Cuando el hombre, proceda del campo que proceda, sea religioso, ateo, filosófico, etc., entra en el Espiritismo, se le desarrolla un campo tan grande de investigaciones, que, de momento, no se da cuenta de tanta grandeza.

A medida que va ensanchando sus estudios y sus experimentos, más grande es la perspectiva de lo que antes desconocía, y en todo ve la grandeza de Dios.

Tanto es así, que se queda el ser maravillado ante tanta justicia, amor, belleza y poder.

Entonces ve lo que significa su individualidad en esta creación; comprende su vida eterna, al menos en un principio; sabe que no se halla aquí por casualidad, que no es un ser venido a la Tierra sin plan ni concierto, sino que su existencia está unida al concierto universal de la creación y, además, nunca será abandonado, sino que está sujeto a una ley que alcanza a todos y que, como los demás seres de la humanidad, alcanzará con sus esfuerzos, más o menos tarde, su felicidad, su belleza, su sabiduría; sabe que puede retardar su progreso más o menos, pero que al fin tendrá que verse atraído por el amor universal, y tanto si quiere como si no, se verá un día impregnado de todo cuanto encierra de bello y grande el amor divino y formará parte de la gran familia de espíritus felices que gozan y trabajan dentro del amor divino.

Así pues, el ser encarnado, al descubrir su vida, su porvenir, la grandeza del objeto para el cual ha sido creado, siente admiración por la suprema sabiduría, por el Todo amor, por el Omnipotente Autor de tanta belleza, de tanta armonía y de tanto amor.

La impresión recibida al principio de convertirse al Espiritismo, debe procurar todo espiritista no solamente guardarla, sino aumentarla, porque de esto depende una gran parte de su  progreso.

Y digo esto porque, pasadas las primeras impresiones, el espiritista va olvidando el respeto y la adoración que debe al Padre, incurre en una falta de agradecimiento y esta falta le va separando de influencias que le son muy necesarias para el curso de su vida planetaria.

Si todo en la creación se atrae y compenetra, no puede dejar de existir esta ley entre la criatura y su Creador.

Aquí cabe citar lo que algunos espiritistas dicen: que a Dios no se le ha de pedir nada, porque Él no derogará la ley y que todo lo tiene dado.

Mala manera de pensar; Dios tiene la ley hecha y todo lo creado a disposición de sus hijos; pero a nosotros nos toca alcanzarlo; y teniendo, como tiene todo, su atracción, ¿no lo tendrá también el amor a Dios, el agradecimiento y su adoración? Si el espiritista siente, atraerá sobre él lo que siente.

Supongamos que un hombre tiene pensamientos malos sobre el crimen, el vicio, la vanidad; ¿no atraerá sobre él influencias que le impulsarán a ser criminal, vicioso y orgulloso? Pues si los deseos y pensamientos malos atraen influencias malas, ¿dejará de existir la misma ley sobre los pensamientos buenos y deseos del bien? No hay duda; porque si no, existirían dos leyes: una para dar y atraer el mal y otra para quitar el bien.

Pues si los pensamientos y buenos deseos hacia el bien atraen buenas influencias, ¿Cuánto más no las atraerá el que ame mucho al Padre, le adore en espíritu y verdad y procure seguir sus mandamientos?

Así que, sin derogar leyes ni conceder privilegios, el espiritista verdaderamente agradecido y enamorado de Dios, recibirá influencias que, como ya tengo dicho, le serán muy provechosas para el curso de su vida planetaria.

Tanto es así, que yo entiendo, que si todos los espiritistas nos hubiéramos fijado en lo antes dicho y hubiéramos sido prácticos en el amor divino, no nos encontraríamos tan diseminados y faltos de unión como nos encontramos.

Fíjense bien, mis hermanos; apenas se encuentra un Centro espiritista en donde no haya habido sus disensiones y algún Centro que se ha reducido a cenizas, y es porque la falta de caridad y amor entre unos y otros les ha impedido seguir el camino de unidad y de amor fraternal, a causa de defectos no corregidos, y a falta de aquella prudencia y mesura a que debe ceñirse en todos sus pensamientos y obras todo espiritista.

Si el amor y la adoración al Padre reinara en el corazón de todo espiritista, antes de decir y obrar se pensaría si lo que se dice o se hace está conforme con la Ley del Creador, del Padre, y si no se obrara como la Ley manda, el espiritista, lleno de amor a Dios, se apartaría de todo lo que no fuera justo por no faltar a la Ley y no ponerse en rebeldía contra El que todo es amor y justicia; muchas veces en lugar de hablar, cuyas palabras han promovido conflictos, hubiera callado y con su acto de indulgencia o de tolerancia hubiera dado un buen ejemplo, que habría servido de enseñanza a sus hermanos y él se hubiera evitado responsabilidades.

Yo he conocido espiritistas que todo lo fían a su criterio y a su saber, prescindiendo de tener vivo el amor a Dios y de otras prácticas que luego diré; pero esos espiritistas no saben que, por más entendidos que sean, prescinden de lo principal, y, sin que ellos se aperciban, caen en la corriente de todos; de manera que en sus conversaciones, en sus tratos, en sus maneras, casi no se distinguen de los demás hombres; tanto es así que si bien creen en el Espiritismo, no pasa de ser un Espiritismo mental, pero que no domina al corazón; por eso en muchos actos de la vida poco se distinguen de los demás que no conocen el Espiritismo.

De eso proviene que haya espiritistas que no hacen ningún daño, pero tampoco hacen ningún bien, y por poco más que el descuido se apodere de ellos, caen en ridículo y entonces ya hacen un mal a la propaganda de la doctrina que sustentan; y a veces suceden cosas peores, y es que algún espíritu obsesor influya de una manera muy directa en los espiritistas citados y les haga concebir y propagar teorías extrañas, que vienen a perturbar la marcha del Espiritismo, sembrando la duda en unos y la división en otros.

Y esto lo mismo puede acontecer a los que por su falta de instrucción todo lo encuentran bueno y maravilloso, como con los que penetran en regiones que, por no ser aún bien exploradas y entendidas, hacen afirmaciones y adoptan principios que ni consuelan ni edifican, y sólo sirven para llevar la confusión a las inteligencias exaltadas.

No es este folleto a propósito para hacer la crítica de tales teorías; sólo deseo dar reglas de conducta a los espiritistas de buena voluntad, para que puedan evitar ciertos escollos que tanto daño les pueden causar.

He dicho que el amor a Dios puede traer cierta influencia a todo espiritista que procure avivar en su ánimo este amor, y sepa transportarlo a las regiones del infinito por medio de la plegaria, la oración y las exhalaciones del alma.

¡Oración! He aquí un tema muy discutido y abandonado por muchos espiritistas. Separo toda oración rutinaria, distraída, convencional, sistemática.

Hablo de la oración que acompaña al sentimiento: la firme voluntad, el amor y la adoración al Padre; hablo de la oración que edifica, que consuela, que se siente en lo más hondo del alma; hablo de la oración que hace el ser que quiera emanciparse de las miserias y defectos de la Tierra.

Esta oración, entiendo que es tan necesaria a todo espiritista, que me atrevo a decir que el que prescinde de ella no se elevará a las cualidades morales que son necesarias para ser un buen espiritista.

Mas digo: el que prescinda de ella no podrá alcanzar, cuando regrese al mundo espiritual, ser espíritu de luz y se expondrá a serlo de tinieblas y de turbación, a no ser que sus trabajos y sus ocupaciones en la Tierra fueran la caridad y amor al prójimo, lo que poco sucede en este mundo.

Hemos de tener en cuenta que la humanidad está llena de errores, de maldad, de hipocresía, de egoísmo, de orgullo; cada ser de los que vivimos en este mundo, despedimos algo de nosotros mismos, de lo que somos; poned un espiritista en medio de tanta imperfección, y, a pesar de sus creencias, se contagiará con la atmósfera de los demás; si este espiritista no tiene el medio de quitarse de encima la influencia acumulada sobre él, le será imposible permanecer prudente, circunspecto, tolerante, justiciero; y como la ley obliga, si queremos alcanzar alguna felicidad espiritual, es necesaria la práctica de estas virtudes, si nos falta alguna, seremos ineptos para morar después entre los buenos; y si no somos aptos para vivir entre los buenos, hemos de ser contados en la categoría de los que no lo son; y allí donde la bondad no impera, no puede haber ni felicidad, ni luz, ni libertad.

Por eso, entiendo que el espiritista, para limpiarse de vicios, ha de saturarse de fluidos e  influencias superiores a las que nos rodean en este mundo, y, además, para que estas lleguen a nosotros, hay que ponerse en condiciones para poderlas recibir.

Cuando el ser ora con fervor, el espíritu se eleva en busca de su símil en el espacio; como los seres que habitan en él, su principal misión es la caridad universal, nunca dejan sin amparo al que con su voluntad llega a ellos; entonces se establece una corriente fluídica entre el que ora y la influencia que recibe, que le circunda de luz; aquella luz lo limpia de fluidos imperfectos que se han pegado a él, y al salir de la oración, no solamente se ha limpiado de los fluidos imperfectos que se han pegado a él, sino que le rodea la sana atmósfera de buenos fluidos; y así como los primeros eran un vehículo que facilitaba a todo espíritu de tinieblas el poderse acercar a él, los buenos fluidos son una valla que se oponen a que influencias perversas puedan dominarle.

Para más claridad pondré un ejemplo. Supongamos una casa de campo que está sin valla, ni muralla, ni dique de ninguna especie; a cualquier transeúnte que quiere acercarse a ella, no le cuesta más que el trabajo de ir y, aunque sea de noche, podrá llegar hasta las puertas de la casa, sin tomar ninguna precaución ni detenerse para nada.

Supongamos que este transeúnte sea un malhechor; se encontrará, sin correr ninguna clase de peligro, en las puertas de la misma.

Si la casa tiene una buena muralla y tiene sus puertas cerradas, ni el transeúnte ni el malhechor podrán acercarse a la casa sin antes pedir que le abran las puertas, o bien ha de saltar la muralla.

Así es que, tanto para el malhechor como para el transeúnte, una casa de campo amurallada ofrece mucha más dificultad de entrar en ella que el entrar en la que no tenga ni muralla ni dique de ninguna clase.

El espiritista que ora es la casa de campo amurallada, y el que no ora es la que está sin cerca ni murallas y por eso todas las malas influencias tienen más facilidad para acercarse a él.

Todo espiritista, pues, debe ser agradecido al Padre, debe adorarle por su grandeza, admirarle por las maravillas de la creación y debe respetarle por ser hijo de Él, porque en verdad el hombre no tiene otro Creador que Dios.

Él es nuestro Padre, nuestro Bien, nuestra Esperanza; a Él se lo debemos todo.

Él es el autor de toda la belleza que nos rodea, desde el ave que se eleva en el espacio, hasta el pez que se hunde en el agua; desde el monte en donde crece la encina y florece la violeta, hasta el astro que brilla en el espacio.

Él es el autor de la que concibió nuestro cuerpo en sus entrañas.

Él es el todo: la luz, el amor, la belleza, la sabiduría, el progreso, todo es de Dios.

Pues si el espiritista que todo esto sabe y no se siente atraído por tanta grandeza, tanto amor, tanto poder y vive olvidando a su Padre y pasa horas y días sin demostrarle su  agradecimiento, ¿qué calificativo le daremos? Yo callo en esto: pero el tal espiritista no siente aún en su alma lo que ha de sentir, no cumple con el primer deber de un buen espiritista, y es muy difícil que pueda ser apto para cumplir bien su misión.

En resumen:

El espiritista ha de ser ante Dios un buen hijo, que debe agradecer a su Padre el haberle creado; debe ser respetuoso con la grandeza de su Creador; debe adorarle por su Omnipotencia; debe amarle por su Sublimidad; y ese agradecimiento, ese respeto, esa adoración, ese amor, debe ponerlo de manifiesto al Todopoderoso tanto como pueda, ya para portarse como buen hijo ante tan sublime y amoroso Padre, como para atraerse su influencia y la de los espíritus buenos que tanto necesitamos en nuestro estado de atraso, y en un mundo en donde impera la ignorancia y el dolor.

 

Miguel Vives y Vives
Guía Práctica del Espiritista