Un lecho de flores

¡Cuánto me ha hecho reflexionar dos sueltos que leí en  El Diluvio! ¡Qué contraste forman! ¡A cuantas y cuan profundas consideraciones se prestan! Para que mis lectores vean que tengo razón al impresionarme, copio a continuación las dos noticias:

 

UNA HAMBRIENTA

Una pobre mujer quiso anoche suicidarse arrojándose por el viaducto de la calle de Segovia; pero tan extenuada se hallaba, que ni siquiera tuvo fuerzas para realizar su propósito.

Cuando acudió la pareja de servicio, la suicida estaba atacada de un síncope. Los auxilios de la ciencia la hicieron volver en sí, y lo lamentó.

¿Qué tiene usted? Le preguntaron.

¡Hambre!

¡Hambre! ¡Qué palabra tan horrible!

En cambio, y como contraste, vean ustedes lo que le ha sucedido a:

 

UN MILLONARIO

Vivía en Bilbao don Francisco Olalde a quien el vulgo conocía por don Paquito. El alcalde de dicha villa recibió ayer un aviso de que el don Paquito, que vivía solo, hacía ocho días que no salía de su casa. El individuo en cuestión era un viejo millonario que, a pesar de su fortuna, vivía en la mayor miseria.

Personado el juez y demás autoridades en la casa citada, y después de llamar repetidas veces sin obtener contestación, hicieron a un cerrajero violentar la puerta. Practicada la operación, encontraron en un cuarto el cadáver del viejo arrodillado a los pies del catre. La cara y las manos las tenía comidas por las ratas. La muerte a sido casual.

El muerto, a pesar de tener familia, vivía solo, alimentándose con vegetales y fiambres, temeroso de que fuesen a envenenarle para robarle su cuantiosa fortuna. La habitación donde fue encontrado el cadáver estaba llena de porquerías e inmundicias. El ajuar formábanlo el catre, dos baúles, una silla de paja, una mesa y dos docenas de libros de diversos idiomas. En los baúles sospéchase está encerrada la fortuna del ávaro.

¡Cuán equitativo sería que la fortuna de ese millonario miserable pasase a las manos de los hambrientos!

¡Qué destino tan igual el de esos dos espíritus! El uno buscaba la muerte acosado por el hambre, el otro murió de hambre lentamente, siendo inmensamente rico! La expiación de esos dos espíritus era sufrir el horror de la miseria con todos sus espantosos dolores, al uno faltándole hasta una corteza de pan, al otro, sobrándole el oro y faltándole lucidez en su inteligencia para gozar de las comodidades necesarias y vivir tranquilamente en medio de la abundancia.

¡Cuán cierto es que no se necesitan cadalsos para expiar los crímenes cometidos! Uno mismo es el vengador de sus atropellos, de sus desaciertos, de su iniquidad!

Tienes razón (murmura un Espíritu en mi oído), vuestros patíbulos, vuestros presidios, vuestros horribles inventos para martirizar a los culpables, son completamente innecesarios para castigar al Espíritu rebelde; éste, no se enmienda porque le trituren los huesos de su organismo, ni porque le conviertan en cosa arrastrándose por los calabozos, ni aun subiendo las gradas del cadalso, todos esos castigos violentísimos le exasperan, y sólo siente al recibir los latigazos no tener mil vidas para demostrar a la humanidad su rencor implacable, su odio inextinguible.

Todos los criminales encuentran disculpa en su proceder, ninguno reconoce que ha pecado, todos se creen víctimas del abandono social, del daño que les a causado éste o aquel individuo. Ninguno dice: caí en el abismo del crimen porque me dejé caer, todos exclaman: caí… porque me empujaron, porque me embrutecieron, porque me envilecieron, porque me negaron el pan y la sal de la hospitalidad, porque me odiaron desde niño, los que debían haber velado por mí; así es, que ningún Espíritu se cree culpable cuando está en la Tierra, y los castigos terribles no producen en él más que la exasperación y el aumento del odio a sus semejantes, dándose palabra a sí mismo que si algún día se ve libre será un verdugo implacable para la humanidad; y si muere en el patíbulo, la turbación de su Espíritu aumenta de un modo verdaderamente extraordinario, y muchas veces vuelve a la Tierra sintiendo todavía los estremecimientos dolorosísimos que sintió cuando la mano del verdugo hizo rodar su cabeza, o cuando por estrangulación dejó de existir.

Cuántos y cuántos niños sufren horrorosas convulsiones que vuestros médicos no saben curar, y preguntan cándidamente a la madre del pequeñuelo enfermo si en el periodo de la gestación tuvo algún susto que le causara profunda impresión, y como en ese planeta abundan mucho más los acontecimientos desagradables y dolorosos, que los sucesos prósperos, muchas veces se recuerdan hechos que causaron más o menos impresión y se dice: ¡Ah! Sí; sufrí en tal tiempo una conmoción violenta, y dice el médico. Ya lo decía yo, este niño antes de nacer ya ha sufrido. Ya lo creo, ya lo creo que ha sufrido mucho más de lo que se pueden figurar los sabios de ese mundo.

Los cadalsos, no son otra cosa que semilleros de criminales, la violencia no convence, no persuade, no instruye, no enseña nada bueno; al Espíritu que lo separan de su envoltura en el patíbulo, lo embrutecen, lo envilecen, lo degradan hasta el último grado o lo enfurecen y lo exasperan hasta tal punto, que su furor no tiene límites, su ira es un torrente de fuego desbordado, y por consiguiente su estacionamiento sería eterno, si el progreso indefinido no le obligara después de algunos siglos a entrar en la vida del adelanto.

Leo en tu pensamiento que me preguntas: ¿Y qué sería de la sociedad si a los malhechores no se les ocultara bajo siete llaves y no arrastrasen el peso de su cadena?

¿Y crees tú que con vuestras prisiones se consigue la curación del criminal? Estás en un error gravísimo, porque por regla general vuestros penados son hombres cuando entran en los calabozos, y allí se convierten en fieras indomables, que si doblegan el cuerpo bajo el poder del látigo, no doblegan su espíritu, pues continuamente estáis viendo que los crímenes más horribles, que los atentados más crueles, que el odio más reconcentrado ¿Quien lo siente? El licenciado de presidio, ese es el que vuelve a su pueblo natal, contempla a la humilde iglesia donde recibió el agua del bautismo, ve la anchurosa plaza donde jugaba cuando pequeñito, va mirando atentamente una por una todas las casas del pueblo buscando la suya, esa… por regla general no existe, el dolor mató a sus dueños, a sus padres, la miseria sin duda envileció a sus hermanas, nadie sabe de ellas, pregunta por su novia, por la que le esperó algún tiempo, pero que al fin se cansó de esperar y … se casó con otro, viviendo honradamente rodeada de sus hijos. Procura verla sin que ella le vea, y lee en su semblante la tranquilidad más completa; a su parecer todos sonríen en su pueblo, ¡Todos sonríen menos él! Aquel cuadro de calma y reposo contrasta dolorosamente con los recuerdos de los años pasados en el presidio; en su pueblo hay sol, aire…, luz… ¡Mucha luz! Arroyuelos con márgenes floridas, bosques con muchos nidos de ruiseñores, en cambio, él ha vivido encadenado, él ha sufrido los ardores del estío y las nieves del invierno unido a otro compañero de cadena, arrancando piedras y sirviendo de bestia de carga; así ha vivido muchos años, cuando entró en el presidio sus cabellos eran negros como el dolor y abundantes como las penas de los desvalidos, hoy aunque relativamente joven, parece un viejo decrépito, sus cabellos grises y escasos apenas cubren sus sienes, su semblante tiene una palidez repugnante, todo lo ha perdido!…¡Todo! En tanto que otros compañeros de su niñez se mantienen fuertes, sanos y robustos, con las mejillas tostadas por el sol y la mirada alegre y satisfecha del que vive sin recuerdos dolorosos ni sombríos presentimientos. Al licenciado de presidio, le parece su pueblo natal un oasis encantador, y mientras más le seduce y le atrae aquella dulce calma, aquel apacible reposo, aquel puerto de bonanza resguardado de los huracanes de la vida, más se subleva, más se irrita, más se encoleriza contra sus supuestos enemigos, contra los que él cree y asegura que le dijeron hiere y mata y le empujaron violentamente hasta dejarle caer en el fondo del abismo de la criminalidad y fuera de sí, frenético, cuenta los años que le han robado de felicidad y si aun existe uno de sus demonios tentadores, sobre él se arroja diciendo con feroz alegría:

¡Ya has vivido bastante, miserable! ¡Muere, porque me estorbas en la Tierra!…

He aquí la enmienda del asesino de ayer, y no es porque sea un monstruo de iniquidad, es porque mató, y sin estudiar su crimen las leyes le condenaron a unos cuantos años de presidio, entró en la prisión aturdido, sorprendido y asustado de su propia obra, entró de aprendiz, como suele decirse, en el taller de los crímenes y salió maestro consumado, lo que prueba que vuestros castigos violentos dan un resultado completamente negativo, no lo darían en cambio si a vuestros criminales se les tratara como tratáis a vuestros enfermos, y aunque mucho falta aún para que vuestros enfermos pobres sean tratados en los hospitales con las consideraciones y atenciones debidas, no les golpeáis ni les sometéis a continuados ayunos para curar sus dolencias, bien les dais medicinas, alimentos y cordiales, bien les hacéis operaciones que aunque dolorosas, tienen por objeto separar el miembro gangrenado de lo demás del cuerpo, para que éste se conserve sano; pues si así tratáis las enfermedades del organismo con relativo acierto y con buen deseo de conseguir la curación completa, ¿Por qué no hacéis lo mismo con las enfermedades del alma? ¿Qué pensáis que son los criminales? Pues son otros tantos locos sin camisa de fuerza, y cada uno de ellos presenta distinta enfermedad, aunque las demostraciones de su dolencia sean parecidas las unas a las otras, pero ¡Cuánta diferencia existe en los orígenes de la criminalidad!…No hay dos que hayan caído en el hondo abismo del crimen impulsados por el mismo sentimiento, de consiguiente curar su dolencia por medio de un tratamiento general, es como si en un hospital lleno de enfermos que cada uno tiene su enfermedad particular, a todos les diérais una sola medicina y pretendiérais que se curara con la misma tisana el tísico incurable y el que sólo tuviera una débil calentura.

Día llegará, (aunque este día esté aún muy lejano) que vuestras horribles prisiones serán reemplazadas por casas de salud, donde los criminales (caso que existan) serán juzgados, no por los jueces, sino por sabios alienistas, y cada ser que cometa un delito será un libro abierto en el cual leerá constantemente el médico encargado de su curación, hasta ahora no os habéis ocupado de otra cosa que destruir cuerpos, porque no conocéis la eterna vida del alma, porque ignoráis que el Espíritu cuando le quitan, cuando le arrebatan violentamente en el patíbulo un cuerpo del cual él hacía uso, su desesperación no tiene límites y a donde quiera que se dirija siembra la turbación y el espanto, su fluido es como la sombra de un árbol nocivo que da la muerte.

La dulzura es el modo de corregir a los culpables, no creáis que le quitan un solo adarme del peso de su expiación, él paga ojo por ojo y diente por diente, pero paga, sin adquirir nuevas responsabilidades, sin odiar, sin maldecir, y sin jueces ciegos que cometan crímenes para castigar a los criminales.

En la ley de la eterna justicia, ningún Espíritu tiene más felicidad que la que se merece. Si por ejemplo un Espíritu ha desoído la voz de los mendigos y se ha hecho sordo a los clamores de los necesitados, ya puede ser inmensamente rico, ya pueden llover sobre él fabulosas herencias, que ora sea por una avaricia desmedida, como la del desventurado Espíritu cuya muerte te impresionó tanto, o por dolencia física ¡Cuántos de vuestros magnates envidian al último de sus lacayos, por su robustez, por su inalterable salud, mientras ellos corren afanosos de un punto a otro pidiéndole a las aguas salfurosas un alivio a su inapetencia, a su parálisis y a su profundo hastío de la vida!

¡Cuántos poderosos miran con envidia a la mendiga que en medio de la calle pide una limosna rodeada de sus hijos! Mientras ellos unidos a mujeres estériles, sólo tienen en torno suyo parientes ambiciosos que cuentan las horas de su vida, esperando con ansia que exhalen el último suspiro para apoderarse de sus tesoros!… ¿Y pensáis que esos sufrimientos ocultos no son la gota de agua que horada la peña? Sí, son la gota de agua, son el fuego oculto entre ceniza, y aquel dolor continuado abate al Espíritu más fuerte, y derriba en silencio su  soberbia; y aquel dolor es beneficioso, porque no crea nuevos odios, y cuando uno de esos seres profundamente contrariado deja la Tierra y lee el libro de su última existencia, o de varias encarnaciones, encuentra tan justo haber carecido de lo que más deseaba, haber sufrido el castigo sin que nadie le castigara, que aunque humillado por su propia culpa se prepara con nuevo ardor para otra existencia y vuelve a la Tierra sin rencores implacables, sin odios inextinguibles, dispuesto a trabajar por su progreso.

¡Ah! Cuando el Espiritismo sea conocido y estudiado en todos los pueblos, vuestro mundo será un paraíso. Sí; lo será; los crímenes irán disminuyendo al mismo tiempo que a los criminales se les conceptúe como enfermos en estado gravísimo, que necesitan especialísimos cuidados y múltiples atenciones, enseñándoles a trabajar y a lo que es más difícil, a que amen el trabajo, porque de él dependerá su subsistencia más o menos desahogada en lugar más árido o en terreno más fértil y fecundo.

¡Cuán distintos resultados dará el régimen penitenciario de que se hará uso en los siglos venideros!… ¡Cuán distintos de los obtenidos hasta vuestros días!… Hasta ahora, vuestros criminales no han sido más que árboles podridos que han ido retoñando en las primaveras, siendo cada vez peores sus frutos.

En el porvenir serán hombres útiles primero a sí mismos, después a su familia, luego a su raza, más tarde a su mundo, y con el transcurso de los siglos a millones y millones de humanidades.

Compadeced a los que en medio de la abundancia sufren hambre y frío, educadles si podéis, para que comiencen a ser útiles a sus semejantes, porque toda el agua que le den a los sedientos la encontrarán después en gotas de precioso bálsamo, que sólo una de ellas le servirá de alimento y de vida!

Por hoy te dejo, aplazando para otro día nuevas instrucciones, que de ellas necesitas, ya que tu expiación en momentos determinados tanto te hace sufrir.

¡Pobre malgastador de ayer!… sigue pisando abrojos, que las flores te guardan para mañana su delicado aroma. No quieras adelantar la época venturosa de la cosecha, tienes antes que romper la tierra, tienes que abrir profundos surcos, tienes que regarlo con tu llanto, arrojando en ellos la preciosa y fructífera semilla del amor, de los sacrificios, de la resignación, y la esperanza porque no hay desheredados en el reino de Dios”.

¡Cuántas verdades encierra la comunicación que he obtenido! Sus enseñanzas, deseo que aprovechen a los muchísimos seres que lloran, a los muchos penados que al parecer vivimos libres de la persecución de la justicia, pero que en realidad arrastramos la pesada cadena de nuestros delitos de ayer.

 

¡Eterna justicia! Tú me hablas de Dios, porque tú eres su ley inmutable.

¡Creo en Dios!

¡Amo a Dios! Y espero en el progreso indefinido de los espíritus, porque el progreso sin tregua es la herencia divina, es el patrimonio sagrado que Dios entrega a sus hijos.

¡Creo en Dios!

¡Amo a Dios!… y espero en el constante esfuerzo de mi voluntad.

 

 

Amalia Domingo Soler

La Luz del Camino