejo del Espíritu, procuraremos seguirle en cuanto nos sea posible, porque somos adoradores de la luz, comprendiendo que sin la luz de la conciencia es un caos el Universo; y ya que hay luz en los soles, luz en la ciencia y luz en la razón del hombre, ¿Para acercarse a la verdad suprema, qué nos falta?: VOLUNTAD; pues tengamos decisión para llegar a ser grandes, y en todos los parajes hallaremos lo que tanto nos impresionó: ¡Una bóveda de luz!
Amalia Domingo Soler