Un lecho de flores

Es indudable que la disgregación de la materia impresiona dolorosamente, no sólo cuando esa crisis se verifica en individuos de nuestra familia o de seres amigos: un enfermo que camina lentamente al sepulcro y un muerto que cae en la fosa le causa pena su contemplación al más indiferente.

Si es un niño se exclama: ¡Pobre ángel! ¡Pobre flor en capullo!… ¿Por qué no esperas a entreabrir tu corola entre nosotros para que aspiremos el perfume de tu sentimiento?

Si es una joven de quince años que languidece y muere se murmura con melancolía: ¡Cuánta dicha perdida! ¡Una familia de menos en la Tierra, de la que pudieran haber salido héroes y genios!

Si es una mujer de edad madura, rodeada de sus hijos y atendida y respetada de su esposo, la que sucumbe al peso de su pertinaz dolencia, se dice con tristeza: ¡Qué pérdida tan irreparable! ¡Niños sin madres son hojas secas arrancadas por el vendaval del infortunio del árbol de la vida!

Y si es un anciano el que se va, aunque causa menos pena su desaparición, porque su muerte no trunca las leyes de la naturaleza, siempre se suspira melancólicamente; quizás porque nos asusta lo desconocido; más de todos los seres que abandonan la Tierra ninguna causa tanta pena (exceptuando a la madre rodeada de pequeñitos), como una niña de quince años y es que acostumbrados al cumplimiento de las leyes naturales, que todo da fruto, que todo se reproduce, el truncamiento de esa ley impresiona tristemente, más aún, impresiona dolorosamente y hablamos por experiencia.

A pesar de nuestras ideas espiritistas, aunque estamos plenamente convencidos que los muertos viven y que al salir de la Tierra es ventajoso para el Espíritu, puesto que este mundo no es más que una penitenciaría donde se vive muriendo y que la existencia breve (si no se acorta por los abusos), es señal infalible (puede decirse), que no se tienen grandes cuentas que saldar, a pesar de saber con certeza todo esto, nos impresionamos tristemente siempre que vemos a Elvira, niña que aun no ha cumplido quince años, alta y gentil como las palmeras, de rostro agradable y risueño, con ojos grandes y expresivos, animados con el fuego de la fiebre lenta que la consume. Elvira nos parece uno de esos arbustos que crecen en el fondo de una sima, privados de la hermosa luz del sol, que toda su savia la emplean en subir y más subir, buscando los rayos solares; de igual manera ha crecido Elvira, es alta, muy alta, pero sin desarrollo alguno, en su pecho bastante hundido, no hay esas dos protuberancias esféricas tan necesarias a la mujer que, al ser madre, se convierten en dos fuentes de vida, donde los pequeñuelos encuentran el más preciado alimento.

Su palidez cadavérica, el brillo extraño de sus grandes ojos, la melancólica sonrisa de sus labios, algo inexplicable que encontramos en ella, todo indica (a no verificarse una crisis inesperada en sentido favorable) que, Elvira, antes quizá de cumplir quince años, dirá a su pobre madre: ¡Adiós, madre mía, los ángeles me esperan! Y dejando caer su artística cabeza sobre la almohada cerrará sus ojos en la Tierra para abrirlos en la eternidad.

Siempre que vemos a Elvira murmuramos con tristeza, sin que llegue hasta ella el eco de nuestras palabras: ¿Por qué te quieres ir?… ¡Tienes una familia cariñosa que se ha esmerado en educarte, que se ha complacido en instruirte, no has conocido los horrores de la miseria, tu muerte quizá haga otra víctima en tu madre! ¡Eres tan joven! ¡Tan simpática! ¡Tal vez encuentres la realidad de tus hermosos sueños permaneciendo en la Tierra! ¡No te alejes, Elvira! ¡No te apartes de nosotros!… y como si la niña comprendiera algo de nuestra dolorosa ansiedad nos mira sonriendo dulcemente, dirigiéndonos chanzas infantiles.

La última vez que la vimos estaba tan pálida que nos impresionó más que de costumbre y dijimos con profunda tristeza: ¡Señor!… ¿Por qué te la llevas? ¡Dejadla entre nosotros! ¡Es tan niña!… y al pronunciar estas frases alguien nos dijo al oído: ¡No sabéis lo que pedís! …Desde aquel instante nos domina una dulce melancolía, desde aquel día estamos meditabundos y hoy dejamos correr nuestra pluma al impulso de la inspiración, pues hay un ser de ultratumba que nos dice así:

¡No sabéis lo que pedís! Os dije hace algunos días y siempre os diré lo mismo si os oigo lamentar la muerte prematura de una joven.

¿No sabéis que morir es renacer? ¿No sabéis que mientras más corta es la existencia menos responsabilidad se adquiere? ¡Feliz el Espíritu que su adelanto le permite abandonar la Tierra en edad temprana! ¡Verdad que para una madre amantísima es muy triste contemplar a la hija de su alma acostada en un ataúd, cerrados sus ojos!… ¡Cruzadas sus manos!… ¡Descansando en su pálida frente una corona de rosas blancas!… ¡Más allí descansará pura!… ¡Aquel cuerpo no ha sido profanado!… ¡Dentro de aquella juvenil cabeza no se ha fraguado ningún crimen!… ¡Ah!… ¡Cuánto hubiera yo ganado si antes de cumplir quince años hubiese abandonado la Tierra!

La última vez que estuve en ese mundo elegí una familia modesta y honrada, mis propósitos fueron buenos, pero no realicé ninguno.

A pesar de verme muy querida de mi madre y de mis tres hermanas mi Espíritu se asustó ante la lucha de la vida y en lugar de ayudar al desarrollo del organismo que había escogido, procuraba más bien aniquilarlo con repetidos ayunos, puesto que mi inapetencia era tan extremada que mi pobre madre se volvía loca ante mis obstinadas negativas siempre que me querían dar alimento.

Como fui la más pequeña de mis hermanas y antes de nacer yo murió mi padre (que había sido amantísimo de sus hijos), todos mis deudos quisieron indemnizarme de tal pérdida, queriéndome mucho, desviviéndose todos por la huerfanita, que así me llamaban; mi nombre de bautismo, (que fue el de Ana) nadie lo pronunció en mi familia, todos me siguieron diciendo la huerfanita que con el transcurso de los años, convirtieron en un nombre llamándome Fanita.

Crecí lánguida, triste y voluntariosa; los mimos de mi familia los agradecía y al mismo tiempo me exasperaban, porque como yo tenía deseos de abandonar la Tierra sin darme cuenta de ello, aquella tiernísima solicitud de mi madre y de mis hermanos, me contrariaba tan profundamente, que respondía con desdenes a sus caricias, y ellas decían que la aspereza de mi carácter era efecto de la enfermedad que me consumía.

Cumplí los quince años entre la vida y la muerte, y haciendo mi familia un gran sacrificio, me llevaron a un pueblecito situado en la cumbre de una montaña, a ver si la pureza de aquellos aires, me reanimaban, acompañada de mi hermana mayor que me quería tanto como mi madre.

Allí lograron vencer la repugnancia que yo sentía a tomar alimento; miel, leche, frutas, manteca, vinos bien preparados, aves en abundancia, corderitos recién nacidos, y sabrosísimo pan de flor, todo me fue ofrecido por la familia del Padre Leoncio, cura del pueblo, que a la razón se encontraba fuera del lugar, y en cuya casa nos hospedamos mi hermana y yo.

En breve tiempo se colorearon mis pálidas mejillas, se enrojecieron mis blanquecinos labios, se animaron mis muertos ojos, y adquirí la fuerza y el vigor de la juventud.

Mi pobre madre vino a verme y me estrechó contra su corazón, creímos todos que la intensidad de su alegría trastornaría su razón. ¡Qué júbilo tan inmenso! ¡Su Fanita su huerfanita adorada que le costaba tantas lágrimas! ¡Tantas angustias! ¡Tantas vigilias! Pues había velado mi intranquilo sueño noches y noches, pudiéndose decir, que desde que me dio a luz, no había dormido una sola noche tranquila; y aquella niña del milagro, (como muchos me decían) se había salvado de las garras de la muerte, y al salvarse se había transfigurado. De huraña me volví cariñosa, a mi habitual indolencia, a mi pereza nativa, la sustituyó la mayor actividad, tomando parte en todas las faenas domésticas con infantil regocijo.

La familia del Padre Leoncio me quiso mucho por mi docilidad y buen deseo, y mi pobre madre me miraba y no podía convencerse que aquella joven activa y laboriosa, fuese su enfermiza y desdeñosa Fanita; cambio tan repentino asombraba a todos, y mi madre no sabía qué hacer, si dejarme en aquel lugar o llevarme a su lado, mas el médico le dijo que en cuanto me llevasen a la ciudad desandaríamos el camino andado; y tanto me quería mi madre que, perjudicando los intereses de toda la familia, desoyendo las justas quejas de mis hermanas, que no querían dejar la capital para vivir en un pueblo de la montaña, se estableció en el punto donde yo había vuelto a la vida.

Como toda mi familia me quería entrañablemente al verme risueña y contenta se resignaron mis hermanas de muy buen grado a perder los goces de una gran ciudad y durante un año nuestra casa fue un paraíso.

Mi carácter se dulcificó tanto que no parecía la misma, ¡Qué días tan hermosos! ¡Han sido los únicos felices de mi vida!…

¡Todo sonreía en torno mío!… ¡Todo me brindaba amor y alegría!

Le tomé afición a la vida y todo el empeño que antes tenía en no alimentarme lo tuve después en estudiar lo que mejor me convenía para adquirir fuerzas.

El Padre Leoncio había vuelto de su viaje, era un hombre joven, simpático para todos, menos para mí; como el corazón rara vez se engaña, cuando en unión de su familia salí a recibirle a una legua del lugar y le ví bajar del caballo para abrazar a su madre sentí unos deseos de huir de aquel sitio, que tuve que dominarme para no cometer una imprudencia.

Cuando me presentaron a él me miró fijamente y un temblor convulsivo se apoderó de mí; desde aquel día sentí una inquietud que se aumentó desde que oí una conversación que tuvo el cura con mi madre, a la vuelta de un largo paseo por el campo; había cerrado la noche y, sin saber por qué, me propuse expiar a mi madre y al padre Leoncio, que la llevaba del brazo y le decía.

No le quede a usted duda que, Fanita, si no se tiene gran cuidado, es muy fácil que se vuelva loca; yo he estudiado medicina y en cuanto la ví conocí que su cabeza  no estaba muy segura, pero Dios mediante confío ponerle buena si la deja usted a mi cuidado.

Mi madre y todos los míos, que estaban dominadísimos por el clero, creyendo ciegamente que los sacerdotes eran los elegidos del Señor, dieron crédito a sus palabras, pues tuvo buen cuidado de darle aviso a mis  hermanas, exigiéndoles el mayor secreto y desde entonces, con una habilidad satánica, el Padre Leoncio impuso a todos su voluntad, convirtiéndose en árbitro de mis acciones.

Comprendí con espanto que toda mi familia me miraba con lástima, creyendo buenamente en el trastorno de mis facultades mentales y, temblando ante un peligro desconocido, ante un monstruo informe que no veía, pero que hasta mí llegaba su aliento abrasador, vi formarse el vacío en torno de mí y, creyendo conjurar la tormenta, llegué a decirle a mi madre que el Padre Leoncio era un miserable seductor, que me perseguía, que me asediaba, que me amenazaba con encerrarme en el hospital de locos, si no cedía a sus impuros deseos y, mientras yo más me exaltaba, cuanto más le decía a mi madre vámonos de aquí, sacadme de este infierno, más creía la infeliz en mi locura y contaba a mi perseguidor todo cuanto yo le decía.

En esta horrible lucha estuvimos algún tiempo, hasta que aquel miserable me dijo claramente:

Entre los dos hay un loco y ese soy yo; quiero tu cuerpo, tu hermoso cuerpo de grado o por fuerza, si te resistes te encerraré en un manicomio y de todos modos serás mía, en cambio si accedes a mi loca pasión vivirás con tu familia, diré que te has puesto buena y todo volverá a su antiguo régimen, elige.

Cuando me hicieron tan horrible proposición tenía yo poco más de diecisiete años, tuve miedo al manicomio y a los calabozos de la inquisición y cedí a los frenéticos halagos de aquel hombre, que abusó indignamente de mi temor y de mi inexperta juventud.

Él siguió con su infame comedia, diciendo a mi familia que confiaba ponerme buena, más yo en tanto palidecía y sentía extraños antojos, mi pobre madre no sabía a qué atribuir mi decaimiento y mi inapetencia hasta que, llegando al colmo de la iniquidad, mi infame seductor le dijo a mi madre que sin duda alguien del pueblo había abusado de mi trastorno mental y llevaba en mis entrañas el fruto de mi extravío, y que para evitar el escándalo y la deshonra de mi respetable familia él se encargaba de colocarme en un lugar a propósito para que diera a luz, sin que nadie se enterara de lo ocurrido, pudiéndose decir a todos que me habían puesto en cura.

Mi madre, alucinada por completo, aun besó con transporte las manos de mi verdugo, diciendo que gracias a él se salvaba el honor de su familia, que a él me entregaba, porque sólo en él tenía confianza; y yo aterrada ante tanta infamia de una parte y tanta credulidad de otra, enmudecí y me dejé llevar donde quisieron, acompañada del Padre Leoncio y de una parienta suya muy anciana.

El tiempo que precedió a mi alumbramiento fue tristísimo para mí, las frenéticas caricias de aquel hombre me eran tan odiosas, tan repulsivas, y me daba tal horror y tal asco al pensar que iba a ver en el mundo un hijo de aquel monstruo, que antes de nacer ya le odiaba, y decidí ahogarle antes que sus miradas me enternecieran.

La fatalidad favoreció mis planes, di a luz lejos muy lejos de la casita que habitaba, burlé la vigilancia de mi carcelera y me fui lejos, muy lejos de mi prisión, y sola, en medio de un bosque me sentí acometida de horribles dolores que me duraron no sé cuanto tiempo, dando a luz un niño que al lanzar su primer vagido le estrangulé con una rabia feroz sintiendo una satisfacción inmensa al destruir a aquel ser inocente. Después realmente perdí la razón y cuando la recobré, habían pasado diez años.

Cuando me dí cuenta que existía, me ví rodeada de seres indiferentes, sólo un anciano me fue simpático cuando dijo: ¡Gracias a Dios! ¡Ya está buena! ¡Pobrecita!… ¡Cuánto ha sufrido!

Todos los sucesos pasados reaparecieron nuevamente en mi memoria, fui preguntando por mi madre, por mis hermanas, por el Padre Leoncio y evitándome impresiones violentas, supe después de algunos días que mi madre había muerto, que mis hermanas se habían casado, ignorándose el punto de su residencia y que el Padre Leoncio se había marchado a América.

Mi familia me había olvidado por completo, ninguno de mis parientes recordaba a la infeliz Fanita víctima de la más odiosa iniquidad; pero como nunca le falta al desgraciado un ser que vele por él, yo tuve al médico del hospital que era a la vez propietario de aquel santo Asilo; y aquel hombre generoso, aunque hacía cinco años que ninguno de mi familia había preguntado por mí, él me siguió prodigando sus paternales cuidados, consiguiendo con ellos mi completa curación.

Muerta mi pobre madre, que la infeliz murió de pena, no traté de averiguar el paradero de mis hermanas, su vista me hubiera hecho sufrir mucho, al salir del hospital usé mi nombre verdadero, y Fanita desapareció para siempre quedando en su lugar Ana del Monte, mujer de veintiocho años desengañada de todo, escéptica, atea, negando hasta la existencia de mi ser, con un odio tan profundo, tan feroz, tan implacable a todos los sacerdotes, con un deseo tan vehemente de vengarme de aquel que había causado mi desgracia, mi deshonra, la muerte de mi santa madre, y la desunión de mi familia, que aquella fatal idea se convirtió en pensamiento fijo, mas me guardé mucho de decirle a mi protector lo que pensaba; conseguí por su mediación que me admitieran en una casa noble en calidad de doncella de la señora, mujer muy recatada, de muy buenas costumbres, dominada en absoluto por su confesor.

Tres años permanecí en aquella casa adquiriendo noticias y hurtando cuanto dinero podía. Yo no tenía más afán que matar al autor de mi desgracia y para eso necesitaba oro, mucho oro, porque tenía que hacer una larga travesía por mar y no se me ocultaba que con dinero en todas partes se compraba la conciencia de los jueces y se adquiría la libertad.

Secundó mis planes; (sin saberlo) el esposo de mi señora que me hizo su concubina, guardando la mayor reserva, y un obispo que se hospedó en la casa fue inconscientemente el encargado de decirme que el Padre Leoncio se encontraba en la ciudad de N… dirigiendo la educación de un centenar de niños nobles, en un colegio reputado por el primero en su clase, siendo el Padre Leoncio querido y respetado por la austeridad de sus costumbres y por sus magnánimos sentimientos.

Mi alegría fue inmensa. Di motivos para que la señora me despidiera de su lado, y salí de aquella casa siguiendo mis ilícitas relaciones con el dueño de ella, y cuando tuve todo lo que creí necesario, me embarqué con rumbo a la ciudad N… a donde llegué la víspera de Navidad después de seis meses de viaje.

Me hospedé en una fonda, y a la mañana siguiente me hice acompañar al colegio del Padre Leoncio, y llegué en el momento que (según me dijeron), se estaba preparando para dirigir una plática a sus discípulos en el oratorio de la casa; como era día festivo la entrada era pública, me confundí con los fieles que esperaban anhelantes oír la evangélica palabra del Padre Leoncio. Salió éste de la sacristía, yo estaba al pié del púlpito y le cerré el paso diciéndole con voz terrible.

¿Me conoces miserable?… y antes de que tuviera tiempo de pedir auxilio, le clavé con mano certera un puñal en el corazón.

Ni un ¡Ay! pudo exhalar, quedó, muerto en el acto, la confusión que siguió a mi venganza fue horrible, estuve espuestísima a morir despedazada por aquellos alucinados que miraban en el Padre Leoncio un enviado de Dios; por milagro me salvé de las garras de la indignación popular, pero no del poder de la justicia a la que yo misma pedí protección.

No me importaba morir, la vida me era odiosa, pero quería antes execrar la memoria de aquel miserable, y ante los jueces declaré todos sus crímenes, toda su alevosía, toda su maldad sin olvidar el menor detalle: con lo cual me salvé de morir en un patíbulo, siendo condenada a prisión perpetua en la que entré con ánimo sereno porque estaba muy satisfecha de mí misma.

La vida me era una carga odiosa, lo mismo me daba vivir que morir, aquel miserable me había condenado a los más horribles remordimientos; la sombra de mi hijo me perseguía siempre, no terrible y amenazadora, sino triste, muy triste y dolorida, ¡Pobre hijo mío!…En la prisión concluí mis días rodeada de seres criminales que se reían de mis remordimientos, y cuando dejé la Tierra, ni una mano piadosa cerró mis ojos ¡Ni una plegaria se entonó a mi memoria!

¡Qué diferencia entre el nacer y el morir!… al llegar a la Tierra una madre me estrechó en sus brazos, jóvenes cándidas y buenas me rodearon, y todas exclamaron:

¡Pobre huérfanita! No tiene padre, pero todos la querremos tanto, que no echará de menos su cariño, y me amó mi familia con delirio, todos procuraron hacerme dichosa, quise irme de la Tierra, y su amor me tendió las redes del cuidado y del cariño, de la solicitud y del sacrificio; y cuando su abnegación triunfó de la muerte, cuando toda mi familia se sacrificó por verme sonreír, un hombre sin entrañas, sin corazón, sin sentimiento por satisfacer sus impuras, sus violentísimas pasiones, me arrancó de aquel edén, me cubrió de infamia; me hizo odiosa a mi familia; ¡Que tanto me había amado!

Sembró la inquietud y la zozobra en mi hogar, formó el vacío en torno de mí, hasta el punto que cuando salí de mi casa todos se alegraron de mi partida, hasta mi pobre madre, que estaba avergonzada de su Fanita, de aquella niña que tantas lágrimas le había costado ¡Cuanta perversidad se encierra en algunos seres!…

Si a mi pobre madre, cuando me veía morir, le hubiesen dicho. Esa niña que tanto te empeñas en arrancar de los brazos de la muerte, más tarde será infanticida ¡Venderá después su cuerpo para adquirir oro, y atravesará los mares para matar a un hombre, yendo a morir en una prisión donde nadie cerrará sus ojos!

Si mi madre hubiera comprendido lo que me esperaba, creo que ella misma me hubiera dado la muerte; por eso me dísteis lástima cuando mirábais a esa niña pálida y decíais por lo bajo: ¡Elvira! ¡No te vayas! ¡Quédate con nosotros!… ¡Ay! ¡No sabéis lo que pedís! Cuándo deseáis que una mujer prolongue su estancia en ese mundo!

Cuidad a vuestros enfermos, eso sí, prodigadles los auxilios de la ciencia y el consuelo de vuestro amor, pero si se doblan como lirios marchitos, si se inclinan como los sauces buscando una tumba, no os desesperéis, no los llaméis con esos gritos que hacen vacilar a los espíritus. ¡Dejadlos!.. ¡Dejad que los proscritos vuelvan a su patria! ¡Dejad que los prisioneros recobren su libertad!

Cuando veáis a una niña que quiere irse, ¡Acordáos de mí! Acordáos de la pobre Fanita que tantas responsabilidades adquirió en su última existencia y dejad que las vírgenes abandonen la Tierra, ciñendo su frente la corona de níveas rosas, llevando en su diestra la palma, cual símbolo bendito de su pureza inmaculada.

¡Morir joven! ¡Morir sin manchar las hojas del libro de su vida!¡Qué más gloria… qué más felicidad para el Espíritu!…¡Sabéis lo que vale una existencia sin crímenes!sin horrores!… sin remordimientos!

Dejad que las jóvenes anémicas dejen ese mundo, son espíritus que huyen del contagio, y al desear que permanezcan en la Tierra ¡Pobres ciegos! ¡No sabéis lo que pedís!.

Adiós.

¡Aquí se vive tan mal!… los espíritus que piensan se encuentran tan aislados!.. tan abandonados!,… y las fuerzas son tan escasas en la mayoría de los terrenales, que sucumben muy fácilmente por miedo, por ignorancia, por frío en el alma: que ávida de  calor, le busca a veces en el volcán del vicio, y hasta en el cráter del crimen.

Permanezcan en la Tierra los espíritus fuertes aquellos que a semejanza de los viejos marinos desafían todas las tempestades, y salen victoriosos en la ruda batalla de la vida; y las almas débiles, las que se han formado un organismo endeble, las que a semejanza de la sensitiva repliegan su corona cuando una mano quiere profanarlas: váyanse en buena hora con sus castos recuerdos dejando en la Tierra una estela luminosa.

¿Te irás Elvira? ¿Dejarás tras de ti, el llanto de tu madre y la tristeza de tus amigos?

Si te espera la expiación, si te aguarda la deshonra… vete!… ¡Huye del contagio de la Tierra! No manches con el cieno de este mundo tu virginal corazón, llévate los castos recuerdos de tu infancia, las inocentes alegrías de tu adolescencia! Los besos purísimos de tu madre, y la inmensa simpatía que mi Espíritu siente por ti.

 

 

 

Amalia Domingo Soler

La Luz del Camino