
Vengan a mí los niños, vengan a mí con sus inocentes travesuras, con sus alegres carcajadas, con su bulliciosa animación, con la exuberancia de su vida.
Quiero vivir entre ellos, quiero tomar parte en su alegría, aturdirme con su aturdimiento y olvidarme de todo, menos de mi infantil familia.
Siempre he querido a los niños, siempre he preferido su risueña compañía a la de los sabios y a la de los demás hombres, por que en los niños he hallado en todas ocasiones la Verdad.
Decía un filósofo que nada hay más olvidadizo ni ingrato que los niños, y yo digo en absoluto, que para mí es errónea su opinión. Lo que tiene el niño es que no es hipócrita: dice y hace lo que siente sin reserva ni disimulo de ninguna especie; mientras que el hombre finge sonrisas y hace halagos aunque en su corazón fermente el odio hacia aquel que acaricia y agasaja.
Yo daría algunos siglos de felicidad por vivir toda una existencia rodeado de niños, porque de ese modo ni sabría los crímenes de los hombres ni viviría engañado.
¡Oh! sí: vengan a mí los niños, con la espontaneidad de su sentimiento, con su encantadora e inimitable franqueza y con su ingénita lealtad.
Los hombres me asustan; los niños me atraen; me espantan las confesiones de los primeros, y me encantan las confidencias de los segundos, porque en éstos encuentro la sencillez y la Verdad, ¡y es tan hermosa la Verdad!…
¡Cuántas veces rodeado de mis pequeños amigos me he visto pequeño, muy pequeño al lado de aquellas almas tan grandes!
Lo que le falta a la generalidad de las criaturas es una esmerada y sólida educación, un mentor que guíe sus pasos en las escabrosidades de la tierra: que un niño bien instruido y bien enseñado es un héroe cuando llega la ocasión oportuna.
Yo lo sé, yo lo he visto, y por mí mismo me he convencido de que no hay nada más fácil que despertar el generoso entusiasmo de los niños, cultivando su sentimiento hasta llegar a la sublimidad.
Una tarde salí del cementerio más triste que de costumbre; había pensado demasiado en ella, había visto junto a su tumba a la niña de los rizos negros, y al ver que me sonreía con tristeza, lloró mi corazón amargamente su malograda felicidad.
¡Es tan triste tener en nuestra mano la hermosa copa de la Vida llena del néctar del placer… y apartarla de nuestros labios, sedientos de amor y de ventura, para entregarnos a un suicidio lento, a un sacrificio estéril, a una desesperación muda!
¡Oh, el sacerdocio católico es el sacerdocio de la Muerte!
Mis hijos adoptivos, al verme, comprendieron que estaba preocupado, y como todos me quieren, me rodearon solícitos, y uno de los más pequeñitos se agarró a mis hábitos y me dijo con voz temblorosa:
—Padre, ¿es verdad que los judíos se comen a los niños?
—A los malos se los comerán; pero a los buenos, no —replicó otro chicuelo—. ¿Verdad, Padre?
—Ni a los unos ni a los otros —le contesté sonriendo—, porque los judíos no son antropófagos.
—Pues mi madre dice que sí —objetó el primero—; y hoy ha venido muy asustada, porque dicen que le han dicho que hay un hombre que de noche entra en la aldea y se lleva a los niños.
—Sí —añadió otro—, a mi padre también le han dicho que ese hombre entró en una casa, y cogió un pan, y el perro lo sintió, y comenzó a ladrar, y el ladrón se fue huyendo, y dicen que echaba fuego por los ojos, y mi abuela afirmó que sería un judío.
La conversación de los chicuelos me distrajo de mis tristes pensamientos, y comencé a inquietarme por la suerte de aquel desventurado de quien me hablaban.
No era la primera vez que oía hablar de aquel hombre a quien llamaban el judío, y del cual contaban mil patrañas y absurdas mentiras, y yo calculaba que tal vez sería un desgraciado cuya borrascosa existencia tendría una historia de lágrimas, y tratando de cerciorarme, pregunté con interés a uno de los niños:
—¿Y cuándo han visto en esa casa al judío que cogió un pan?
—Anoche; dice mi padre que anoche —contestó el niño, mirando con recelo en todas direcciones.
Seguimos andando; llegamos a la fuente de la Salud, y al llegar los niños lanzaron un grito de espanto, y todos me rodearon gritando angustiosamente: ¡Padre! ¡Padre! Dígale usted que somos buenos. ¡Ése será! ¡Ése…!, y las inocentes criaturas se guarecían debajo de mi capa, otras se parapetaban detrás de mí, y todas temblaban convulsivamente.
Entre aquella barahúnda no me dejaron tiempo de contemplar la causa de aquel trastorno; al fin miré, y vi junto a la fuente a un anciano que contaría setenta inviernos; era alto y delgado e iba cubierto de harapos; una luenga barba de un blanco amarillento descansaba sobre su pecho desnudo. Su mirada era triste, ¡muy triste! —¡gemía con los ojos!—, y parecía el símbolo de la tribulación y la miseria.
Llevaba la cabeza vendada, y el vendaje estaba empapado de sangre. Al verle en aquel estado tan deplorable, corrí hacia él rompiendo el círculo que me rodeaba, y el anciano al verme se quedó indeciso.
Quería huir y al mismo tiempo me miraba como si quisiera reconocerme, y yo me apresuré a detenerle, diciéndole:
—No temáis.
El pobre viejo se detuvo y contempló con profunda tristeza al grupo de niños que, a corta distancia, decía en todos los tonos:
—¡Ése será! ¡Ése…!
Comprendí su pensamiento y le dije:
—No temáis, no os harán ningún mal —y rodeando su cintura con mí mano me volví a los niños, y les dije con acento de autoridad:
—Silencio y escuchadme. Quien os haya dicho que este anciano os quiere hacer daño, miente miserablemente; y en vez de gritar sin concierto, lo que debéis hacer es darle cada uno la mitad de su merienda, que la ley de Dios nos manda dar de comer al hambriento.
Los niños enmudecieron, se arrimaron unos a otros, y aquella masa compacta se adelantó temerosa y se colocó junto a mí. Algunos de ellos me alargaron tímidamente un pedazo de pan, y yo les dije:
—No es a mí a quien debéis darlo, sino a este desgraciado. No tengáis miedo; dádselo en su misma mano y pedidle que os bendiga, que los ancianos son los primeros sacerdotes del mundo.
Uno de los más pequeños, fijando en mí su hermosa mirada como para tomar aliento, alargó su pedazo de pan al pobre viejo, y éste lo cogió con mano temblorosa, y extendiendo su diestra sobre la cabeza del pequeñito, exclamó con voz conmovida:
—¡Bendito seas tú, que me das el pan de la hospitalidad! —Y doblegando su cuerpo se inclinó y besó la frente del pequeñuelo, y al besarle el mendigo lloraba, y sus lágrimas cayeron sobre la cabeza del niño, que quedó bautizado con el agua bendita de la gratitud.
Los demás niños siguieron el ejemplo del primero y nunca olvidaré aquella escena verdaderamente conmovedora.
El cielo ostentaba toda la esplendidez de sus galas, porque es taba cubierto con un velo de purpúreas nubes. Las montañas, revestidas con su manto de esmeralda, terminaban su tocado envolviendo su cima con flotantes y ligeras brumas; y en el fondo de un valle florido, un anciano harapiento, rodeado de más de treinta niños, los bendecía con sus ojos y con sus lágrimas, porque la emoción no le permitía hablar.
Yo miraba aquel cuadro y decía entre mí: ¡Qué risueño es el comienzo de la vida y qué triste es el fin! ¡Pobre anciano! En tu frente hay escrita una historia. ¿Qué papel te habrá tocado representar en ella? ¿Habrá sido el de víctima o el de verdugo?
Veamos: y acercándome más a él, le dije con dulzura:
—Sentaos, reposad; no tengáis miedo alguno.
—De vos no lo tengo, ni de estas criaturas tampoco, pero me siguen muy de cerca mis numerosos enemigos.
Hace muchos días que estoy vagando por estos contornos: quería veros, y no encontraba ocasión propicia de hablar con vos.
Hoy la sed me devoraba, tengo fiebre porque estoy herido, pues unos muchachos, incitados por sus madres, me apedrearon y vine a esta fuente a calmar mi ardiente sed.
Cuando me iba a ir, llegasteis vos; tengo que hablaros, pero no me atrevo a entrar en la aldea, porque no sé a qué distancia están mis perseguidores.
—Entonces esperadme detrás del cementerio. Yo me iré con los niños y cuando anochezca del todo iré a buscaros. Hasta luego.
Mis pequeños amigos se separaron del anciano diciéndole muchos de ellos: «Mañana te traeremos más pan».
Y durante nuestro camino cada cual hizo el proyecto de traer doble merienda. ¡Lo que es el ejemplo y el buen consejo! ¡Unos pobres muchachos, aconsejados por mujeres salvajes, persiguieron al mendigo como se persigue a una fiera, en tanto que otros niños le dieron la mitad de su alimento y anhelaban que llegase el día siguiente para darle mayor cantidad! ¡Los niños son la esperanza del mundo, la encarnación del progreso, si encuentran quien los guíe en la espinosa senda de la vida!
Cuando entramos en la aldea, me despedí de los niños hasta el día siguiente, subí a mi oratorio y esperé que la noche extendiera su sombra por una parte de la tierra, y entonces me dirigí detrás del cementerio. El anciano me esperaba y salió a mi encuentro, y los dos nos sentamos en las ruinas de la capilla.
Mi compañero me miró fijamente y me dijo en voz baja:
—Gracias a Dios que los días se suceden y no se parecen; ¡qué distinto ha sido el día de hoy del día de ayer! Ayer me apedrearon como si yo fuera un miserable forajido y hoy me escuchan y me atienden y me ofrecen pan bendito para que sostenga mi abatido cuerpo. ¡Gracias, Padre; no en vano dijeron que erais un santo!
—¡Callad, callad! No confundáis el deber con la santidad. En la tierra no hay santos, no hay más que hombres que en algunas ocasiones cumplen con su obligación. Al prestaros mi débil auxilio, cumplí con dos deberes muy sagrados: el primero, consolando al afligido, y el segundo, enseñando a los pequeñuelos a poner en práctica los mandamientos de la ley de Dios.
¡Ay, Padre! ¡Esos mandamientos, cuan olvidados están por los hombres!
Lo sé por experiencia: toda la desgracia de mi vida la debo al olvido de la ley de Dios.
—Explicaos: ¿en qué olvidasteis la ley promulgada en el SINAI?
—No fui yo quien la olvidó. Padre.
Yo he seguido fielmente la religión de mis mayores, y sentado en la Sinagoga he jurado a Dios obediencia leyendo las tablas de la santa fe; fueron otros los que olvidaron los preceptos divinos.
—Compadeced a los que supieron olvidar, porque, ¡ay de los pecadores!
—¡Ah señor! el castigo de los culpables no me devuelve lo que para siempre he perdido.
Yo tenía en mi hogar numerosa familia, y mis hijos y mis nietos me sonreían con amor; pero resonó una voz maldita y los sayones de la intolerancia religiosa, gritaron una noche: «¡Mueran los judíos! ¡quememos sus casas! ¡violemos sus hijas! ¡saqueemos sus arcas! ¡destruyamos la raza de Judá!», y nuestras pacíficas moradas fueron el teatro de horrendos crímenes.
Algunos pudimos escapar de la general matanza y huimos de nuestras casas, sin nuestras hijas, sin los ahorros de nuestro trabajo… todo perdido ¡todo! ¿y por qué…? Por seguir estrictamente la primitiva ley de Dios… y sin alientos para mendigar, por temor de ser conocidos, huimos a la desbandada, sin saber dónde detenernos.
Algunos de mis compañeros más jóvenes que yo han podido llegar a puerto de salvación.
Yo caí enfermo y no pude seguirles, y unos pobres campesinos me han tenido en su cabaña siete meses, y ellos me hablaron de vos, diciéndome que erais la providencia de los desgraciados, que viniera a veros.
Uno de los hijos de dicha familia quería acompañarme, pero se supo que la persecución a los judíos dispersos se reanimaba, y no consentí de manera alguna exponer a aquel noble joven a una muerte casi cierta; y solo, emprendí la marcha huyendo de los caminos transitados, pasando días y días sin más alimento que las hojas de los árboles, que éstos siquiera me ofrecían sus verdes ramas, siendo menos ingratos que los hombres.
Ya sabéis quién soy.
En el Condado de Ars me esperan algunos de mis hermanos, y todo mi afán es llegar allá a reunirme con ellos y rezar juntos a la memoria de nuestras hijas deshonradas en nombre de una falsa religión.
El anciano reclinó su cabeza entre sus manos, sollozando como un niño.
Yo le dejé llorar libremente, que los grandes infortunios piden muchas lágrimas, y cuando le vi más calmado, le atraje hacia mí y le dije con la mayor dulzura:
—Perdona a tus verdugos, no te pido más que perdón para ellos; compadécelos; su presente es el crimen, su porvenir es la expiación.
Tranquilízate, yo te llevaré conmigo, yo abrigaré tu cuerpo desfallecido, yo te haré acompañar por dos hombres honrados, que guiarán tus pasos vacilantes y llegarás al punto que deseas y te reunirás con tus hermanos, y elevarás tu plegaria pidiendo a Dios misericordia para aquellos obcecados que profanaron tu tranquilo hogar.
Ven conmigo, apóyate en mí, no tangas ningún recelo, porque soy sacerdote de la religión universal.
El anciano se apoyó en mí, y llegamos a la Rectoría, subimos a mi oratorio, que es el lugar de descanso de los desgraciados que encuentro en mi camino, y durante ocho días reposó en mi hogar el viajero del dolor.
Los niños, entretanto, me decían pesarosos: «Padre, aquel pobre no vuelve ahora que traemos tanto pan para dárselo a él».
Yo, valiéndome de mi influencia, conseguí de mis feligreses que dos de ellos, de los más acomodados, consintieran en acompañar en su largo viaje al anciano judío; éste fue vestido decorosamente y le entregué una regular cantidad de dinero, exigiéndole que al llegar al final de su jornada me enviase con sus guías una carta dándome cuenta de su feliz arribo.
El mismo día que él se marchó, convoqué una reunión de niños en la iglesia, asistiendo casi todos los fieles que moraban en la aldea, pero mi objeto principal fue reunir a los niños, a quienes hice colocar delante del altar y, dirigiéndome a ellos, les dije:
—¡Hijos míos! único lazo que me une a este mundo. Vosotros sois la sonrisa de mi vida. En vosotros derramo toda la savia de mi profunda experiencia y trato de haceros buenos, para que seáis gratos a los ojos , del Señor.
Hace algunos días os pedí vuestro pan para un pobre anciano que llegó a las puertas de vuestros hogares herido y hambriento, y hoy voy a pediros otra cosa.
Concedédmela, hijos míos, ¡hijos muy amados de mi corazón! ¡Aquel anciano ha dejado vuestras montañas, y va a buscar en lejanos valles un asilo para pedir a Dios que tenga misericordia con los opresores de la humanidad!
Y yo os pido, mis queridos pequeñitos, que roguéis por el pobre caminante que, sin hogar ni patria, no crecerán las flores en su tumba regadas por el llanto de sus hijos, sino que como árbol mutilado, le doblará el huracán, y en sus muertas raíces se extinguirá la savia de la vida.
¡Rogad por él, pedid al cielo que llegue al puerto de salvación el errante proscrito, que las oraciones de los niños atraen la bendición de Dios!
¡Rezad, hijos míos, rezad! Decid conmigo así: «¡Padre misericordioso, guía los pasos del venerable anciano que ha vivido respetando tu ley; sálvale de todo peligro, para que pueda vivir el resto de sus días amándote en espíritu y en verdad!»
Y los niños rezaron, y sus voces purísimas sin duda resonaron en las bóvedas del cielo, y atrajeron al humilde templo de la tierra espíritus de luz, porque, a semejanza de los rayos del sol, ráfagas luminosas y esplendentes se cruzaron delante de los altares, y los niños repetían con voz vibrante: «¡Padre misericordioso, guía los pasos del anciano, que ha vivido respetando tu ley; sálvale de todo peligro para que pueda vivir el resto de sus días amándote en espíritu y en verdad!»
En aquellos momentos no sé qué pasó por mí: parecía que in censarios invisibles perfumaban las bóvedas del templo, y astros de mil colores lanzaban sus efluvios luminosos de prismáticos resplandores sobre los pequeñitos de mi aldea.
Los niños rezaron, sí; rezaron con esa fe divina que inflama y eleva a las almas puras, y su oración ferviente debieron repetirla los ecos de mundo a mundo.
¡Es la oración más conmovedora que he escuchado en la cárcel de la tierra!
Hay sensaciones indescriptibles, y la que yo experimenté en aquellos instantes es una de ellas.
Estaba en lo cierto cuando dije que las oraciones de los niños atraen las bendiciones de Dios.
¡Hermosa mañana de mi vida! ¡Rayos de luz purísima! Su recuerdo bendito me hará sonreír en mi lecho de muerte.
¡Mucho he llorado…! ¡Mucho he sufrido! Pero, en cambio, me ha sido concedido el escuchar el canto de los ángeles en el humilde templo de mi aldea.
¡Bendita sea la oración de los niños! ¡Bendita sea en todas las edades!
¡Bendita sea!
Las mujeres lloraban al oír la plegaria de sus hijos, y éstos sonreían, elevando su cántico hasta Dios.
¡Todo pasa en la vida! y aquellas breves horas también pasaron, dejando en mi alma una paz que nunca había sentido.
Todas las tardes, al reunirse los niños a mí, a la puerta del cementerio, me decían: «Padre, ¿quiere usted que recemos por el pobrecito que se fue?» «Sí, hijos míos —les decía yo—, consagremos un recuerdo a un mártir de la tierra», y durante algunos momentos todos orábamos por el pobre judío.
Tres meses después volvieron los dos guías que le acompañaron trayéndome una carta concebida en estos términos:
«¡Padre mío! He terminado felizmente mi largo viaje, y hoy me encuentro en brazos de mis hermanos bendiciendo vuestra memoria.
«En las últimas horas de la tarde nos reunimos todos al pie de un roble centenario; y cumpliendo vuestro mandato, ruego por los homicidas que sacrificaron a mi esposa y a mis hijos; y cuando deje este mundo, mi último pensamiento será para vos».
¡Gracias, Dios mío! ¡una víctima menos de las persecuciones religiosas!
¡Descansa, pobre judío, y bendice a tu Creador en tu hora postrera!
¡Ah religiones, religiones! ¡Cuánta sangre habéis derramado! ¡Qué larga cuenta tenéis que dar a Dios por vuestros inicuos actos!
Sólo me queda un consuelo en medio de tantas amarguras; sólo una esperanza me sonríe: el advenimiento de la religión universal.
Ésa destruirá los odios colectivos y las asechanzas personales; ésa constituirá un solo rebaño y un solo pastor; ésa unirá a todos los mortales con el lazo sagrado de la fraternidad.
Para amarse fueron creados los hombres y tiene que cumplirse el gran pensamiento de Dios.
Amalia Domingo Soler