Hemos conocido casi simultáneamente a dos niñas que tienen con pequeña diferencia la misma edad y bastante parecido en su bella figura, llevando las dos el nombre de Mercedes.

Las dos son blancas, rubias y delicadas; las dos tienen el rostro que parece una verdadera miniatura, tan menuditas y bien delineadas son sus facciones; y sin embargo de haber entre las dos tal semejanza

¡Qué distinto es su destino en la actualidad!

Hemos visitado la casa de ambas, y a cuantas consideraciones se presta el contraste que forman el palacio de la una y el tugurio de la otra; hasta la hora de nuestra visita guardó armonía con la distinta morada que visitamos.

En una hermosa mañana de estío, después de recorrer una gran distancia, bajamos ante una iglesia situada en las afueras de Barcelona, seguimos una carretera sombreada por copados árboles, convertida, puede decirse, en calle céntrica por las muchas casas de campo, torres o quintas que a porfía ofrecen a la vista del viajero, jardines a la inglesa, bosquecillos y cenadores cubiertos de verdes y floridas enredaderas; en una de estas torres vive Mercedes B. que ha visto florecer los almendros seis o siete veces; nada más risueño ni más alegre que aquella casa rodeada de acacias, de árboles frutales, huerto, con una hermosa fuente en medio de un canastillo de flores, cenador espacioso con vistas al camino, todo lo necesario en fin, para recrear y esparcir el ánimo, y allí acompañada de unos padres amorosísimos, de hermanos complacientes y de fieles servidores, vive Mercedes B. corriendo, saltando y jugando, recibiendo continuamente caricias de unos y de otros, prodigándolas ella a los gatos y conejillos que reciben el alimento de sus pequeñas manos, formando con ella familia aparte; pues para dejarla disfrutar, come ella sola en el piso bajo en una pequeña y rústica mesita a la que siempre tiene por convidados uno o dos gatitos; sumamente sensible, incapaz de hacer daño a una hormiga, amantísima de las muñecas, sin lamentar la menor contrariedad, sin ver en torno suyo más que dulces sonrisas, la vida de Mercedes en la actualidad es un idilio encantador, sus lindos ojos revelan una perfecta satisfacción, para ella son desconocidos todos los dolores, sólo piensa en jugar, en correr, en acariciar a sus muñecas y a sus gatos, y en pedirle a su padre todos los juguetes que sueña su infantil deseo.

Al anochecer de un día de otoño, después de cruzar calles y callejones de la parte antigua de Barcelona entramos en un callejón hediondo cuyas casuchas con puertas bajas y estrechas, presentan el aspecto más pobre y más repulsivo por la oscuridad que reina en sus escaleras de caracol y el hedor que exhalan, pues cada portal o zaguán es un depósito de inmundicias.

En una de las casas de más pobre apariencia, vive Mercedes R. que ya ha cumplido seis primaveras: nada más delicado ni más simpático que su figura; cuando llegamos la encontramos en la puerta de su casa, sin zapatos ni medias, con unos cuantos jirones de percal rodeando su esbelto talle, que algún día debieron ser un vestido, con el cabello que lo tiene rubio y muy fino, en completo desorden, sus hermosos ojos miran con ese recelo con que miran los niños pobres que siempre temen ser reñidos o castigados; cuando nos vió oprimió contra su pecho un cestito medio roto, dentro del cual había una taza y una cazuela pequeña; llamó a su madre y se fue corriendo a recoger un poco de sopa en una casa de la misma calle.

La madre de Mercedes nos hizo subir por una estrechísima escalera de caracol, y entramos en un aposento donde la miseria demostraba todos sus horrores; una cama de bancos y tablas con un jergón y una sola sabana, una cuna con un jergoncillo y un pedazo de lienzo moreno, un catre con un jergoncito roto y una manteja de lana oscura, una cómoda vieja, dos o tres sillas desvencijadas y un candil colgado de un clavo completaban aquel típico mueblaje; una mujer joven y enferma con una niña de pocos meses en sus brazos, nos hizo los honores de la casa: era la madre de Mercedes que nos contaba sus cuitas diciendo:

Yo no sé lo que será de mí con tres hijos, ya ha visto Vd. la mayor, tengo otro de cuatro años que vive de milagro porque tiene la solitaria y esta pequeñita.

Yo con una enfermedad incurable; mi marido ya sabe Vd. la muerte que sufrió: primero le tuve medio loco, después le cogió un carro, le cortaron las dos piernas, y al fin murió en el Santo Hospital.

Mi Mercedes me dice que quiere verme contenta porque siempre me está oyendo decir que voy a buscar en la muerte el fin de mis penas, y al oír esto mi Mercedes llora y me dice: Bueno, si tú quieres, nos tiraremos las dos al pozo.

¡Qué diferencia entre estas dos niñas!

Casi de la misma edad, de gran parecido en su figura, del mismo nombre; son dos gotas de agua, la una formada con el rocío de la mañana, la otra con el llanto del dolor.

No se han visto la una a la otra; pero la caridad las ha puesto indirectamente en relación; el padre de Mercedes B. al llegar la fiesta del nombre de su hija, en nombre de ésta ha querido socorrer a una familia pobre; le hablamos de Mercedes R. y por mediación nuestra envió a su infeliz madre veinticinco pesetas.

¡Qué alegría recibió aquella infeliz! Con qué santa satisfacción exclamaba: ¡Ay! Qué contenta se va a poner mi Mercedes; va descalza y le compraré unos zapatos y a su hermano también.

Si viera Vd. qué pena me daba de que llegara el día de la virgen y mi pobre hija no pudiera celebrar su santo… El año pasado ya no pudimos celebrarlo, estaba recién muerto su padre ¡Bendito sea Dios que ha tenido piedad de mí!

Que aspecto tan triste presentaba aquella casa, la infeliz mujer se empeñó en enseñarnos todos sus rincones, y al entrar en la cocina vimos los hornillos apagados, señal indudable de la mayor miseria, ni frutas, ni legumbres, nada revelaba allí el movimiento de la vida.

La pobre mujer comprendió nuestra extrañeza y nos dijo sonriendo tristemente: En mi despensa no se encuentra más que esto (y nos enseñó medio pan) y no siempre, mis hijos tienen tan buen apetito que todo se lo comerían; pero lo escondo y así consigo que dure más tiempo.

Melancólicamente impresionados salimos de aquella pobre morada, y sin podernos explicar la causa, las niñas, las dos Mercedes, viven en nuestra memoria; la una sonriente, cariñosa, confiada, jugando con su gran sombrero de paja, adornado con una escarapela color grana, llevando el cabello cuidadosamente recogido para que no se le enrede, rodeada de árboles, de flores, de luz!… y la otra desnuda, despeinada, mirando recelosamente, oprimiendo contra su pecho un cestito roto, rodeada de casuchas miserables en un callejón hediondo… y estas dos niñas aún no han pecado, aún su pensamiento virgen no ha fraguado la innoble calumnia, son dos ángeles que aún no han perdido sus blancas alas.

¿Porqué la una revolotea entre flores, y la otra abatiendo su vuelo se desliza cautelosamente pisando con sus pies desnudos el inmundo cieno?

¿Qué religión podrá decirnos porqué si las dos nacieron con la misma inocencia, la una es tan dichosa y la otra tan desgraciada? ¿Dónde está aquí la justicia de Dios?

Esa misma pregunta que tú haces, la hice yo muchas veces en la Tierra: (nos dice un Espíritu).

Pertenecí a la última capa social, era hijo de un trapero que más tarde fue asesino; frente a mi humilde morada se alzaba un palacio gigantesco, y en sus espaciosos jardines jugaba alegremente un hermoso niño; tenía mi misma edad e idéntico nombre, y como la niñez es verdaderamente democrática, mi noble vecino no se desdeñaba cuando estaba de buen humor, de hacerme entrar en sus jardines y dejarme jugar con sus arcos, sus caballos y sus coches.

Yo, como es natural, me deleitaba en aquel sitio encantador y siempre estaba deseando que Luis me llamara, el que llegó a tomarme bastante cariño y yo a él; perecíamos hermanos, y a pesar de que mi pobre madre no se cuidaba ni poco ni mucho de mí, mi figura era tan distinguida, que sólo con que me lavase yo mismo y me vistiera de limpio, era tan hermoso como mi aristocrático vecino, el que pasados los primeros años de su infancia, ingresó en un colegio y sólo venía a su casa por las vacaciones.

Yo, mientras tanto, a despecho de mi padre quise aprender un oficio, y entré de aprendiz en una carpintería que había en la misma calle, así es, que mientras trabajaba miraba el palacio de mi amigo Luis, y siempre que podía entraba en los jardines, y como el portero ya me conocía no se cuidaba de mí, mucho más que sus hijos me querían y mi diversión predilecta era irme los días festivos a una pequeña isleta rodeada de un lago donde había peces en abundancia, algunos patos y varios cisnes a los que daba todo el pan de mi merienda; mi padre se enfadaba porque nunca me gustaba ir con él, mi madre que al darme a luz se había quedado como idiota, no se mezclaba en nada, vivía automáticamente.

Mientras yo avanzaba más en años, más afán tenía por estar en casa de Luis, y mi júbilo fue inmenso cuando un día entré con mi maestro en uno de los salones de dicho palacio para componer un mueble.

Tendría yo entonces unos catorce años, y al verme dentro de aquellas lujosas habitaciones experimenté una sensación inexplicable y me quedé atónito contemplando las galerías de retratos de familia, llamándome vivamente la atención el retrato de un apuesto caballero, al que no me cansaba de mirar por estar cubierto con una gasa negra.

¡Quién me dijera entonces que contemplaba mi propio retrato de otra existencia!

Mi padre cometió un crimen y fue castigado con cadena perpetua, pero pudo evadirse y nunca supe más de él; mi madre murió y yo me quedé solo en la Tierra siguiendo mi oficio. Luis todos los años venía a su casa y siempre me hablaba afectuosamente.

Yo, por mi parte, le miraba a veces con dolorosa envidia y decía:

¿Porqué ha de haber esta diferencia entre los dos?

El tan feliz con su padre que es un bravo general, poseyendo títulos antiquísimos de nobleza, su madre tan distinguida y tan amorosa, y yo… yo con la misma belleza física que él, pues cuando niños su misma madre decía que perecíamos dos gotas de agua, tan idéntica era nuestra figura

¡Y qué opuesto nuestro destino!.. Mi padre un ser ignorante, innoble, dominado por las más bajas pasiones, concluyendo sus días Dios sabe donde; mi madre una infeliz idiota que jamás me prodigó una caricia, y yo solo en la Tierra aprendiendo un oficio que encontraba pesado, y tan pesado lo encontré, que decidí seguir la carrera de las armas, porque vi a Luis con su precioso uniforme de guardias del Rey, y aunque le envidiaba, al mismo tiempo le quería; dominaba más en mí el cariño que la envidia, le pedí protección demostrándole mi deseo de servir a sus órdenes: él accedió gustoso y llegué a ser el mejor soldado de su compañía, mi bravura pude demostrarla en varios combates, y a tanto llegó mi heroísmo que en el campo de batalla el general en jefe me nombró oficial y condecoró mi pecho con algunas cruces.

Qué satisfacción tan inmensa recibió mi Espíritu cuando Luis me abrazó diciendo ya nada nos separa, tu valor, tu heroicidad, te han elevado hasta mí, estaba de Dios que nos habíamos de considerar como hermanos, juntos hemos jugado en nuestra niñez, juntos pelearemos por la salvación de nuestra patria, seguiremos siendo como decía mi madre: dos gotas de agua.

Y lo fuimos en realidad, Luis generosamente coadyuvó al perfeccionamiento de mi educación, puesto que sólo sabía leer y mal escribir; Y al poco tiempo adquirí sus finas maneras y su distinción, y cuando fue posible nos concedieron licencia, juntos entramos en su palacio, diciéndole Luis a su madre: Aquí te traigo a mi hermano, ámale porque es un valiente, me ha salvado la vida más de una vez con gran riesgo de perder la suya: si en nuestra infancia nos llamabas las dos gotas de agua, con más motivos puedes decirlo ahora.

Su madre me estrechó en sus brazos y yo me conceptúe completamente feliz.

Un mes permanecimos en el palacio, y muchas veces al declinar la tarde me iba a recordar mi infancia a la pequeña isleta y a contemplar otras generaciones de peces, patos y cisnes que vivían tranquilamente en su pequeño océano; la vieja casucha donde yo nací, había desaparecido, el ornato público había demolido el humilde techo que dió sombra a mi cuna: nada quedaba de mi pasado, y confieso que me alegré vivamente.

Con gran sentimiento de la madre de Luis, abandonamos sus cuidados y sus caricias; la guerra reclamó nuevamente nuestros esfuerzos. Luis y yo luchamos como héroes, los dos estuvimos en peligro de muerte, a él le vi caer, comprendí la intención de nuestros adversarios, y me precipité sobre el enemigo mientras soldados leales rodeaban a mi hermano de armas: herí y me hirieron, caí para no levantarme más, pero mis últimas miradas fueron para Luis, que comprendiendo mi heroico sacrificio, despreciando las balas enemigas recogió mi postrer suspiro y lloró como un niño abrazado a mi cadáver.

Su padre que era el jefe del ejercito, dictó las órdenes convenientes para que con toda pompa fueran trasladados mis restos a su panteón de familia, y el hijo del trapero, ennoblecido por su bravura y su heroísmo, ocupó un puesto en el panteón de una familia nobilísima, que no merecía menos quien con su vida había salvado la del primogénito de los condes de Egara.

Una de las dos gotas de agua se había evaporado, la otra gota aún existe próxima a evaporarse. Luis es hoy un anciano centenario rodeado de un ejercito de nietos, y cuando cuenta sus proezas juveniles dice con entusiasmo: Mi hermano Luis era un valiente, tenía un gran corazón, a él le debo la vida, hijos míos, respetad su memoria.

Él ignora que yo vivo a su lado, que recorro los jardines de su palacio, aún me detengo al borde del lago, y veo como sus nietos hacen lo que yo hacía en mi niñez.

El no sabe que el hijo del trapero, fue en otras existencias miembro de una nobilisima familia que deshonró con sus felonías hasta morir ahorcado como el rufián más despreciable: y justo era que conquistara mi puesto en la familia a fuerza de heroísmo y de abnegación; por eso nací al pie del alcázar de mis mayores, por eso, por lástima me dejaron cruzar sus jardines, por eso miré asombrado mi retrato, el del apuesto caballero cubierto con un negro crespón, y fui conquistando, paso a paso, todo lo que mi infamia me hizo perder.

¡Dios es justo! El niño harapiento guarda una historia, el niño que nada en la abundancia, viene a recoger su herencia; no se la disputéis, aconsejadle únicamente que sea generoso, porque la generosidad aumenta los bienes terrenales y espirituales.

Tus reflexiones sobre dos gotas de agua me interesaron, me atrajeron y me decidieron a contarte un episodio de mi larga historia; respeta siempre lo que encuentres hecho y no dudes ni un segundo que la justicia de Dios da a cada uno según sus obras; bajo este supuesto no te canses nunca de aconsejar que se haga el bien en todos los sentidos, que de esa manera los pobres dejan de gemir en la desesperación y se les ayuda a sostener el peso de su cruz. De pobres desgraciados y desesperados, no esperéis, más que crímenes y horrores.

Quedo muy complacido de ti, no será ésta la última vez que té de mi inspiración.

Adiós.

El anterior relato responde perfectamente a nuestras convicciones: sin un pasado no puede admitirse un presente de angustias y sinsabores en seres inocentes que encuentran al nacer la miseria y la desolación, mientras otros nacen en un nido de plumas y flores.

¡Qué bien se vivirá en un planeta donde no existan seres que tengan que pagar con sus lágrimas sus anteriores desaciertos, donde las gotas de agua tengan la misma procedencia, donde no sucede como en la Tierra, que unas son formadas por el rocío de la aurora y las otras por el llanto del dolor!

¿Por qué nos han impresionado tanto estas dos niñas? ¿Porqué su recuerdo anida en nuestra mente? Porque ellas simbolizan la eterna lucha de la humanidad, los unos pagando sus deudas, los otros recogiendo su herencia de gloria y amor.

¡Qué desdichados son los primeros!

¡Qué felices son los segundos!

¿Cuales son los que están en mejor camino para el progreso? Difícil es de definirlo, pero, por regla general, avanza más el Espíritu que sufre que el que goza; al primero le empuja la necesidad, al segundo se duerme sobre sus laureles; procuremos que unos y otros avancen de la misma manera; los unos resignados con su expiación y haciéndose digno por sus virtudes de recuperar el bien perdido, y los otros privándose de lo superfluo para enjugar el llanto de los desgraciados, celebrándose sus fiestas del modo que lo ha hecho Mercedes B. que ha llevado un momento de solaz a la triste morada de su infantil compañera.

¡Benditos sean los niños ricos que se acuerdan de los niños pobres!

Amalia Domingo Soler

La Luz del Camino