Un lecho de flores

 

Hojeando varios periódicos, leímos hace pocos días el suelto siguiente:

La aristocracia inglesa cuenta entre sus miembros con un lord excéntrico que tiene la manía de matar a sus semejantes. Este feroz maniático se entregaría quizás a su placer favorito en la intimidad, matando a las personas de su familia, pero este género de sport es peligroso para él ¡Todo un lord! Aquel de quien se ha ocupado hace días el Parlamento británico y del cual desgraciadamente no se ha dado el nombre para que sirviera de respetuosa admiración en todo el mundo, ha encontrado un medio ingenioso de matar legalmente sin hacer sufrir a nadie y sin que nada tenga de reprensible su entretenimiento.

El lord se ha arreglado con el verdugo: el sucesor del célebre Maricood se llama mister Berry. Cuando tiene que hacer una ejecución, es decir, cuando se trata de colgar a un condenado a muerte, el lord sustituye graciosamente al verdugo, él pasa la cuerda por el cuello del reo y es quien hace el vacío bajo sus pies. Así goza por completo de la agonía; no pierde ninguno de los espasmos que preceden a la muerte. El noble lord saborea con bárbara voluptuosidad tal espectáculo. Los días de ejecución son los más bellos de su vida. Trabaja, se divierte y alterna con el honorable monseñor Berry.

Tan extraño modo de asistir a las ejecuciones, ha parecido raro a un miembro de la Cámara de los Comunes, el cual ha interpelado al Gobierno sobre la situación del verdugo por el aficionado. Los ministros han declarado que la sustitución ha tenido lugar varias veces, y han ofrecido que no se repetirá, debiendo ser Mr. Berry quien por sí mismo desempeñe su misión. Si el noble lord quiere en lo sucesivo gozar de las impresiones que le produce ver matar a sus semejantes, tendrá que pedir al verdugo una plaza de ayudante.

Este inglés enamorado de la muerte, se sienta en la Cámara de los lores, y hace leyes para su país. Deberían encerrarle en un manicomio, donde quizás se curase de su abominable monomanía. Es uno de los magnates del reino que por derechos de alcurnia y como duque Richmond y Gordón, percibe del Tesoro cuatrocientos setenta y un mil francos.

Semejante excentricidad nos llamó vivamente la atención, hasta el punto de preguntar al Espíritu que nos guía en nuestros trabajos, qué es lo que motivaba al noble lord aquella afición tan repugnante como odiosa, y nos contestó lo siguiente:

¿Qué quieres que sea? Una terrible obsesión, la demostración de un odio de ultratumba, odio implacable, odio que cuenta miles de siglos, odio no sólo a ese desgraciado individuo, sino a toda su raza.

¿Luego él obra subyugado por otro?

Hasta cierto punto sí; pero entiéndelo bien, nada más que hasta cierto punto; porque no has de olvidar que el Espíritu obsesor ejerce su influencia sobre aquellos que le son afines en sus pensamientos. No hay Espíritu desposeído de su libre albedrío, de su propio criterio, y de su omnímoda voluntad.

Dos cuerpos que se repelen no se unen, porque la unión produce el choque, el golpe violento con el cual uno de ellos, o los dos a la vez, se lastiman, se rompen, pues de igual manera el Espíritu de un asesino de oficio, no puede enlazarse a un hombre que tenga horror a la sangre, y si llega a sucumbir dominado por su maléfica influencia, perderá la razón en el momento que cometa el crimen o atentará contra su vida para huir de sí mismo.

En cambio, cuando veáis un obsesado que comete imprudencias y atropellos sin sentir la menor repugnancia, es que está en su centro, es que vive en la esfera que le pertenece. Hay muchos hombres, que no cometen grandes crímenes, no porque les falten deseos de cometerlos, sino porque no tienen la iniciativa suficiente, y cuando encuentran quien ilumine su entendimiento se ponen contentísimos y obedecen ciegamente las inspiraciones que reciben.

No temáis a las obsesiones, temed a vuestra misma ignorancia y a vuestra refinada hipocresía, que son muchos los malvados que pululan en la Tierra apareciendo como seres generosos y caritativos. Tened en cuenta que para la mirada de Dios nada hay oculto; mas… aquí se encuentra un Espíritu que hace mucho tiempo que desea comunicarse contigo, y él te dirá como el más oculto pensamiento lo ilumina la justicia eterna y cada ser recibe lo que en justa recompensa le corresponde; préstale benévola atención, que hace mucho tiempo que espera su turno.

Esto nos dijo el guía de nuestros trabajos, y con la mejor voluntad tomamos la pluma para trasladar al papel la comunicación que nos dicte el Espíritu que nos envuelve con su fluido; hela aquí:

“Ya era tiempo. ¡Dios mío! Ya era tiempo que me fuera concedido decir a los terrenales, que no son ciegos únicamente los que van por vuestras calles guiados por un lazarillo, sino que hay otros muchos, que miran en todas las direcciones con los ojos bien abiertos, y no ven el abismo que se abre de contínuo a sus pies. Yo he sido uno de esos desventurados, y a grandes rasgos te contaré, mi pobre Amalia, mis dos últimas existencias”.

Riquísimo hacendado fui en mi penúltima encarnación, teniendo fama de generoso y de caritativo, porque siempre que una calamidad llenaba la comarca de luto, yo era el primero en ofrecer una gran cantidad del trigo almacenado en mis graneros, del vino que se guardaba en mis bodegas, del ganado que pastaba en mis heredades, y de todo cuanto poseía hasta en metálico, aunque de este último, era menos generoso, porque tenía adoración por el vil metal; y para amontonarlo hacia alardes de generosidad, porque sintiéndose obligados la mayor parte de mis convecinos yo era el árbitro de los destinos de más de cien pueblos.

Como tenía renombre de generoso, sostenía relaciones amistosas con poderosos prelados, y no escaseaba mis donativos a las comunidades religiosas, cuando por segunda mano, valiéndome de seres que si vivían en la abundancia era debido a mi influencia y a mis favores, cuando valiéndome diplomáticamente de ellos, reducía a más de una familia a la miseria quedándome con sus fincas compradas a bajo precio, aprovechándome de su desesperada situación; de aquellas felonías, de aquellas verdaderas infamias, si alguien aseguraba que yo era el autor de ellas, cien y cien individuos tomaban mi defensa diciendo: Es imposible, el hombre que en tal sequía abrió sus graneros a los pobres, que en tal inundación sacrificó tantas cabezas de ganado para que sus vecinos no sufrieran el horror del hambre, que levantó una ermita al Cristo del Torrente, que fundó un convento junto al puente del diablo, y mantuvo a veinte monjes más de dos años, hasta que la comunidad tuvo bienes y rentas para vivir, él que ha hecho tantas obras buenas, no es capaz de hacerle daño a una hormiga. Y de este modo pude impunemente hacer villanías despojando a seres indefensos de cuanto poseían cuando no me pagaban las rentas a su tiempo, o el aumento que les imponía.

Sin ser señor feudal, ni tener castillo, ni derechos sobre vidas y haciendas, era un rey absoluto más temible y más poderoso que los reyezuelos de la edad de hierro, y apareciendo como el hombre más sencillo y más generoso; teniendo siempre abiertas las puertas de mi morada donde hacían noche desde diez a cuarenta caminantes entre peregrinos, buhoneros, frailes mendigantes, gitanos y mendigos, todos cabían en mi mesa, todos podían descansar en dos grandes salones donde había lechos en abundancia destinados para los viajeros que no podían pagar los gastos de una noche en los mesones del pueblo.

Entre las familias que hundí en la miseria y en la desesperación, había una compuesta de un matrimonio con una hija llamada Elena, prometida de Rugiero, que trabajaba en unas minas de mi propiedad.

Elena despertó mis deseos sensuales y le hice humillantes proposiciones que la joven rechazó diciéndome que su corazón y su vida pertenecían a Rugiero: oculté mi despecho, y hasta me ofrecí entonces como protector de sus amores y padrino de su boda, oferta que aceptó Elena creyéndome arrepentido de mi imprudencia, pero que Rugiero la rechazó diciendo que no quería protecciones de nadie, que todo se lo quería deber a su trabajo; a Rugiero nunca le engañaron mis obras de caridad, y cuando me encontraba siempre me miraba con desprecio.

Creí que la miseria me entregaría a Elena, y por falta de pago en, el arrendamiento de las tierras que su padre labraba, sin aparecer yo complicado en nada, pasando como obra de mis administradores el padre de Elena fue reducido a prisión, se le despojó de cuanto poseía, pero Elena no vino a pedirme la libertad de su padre, y Rugiero, víctima de mis rencores, conseguí exasperarlo hasta el punto de aconsejar a sus compañeros de trabajo, que antes de trabajar en las minas donde cada vez era más exigua la ganancia, creía preferible servir a su patria en las Galeras del Rey, y como sediciosos, él y sus compañeros fueron reducidos a prisión.

Rugiero como cabeza de motín fue deportado a lejanos continentes, y Elena y su madre, víctimas de la miseria consiguieron ser recogidas en un convento muriendo ésta última, y profesando Elena gracias a mi aparente generosidad; perdida toda esperanza de unirse en la Tierra con el adorado de su alma, se consagró a Dios, ¡Era una santa!

Sin saber porqué, la desgracia de aquella familia fue lo único que me quitó muchas veces el sueño, viendo la sombra de Rugiero que me decía con voz amenazadora: ¡Yo me vengaré! Tú has muerto mi felicidad, pero me queda la eternidad para vengarme!

Murió Elena y su padre, y entonces me quedé más tranquilo, la sombra de Rugiero dejó de perseguirme, y concluí mis días rodeado de un pueblo agradecido, las comunidades religiosas entonaron muchos días cánticos y salmos para impetrar la misericordia divina en mi favor, mi cuantiosa fortuna fue repartida entre los pobres y varios conventos, y pocos hombres se ven en la Tierra tan llorados como yo fui, en mi entierro se derramaron muchas lágrimas, y a pesar de esto, cuando en el espacio me di cuenta que existía, quedé horrorizado de mí mismo; vi fotografiadas todas mis acciones y en ninguna de ellas, en ninguna, había la espontaneidad del sentimiento; di ciento, para atesorar mil; fundé conventos, reduciendo a la desesperación innumerables familias, levantaba altares, abriéndole la sepultura a más de un hombre honrado que no podía resistir su total ruina; daba abundantes limosnas acaparando antes las primeras especies, con lo cual conseguía vender con ventaja, y pasar por el primer filántropo de aquella comarca.

La realidad me amedrentó, me vi tal cual era, y me espantó mi porvenir, pero como nadie está solo en la Creación, no me faltaron leales consejeros que me dieran las instrucciones necesarias para comenzar a pagar mis deudas, mi Espíritu tomó su resolución, y volví a la Tierra en las más tristes condiciones.

Una mendiga ciega me llevó en su seno sin poder decir quien fuere mi padre, que en aquella infeliz faltaba la luz material, y casi la de la inteligencia; embriagada la mayor parte de su vida, entregaba su cuerpo al que se apoderaba de él, y nací en el establo de una granja, donde mujeres cariñosas me dieron los primeros besos y hasta quisieron encargarse de mi lactancia, pero mi madre se opuso a ello, diciendo que nadie le arrebataría lo que tanto había deseado, un hijo! Que ese hijo era cosa suya y que le pertenecía, y a los pocos días de darme a la luz siguió su peregrinación de pueblo en pueblo.

Como mi destino era pagar ojo por ojo y diente por diente, aunque fueron muchos los que quisieron hacerse cargo de mí, porque era un niño muy hermoso, mi madre nunca consintió en separarse de su hijo. ¿Cómo? Si ella había de ser el instrumento de mi martirio, y además que me quería como ella podía querer, era un Espíritu ignorante y embrutecido lo más a propósito para cumplir mi expiación.

Llegué a cumplir cuatro años y era hermoso como los ángeles que colocan en los altares, pero una noche, mi madre en un acceso de furor efecto de mis travesuras y de su embriaguez, me tiró por una escalera dando violentamente contra el brocal de un pozo recibiendo un golpe tan fuerte que perdí el sentido.

No faltó vecina curiosa que quisiera enterarse de lo ocurrido, y me recogió lavándome el rostro que lo tenía ensangrentado, pero nadie se ocupó en averiguar si me había fracturado algún miembro; ¿Qué es en el mundo el hijo de una mendiga, y más si ésta es ciega y medio idiota? Mediando también la circunstancia que como yo era el mismo diablo subiéndome por los árboles y recibiendo golpes a cada instante ya estaban acostumbrados a verme caer y no recibir lesiones graves.

Pasó el tiempo y fui creciendo penosamente, siempre parecía que me faltaba aire para respirar, y mi hermosa cabeza, quedó materialmente hundida entre el pecho y la espalda; quedé completamente jorobado, lo que hacía reír a los seres sin corazón, que exclamaban alegremente: ¡Que buena pareja hace la madre y el hijo, ella ciega, y él giboso! Mi desgracia conmovió a mi pobre madre que se mostraba más cariñosa conmigo, y se ponía furiosa cuando los chiquillos me apedreaban.

Yo quería mucho a mi madre, mi Espíritu le estaba agradecido ( sin yo saberlo), a lo bien que había cumplido su triste misión; conforme fue entrando en años perdió el vicio de la embriaguez, el calor de mi cariño le dio nueva vida a aquel Espíritu, llegando a ser una madre modelo.

Cumplí veinticinco años, y no representaba más que ocho o diez, tan pequeña era mi estatura; acompañado a mi madre recogía siempre abundante limosna, pero cuando a veces iba yo solo, porque ella se encontraba enferma todos me la negaban, lo que llegó a llamarme la atención, porque mi inteligencia tenía gran desarrollo; llegando a preocuparme la frecuencia de ver durante mi sueño un joven pálido y demacrado, lleno de harapos que me decía: ¡Pesa sobre ti mi venganza invisible, … y en mi sueño hacía yo esfuerzo por recordar donde había visto a aquel hombre, porque indudablemente no era aquella la primera vez que le veía; y al despertar, se quedaba tan presente en mi imaginación que le veía por todas partes, llegando hasta el punto de verle en pleno día cuando iba solo a implorar la caridad.

Muchas veces llamaba a una puerta, sentía pasos, pedía yo entonces una limosna para mi madre, y al presentarse alguien para darme un óbolo, la figura del joven pálido se interponía entre los dos, y en vez de darme el fruto de la caridad, me dirigían un duro reproche, o me decían: ¡Perdona por Dios! Tantas y tantas veces se repitió ésta escena, que llegó a llamarme seriamente la atención; lo consulté con mi madre, y ésta a su vez lo consultó con un familiar de la inquisición, que nos daba abundante limosna. El sacerdote me habló sobre el asunto, contándole yo cuanto me acontecía; me ordenó que rezara, tantas y cuantas oraciones, al principio las recé pero observé que mientras más rezaba, más claro veía a mi perseguidor y dejé de rezar.

Murió mi madre y entonces comenzó mi verdadero martirio, mi soledad fue horrible, miré a todos lados, y no encontré más que seres indiferentes, me pasaba los días enteros sin encontrar una persona compasiva que me diera un pedazo de pan, trabajar no podía porque me ahogaba, tenía siempre que estar al aire libre.

Lo que más me atormentaba era mi mudo compañero, el joven pálido lleno de harapos que siempre le veía delante de mí, y solo cuando él se alejaba era cuando recogía lo más indispensable para vivir.

Entre los pocos seres que se compadecían de mí, se contaba el familiar de la inquisición y un viejo sacristán de un convento de monjas, y a los dos les contaba lo que me acontecía.

Comenzó a susurrarse que estaban poseídas del demonio varias monjas del convento cuyo sacristán me daba limosna y éste comenzó a decirme que indudablemente yo estaba embrujado y que el diablo era mi constante compañero, por eso cuando él iba a mi lado todos me despreciaban; el familiar de la inquisición comenzó a decirme lo mismo; y rápidamente cundió la vez de que yo estaba embrujado, y como iba mucho al locutorio del convento donde varias monjas (según se decía), estaban poseídas del demonio, me ví envuelto en la intriga más inicua; acusado de haber llevado al convento los malos espíritus, y como yo había dicho a muchos la persecución invisible que sufría, todo vino en mi daño; la inquisición se apoderó de mí y comenzaron por exorcizarme y mandar al maligno espíritu que se apartara de mí; pero mi compañero se reía y yo entonces horrorizado, creyendo que era el diablo, pedía misericordia diciendo que no se iba, que antes al contrario, me apretaba contra su pecho, riendo con una risa infernal.

Con aquellas declaraciones yo mismo echaba leña a mi hoguera, sirviendo maravillosamente al plan de mis verdugos, que era distraer la atención pública de las monjas poseídas; me sometieron a mil exorcismos y penitencias, y como yo siempre decía la verdad, que la sombra de aquel mendigo no me dejaba ni un solo instante, para aplacar la cólera divina y demostrar al diablo que era nulo su poder, y que la iglesia destruyendo el cuerpo que él perseguía, podía salvar el alma, fui condenado a morir en la hoguera como embrujado y en castigo de haber llevado al convento los malos espíritus.

Era tan odiosa mi existencia, aquella sombra que me perseguía me producía tal exasperación, que fui contento a la hoguera, muy contento, porque en el largo trayecto que tuve que recorrer no la vi, y al llegar al lugar del suplicio lancé un grito de asombro indescriptible, porque vi a mi madre que me estrechó en sus brazos comenzando yo a gritar ¡Madre mía! ¡Madre de mi alma! ¡No me dejes!

Los sacerdotes que me acompañaban creyeron buenamente que yo llamaba a la madre de Cristo, y me dirigieron palabras de consuelo y de esperanza que llegaban hasta mí en confuso rumor, porque yo al verme en brazos de mi madre no sabía lo que me pasaba, ella me ayudó a subir al patíbulo, apoyé mi cabeza contra su pecho y cuando las llamas llegaron al borde de mi túnica, mi Espíritu había dejado su envoltura, el fuego consumió mi cuerpo sin que mi periespíritu sintiese dolorosas sensaciones; aquel dolor terrible no debía sufrirlo y no lo sufrí, que es superior a todas las venganzas de la eterna justicia.

No fue muy larga mi turbación porque mi madre me ayudó poderosamente a salir de ella, y entonces vi explicados todos los tormentos de mi vida.

Yo pedí la miseria, la humillación, la soledad, la deformidad física, para sufrir una parte de los padecimientos que yo había producido, pero no conté con la venganza invisible de una de mis víctimas, con la venganza de Rugiero que le arrebaté la felicidad.

Rugiero es un Espíritu que sabe amar con idolatría y sabe odiar ferozmente, su odio es implacable, le vi en el espacio desde lejos, y en la sensación dolorosísima que recibí con su fluido, comprendo perfectamente que durante muchas existencias me perseguirá su odio inextinguible; él no progresará, él adquirirá nuevas responsabilidades, pero queda tan contento cuando me hace sufrir, que no le importan cien siglos de azares si puede arrojar en la copa de mi vida una sola gota de amargura.

Elena ha procurado apartarle de mi camino, pero él ha desoído sus ruegos y me ha perseguido tenazmente, su odio es terrible, pero le tengo merecido.

Me dieron riquezas, talento, actividad, y tan preciosos dones los empleé en hacer la desgracia de muchos infelices, justo es que para adquirirlos de nuevo sufra mi Espíritu lo suficiente para no caer más en las redes de la hipocresía y de la avaricia.

Como he vivido tanto tiempo en la sombra y en la mentira, ahora tengo sed de luz y de verdad, y no puedes figurarte cuanto deseaba comunicarme.

A Muchos médiums he llegado pero ninguno me ha hecho caso, y contigo me hubiera sucedido lo mismo, porque mi fluido lo rechazan todos los médiums, pero el Padre Germán me acercó a ti diciéndome: Habla sin temor, cuenta tus penas, tu relato tendrá su parte de utilidad, bueno es decir los escollos que tiene la hipocresía, hace falta, mucha falta que hablen los espíritus, sus narraciones, sus tristes historias harán comprender a los terrenales que sólo la verdad, sólo el amor al bien es lo que proporciona al Espíritu, primero reposo, después noble actividad, luego la realización de honrosas empresas y levantados ideales, y más tarde la consideración, la admiración de los pueblos, y el amor universal en sus múltiples manifestaciones.

Animado con sus palabras reclamé tu atención, que benévolamente me has concedido; gracias, Amalia, no desoigas nunca el ruego de los desgraciados, porque son indudablemente los grandes maestros que vienen a deciros lo que tenéis que aprender para ser sabios, lo que tenéis que hacer para ser buenos.

Adiós.

Triste nos ha dejado la comunicación de este Espíritu, su fluido deja caer en nuestro cerebro melancólicas ideas, pero no estamos descontentos de haberte prestado atención, porque indudablemente su relato encierra utilísima enseñanza.

A muchos que pasan por filántropos, conocemos nosotros que nos inspiran profunda lástima, y hay hombres millonarios que antes de concluir la disgregación de su cadáver, ya le han levantado estatua; y al verlas decimos con amarga ironía: ¡Pobre Espíritu! ¡Quién sabe si volverás mañana a pedirle una limosna a tus descendientes!… dicen que has hecho mucho bien ¡Sólo Dios lo sabe!

Cuando leímos el suelto referente a la excentricidad del noble lord, no creímos que su lectura diera margen a escribir lo que hemos escrito, relato que debe estudiarse para huir de los actos aparentes, que no es al mundo al que se engaña, quien se engaña es uno mismo.

¡Ante la eterna luz todo se ve, procuremos que nuestros actos al recibir de lleno la luz del infinito no pierdan un átomo de su valor; que sean luz y verdad en la Tierra, luz y verdad en el espacio, luz y verdad en todos los mundos de la Creación!

 

Amalia Domingo Soler

La Luz del Camino