Recordaciones

RECORDACIONES

Un lecho de flores

¡Hermosas recordaciones de las noches de mi aldea lejana!…

¡Aún hoy, revuelvo la ceniza de los siglos, para buscar tus reminiscencias, que me llenan el alma de encantamiento y poesía!

Noches de primavera, de luna blanquísima, en que yo rociaba con mi llanto las flores del modesto jardín del presbiterio, cuando confiaba a Dios mis oraciones de sacerdote católico, alma exiliada dentro de la vida, ramo fenecido en los vergeles dichosos de los hombres de la Tierra.

Dolorosas meditaciones, en las que mi corazón, ávido de cariño y de afecto, interrogaba a la bóveda celeste sobre el porqué de mi sacrificado destino.

¿Por qué el sacerdote no podría amar como las otras criaturas?

¿Por qué todos poseerían la ventura de un hogar risueño, donde brillasen las sonrisas de la esposa y el amor de los hijos, y el hombre que se consagrase a las labores de la iglesia habría de vivir aislado, cuando su corazón deseaba vivir?

Lloraba entonces, copiosamente, oyendo, en el silencio de las flores y de las estrellas, voces apagadas que apenas susurraban en lo íntimo de mi ser:

-“¡Ingrato! Al sacerdote le fue confiada la más sublime misión de amor.

¿No tienes esposa? Ama la pobreza desvalida, a tu hermano sufridor de la Humanidad.

¿No tienes hijos? ¡Conságrate a los infelices! Séles el padre amoroso y compasivo, lenificándoles los padecimientos, confortándolos en la desgracia.

Tienes sed de amor y existe una infinidad de seres que se sienten abrazados en esa sed devoradora: ¡Huerfanitos abandonados, mendigos sin pan y sin hogar, ojos sin luz, multitudes de despreciados que imploran, con toda el alma en los labios, una limosna de amor!

¡Procúralos y reparte con ellos tu corazón!

¡Amar es plantar la felicidad en la Tierra! Ama y seguirás fielmente los luminosos pasos de Jesús”.

Lamentaba entonces, largamente, mis minutos de flaqueza en la ardua tarea a la que me consagrara voluntariamente y me consolaba, soñando con un sitio estrellado, después de la existencia terrena, al lado de una joven pálida, de cabellos negros, que sonreía divinamente.

Fue en una de esas noches iluminadas, repletas de matizados perfumes de la primavera, cuando después de mis meditaciones, acariciaba la cabeza de Sultán, cuando fui sorprendido por insistentes llamadas.

Era un antiguo criado del castillo de M… que yo muy bien conocía,exclamando lacrimosamente:

-“Padre, venid conmigo, que el conde de M… quiere entregaros sus últimos pensamientos…”
– ¿Cómo? ¿El conde Henoch, a quien vi ayer gozando de una envidiable salud?
– Sí, Padre. Fue acometido de un mal súbito y nadie espera por la vida del Sr. Conde, que ya se halla agonizante.

Sultán me dirigía su mirada inteligente como diciéndome:
– “¡Vamos!”

Y allá me fui, siguiendo las pisadas del mensajero, inmerso en los más atroces pensamientos.
Si hubo en mi vida de padre católico algo que me repugnase, era por cierto el trabajo penosísimo de ocupar el tribunal de la confesión, inquiriendo en las conciencias ajenas, lo que siempre consideraba un crimen.

Me aterrorizaba los secretos que todos guardaban avaramente y que no se avergonzaban en traérmelos, cuando solamente a Dios deberían confiarlos.

¿Qué me podría decir en la hora extrema el conde Henoch?

Lo conocía desde joven, como hombre honesto y bueno, justo y generoso.

Desposara, hacía poco tiempo, a una muchacha de las cercanías, de nombre Margarita, muy garrida y bella, un tanto frívola y vanidosa.

Sabía que vivían felices, amándose con el mismo cariño de los primeros días del matrimonio, que yo bendijera al pie del modesto altar de la capilla de la aldea.

Mas, iba yo, lentamente, con un velo de tristeza infinita cubriéndome el Espíritu, que se sentía absorbido por amargos presentimientos.

Imploré el amparo de las fuerzas invisibles en aquel trance y me sentí reanimado para llevar adelante la tarea que adivinaba penosa.

En esa disposición de Espíritu penetré en los aposentos lujosos del conde Henoch, que se hallaba con los ojos semicerrados, pareciendo dormir.

La Condesa estaba allí, agitada, con un aspecto de gran aflicción.

Le pedí que se apartase por unos momentos, para que yo permaneciese a solas con el agonizante, en quien ya se dificultaban los movimientos de la respiración.

Lo llamé, suavemente, como quien recela despertar a un niño.
Henoch abrió los grandes ojos tristes.

Una gruesa lágrima se deslizó por la faz pálida, al verme, murmuró en voz casi imperceptible:
-“Padre Germán… muero con la conciencia tranquila…

y con la certeza…

de que Margarita me envenenó.

Descubrí su traición al juramento conyugal y algunas gotas de un tóxico infalible… me llevan para el túmulo… El médico…”

Pero, no terminó, el infeliz.

Prolongado sollozo le reventó del pecho y la voz se le extinguió.

Un suave pavor le cubrió la frente, gotas álgidas de sudor le inundaron el rostro, ensopando las almohadas. Comprendí que había llegado la hora de su desprendimiento.

Con el alma profundamente sensibilizada, le hablé a los oídos, abrazándolo:
“¡Hijo, no guardes resentimiento a quien quiera que sea! ¡Es preferible, mil veces, ser víctima, que verdugo! Tu alma, limpia de las máculas del delito, partirá hacia las mansiones de Dios, buscando la porción de felicidad que le pertenece con justicia, mientras tus asesinos cargarán las cadenas del remordimiento durante siglos…

Parte, ¡Hijo amado! ¡Que Jesús reciba en sus brazos amorosos y tutelares tu Espíritu bondadoso!…”

Una sonrisa divina fluyó en los labios del cadáver.

Intensa emoción hacía vibrar todas las fibras de mi corazón; no pude retener las lágrimas.

Me parecía que aquella alcoba adornada se iluminaba de otras luces más hermosas y sutiles; y se me figuraba divisar entidades radiantes, deslizándose sobre los tapetes dorados, algunas en actitud de oración al Creador, otras extendiendo las manos compasivas y tiernas al alma del esposo traicionado, ungiéndole de consolaciones.
Después de orar con fervor al Señor del Universo, abrí la puerta del aposento.
La Condesa entonces se precipitó sobre aquel cadáver pálido y triste, que parecía sonreír.
Lo besó y abrazó, frenéticamente, pidiéndome angustiada que le repitiese sus últimas voluntades.

¡Oh! ¡La miseria humana!…

Un dolor más profundo me dominó totalmente.

Sin coraje para reproducirle las últimas palabras del Conde, murmuré entristecido: “Adiós, señora. Juzgo haber cumplido mis deberes sacerdotales, junto a vuestro esposo, que expiró en mis brazos, pero, sin poder dirigirme, una sola frase.

Esa alma bondadosa se llevó consigo para el túmulo sus últimos deseos”.
La condesa de M… al oírme cambió de semblante, pareciendo que le habían arrancado muchas toneladas de encima del pecho.

Me despedí del castillo con la muerte en el alma, conmovido con el sufrimiento de aquel hombre justo, que sucumbiera a los golpes de las perfidias mundanas.
Nunca más regresé a aquellos sitios, y durante muchas noches consecutivas oré por el alma de su propietario, pensando en el misterio de aquella muerte repentina, que a todos impresionara profundamente.

El secreto, que permanecía en mi pecho, dolorosamente oculto en mi corazón, me hacía casi enloquecer de angustia; jamás lo conocería el mundo.
Pero lo que más me afligía, era el endurecimiento y la hipocresía del Espíritu de Margarita, que después de un año de formalidades en lujos espectaculares y pomposas exequias, salió del asunto, desposando de ahí a dos años al médico que diagnosticara la “enfermedad” del desventurado Henoch.

El nuevo esposo de la Condesa se enseñoreó de toda la inmensa fortuna del condado de M…, malgastando grandes haberes en placeres fáciles, acompañado de la fútil y cruel Margarita, que iba descendiendo de abismo en abismo.
Muchos años habían transcurrido sobre los hechos relatados, cuando, un día, los dos esposos aparecieron en la aldea, después de largo tiempo de permanencia en las ruidosas capitales del Viejo Mundo, donde se entregaban a todas las disipaciones, con la fortuna totalmente reducida.
La Condesa, ya en la edad madura, buscó la sombra del árbol de la religión para apagar el fuego devorador de los remordimientos que la agobiaban.

Era así que, todos los días comparecía puntualmente al sacrificio de la humilde misa de mi modestísima iglesia; pero, jamás se dirigió al confesionario, donde yo tampoco la deseaba, porque, si a muchos pecadores acogiera con benevolencia y cariño, recelaba usar la aspereza con aquella mujer sin entrañas, que no trepidara en manchar sus manos en horrorosos delitos.
En mis prácticas a los fieles, escogía siempre asuntos que pudiesen tocarle el corazón empedernido en el crimen y varias veces, durante el tiempo en que, finalizando sus días terrenos, expandía, tarde, su fe, la vi prosternada delante del Señor Crucificado, derramando llanto doloroso, en la más profunda contrición.
¡Yo gozaba íntimamente, al verla en tal actitud, pues reconocía el regreso de una oveja extraviada al rebaño de Jesús!
Pasaron algunos años así, hasta que, una mañana, vinieron a buscarme, a su pedido, para confesarla, sintiendo que se le aproximaba el instante de la muerte.
Era la primera vez que yo volvía a su casa señorial, después del fallecimiento del inolvidable Henoch.

Sin embargo, allá, encontré solamente el cadáver de la Condesa.
La ruptura de los vasos sanguíneos del corazón le ocasionara la muerte, después de algunos días de padecimientos físicos.

Sus ojos quedaran desmesuradamente abiertos,fijos, tal vez, en alguna visión fatídica y horrorosa

¡Ah! Seguramente aquella alma se confesaría a Dios; le pediría perdón para sus grandes pecados.
Una buena porción de tiempo viví aún en mi aldea querida, en medio de los niños que adoraba, a quien amaba como padre, adornando de flores una tumba en el cementerio, ataviando los modestos altares de mi templo carcomido y casi en ruinas, con los primores de la Naturaleza, cercado por el respeto de mis parroquianos afectuosos, amado más particularmente por algunos seres que me eran profundamente queridos al corazón, desde las épocas remotas de otras existencias, ya transcurridas, elevando hosannas al Señor, que se dignaba bondadosamente conceder tantas alegrías a su siervo imperfecto.
Innumerables veces, cuando me dirigía con los niños a la Fuente de la Salud, situada en el camino que conducía al antiguo castillo de M…, me recordaba de Henoch y Margarita y rogaba a Dios por aquellos dos espíritus que, ciertamente, ya se habían encontrado en el umbral de la Eternidad.

Al final, con el organismo deteriorado por las luchas de la Tierra, también partí, en demanda del firmamento luminoso, que poblaba de encantadoras esperanzas mis sueños de alma exiliada.
Cuando me vi rodeado de amigos queridos, que me habían precedido en el Más Allá, noté que Henoch era uno de los primeros que venían sonriente a mi encuentro.
Se reavivó entonces en mi Espíritu el doloroso drama de su existencia y lo abracé emocionado; me agradeció conmovido el interés que yo siempre manifestara por él, durante mis días planetarios, y, junto a otros desvelados mentores y amigos espirituales, sintiéndonos todos envueltos en los santos efluvios del amor divino, gozamos intensamente la realización de los más bellos sueños, que los sufridores de la Tierra apenas vislumbran, en medio de sus agrios padecimientos.
Deslumbrado por tantas y tan inmensas maravillas, que el Padre concede a todos sus hijos que lo quieran buscar por el cumplimiento de los deberes, olvidé por largo lapso de tiempo las cosas terrenales, para meditar solamente en Dios y en Dios vivir.
Pero más tarde, vine a saber, por intermedio de Henoch, la situación angustiosa del Espíritu infeliz de Margarita.

Sufría atrozmente con los remordimientos que la perseguían como chicotes de llamas, haciéndole vivir en un horroroso infierno, donde imperaban todas las tinieblas y todos los dolores reunidos.

En medio de sus padecimientos, no conseguía oír la voz consoladora de sus amigos redimidos, escuchando apenas los gemidos, las clamorosas blasfemias, los sollozos prolongados, de sus compañeros de tormento.
Un cuarto de siglo pasó, antes que el alma de la ex-condesa de M…,consiguiese escuchar nuestros consejos que la incitaban a suplicar al Creador una nueva existencia de luchas.
Margarita había derramado muchos llantos remisorios, hijos de sincero y profundo arrepentimiento; pero, era preciso volver a la Tierra y conquistar en el sufrimiento su felicidad futura.

Al final, sin que nunca se hubiese encontrado con Henoch, su antiguo compañero de existencia planetaria, reencarnó en una aldea paupérrima de Istria, localizada en la región triestina.
¡Dejemos correr algunos años!…
Acompañamos a una pobre mujer, vagabunda y andrajosa, que se aproxima a la viejísima aldea de A…, en el litoral del Adriático.

Los niños se espantan, al verla, a pesar de ser joven aún.

Todos se ríen, sin piedad, al contemplar aquel rostro monstruoso.

Cabellos cortos, alborotados en la cabeza, piel terriblemente gruesa, nariz horripilante,ojos bizcos, voz ininteligible, cuerpo hediondo, allá va caminando sin rumbo, triste y pensativa.
¿Dónde nació? Nadie lo sabía.
¿Cómo se llamaba? Nadie la entendía pues su voz era un compuesto de sonidos guturales, indescifrables.

El pueblo divertido y juguetón la cognominara Fiera, nombre por el cual la conocían todos ahora.
En aquella aldea, la misteriosa mujer entró pacíficamente en una cabaña humildísima, que ella misma construyera bajo un frondoso olmo.

Era allí que siempre la veían con las manos en el rostro, con lo ojos fijos en la bóveda celeste, como si en el espacio infinito estuviese toda la grandeza de sus ideales.
Era en ese pobre y repugnante cuerpo deformado que habitaba ahora, para la remisión de sus culpas, el alma de la vanidosa Margarita de antaño.

El generoso Henoch, condolido profundamente de la suerte amarga de su excompañera, pidio fervorosamente al Señor de los siglos que le permitiese volver al planeta terráqueo, para asociarse a los padecimientos de aquel Espíritu sumergido en ásperas expiaciones.

Le fue concedida esa gracia por el Eterno y Henoch regresó al mundo como hijo de la Fiera.

Cuando la infeliz recibió en sus brazos de monstruo aquella dádiva celeste, el populacho la persiguiera a pedradas, maldiciendo al pequeño ser, como reviento inmundo del hálito de los ebrios.
La madre desdichada corrió muchas millas con el pequeñito gimiendo en sus brazos, trayendo el corazón ululando de dolor salvaje.
Vagando por aldeas desconocidas, fue como el niño se desenvolvió. Todo en él era diferente de su progenitora.

Sus cabellos eran casi rubios, graciosamente acaracolados, lindos trazos fisonómicos, bellos ojos, revelando profunda inteligencia y extraordinaria vivacidad.
Fiera lo tomaba en los brazos y le daba muchos besos, pues aquel niño, que más se asemejaba a un ángel del cielo corporificado en la Tierra, era el único tesoro de su desventurada vida.

Al alcanzar los cuatro años, el pequeñito era tan hermoso, que toda la gente se admiraba de que una mujer monstruosa tuviese un hijo en quien fulguraban tantas perfecciones.
¡Pero! ¡Ah! Por ese tiempo se reveló en el organismo de aquella criatura nómada, sin patria y sin hogar, una molestia terrible, la lepra.
Todos comenzaron a expulsarla y el pequeño, como por una secreta intuición, igual a la que reciben los seres más evolucionados, comprendió el inmenso dolor de su madre, a quien amaba verdaderamente.
Viendo cada día el progreso que la horrible enfermedad realizaba, en aquel cuerpo tan defectuoso, se hizo su guía de población en población, implorando el pan cotidiano a las almas caritativas, pues la Fiera, además del mal que le cubría el cuerpo de tremendas heridas, se hallaba casi ciega.
Sus amarguras culminaban en los extremos de todas las angustias humanas.

No conociera padre, no sabía dónde naciera, no podía transmitir sus pensamientos y ahora se le cerraban también los ojos y no vería más el rostro adorado de su ángel hermoso, a quien idolatraba con todas las ternuras y arrobamientos de los corazones maternos.

Sus semejantes le huían, con recelo del contagio de la peligrosa molestia, que la minaba.
El hijo todo lo comprendía, con sus sentimientos de alma acrisolada en los embates de los grandes sacrificios.
Entretanto, aquella mujer sufridora, aprendió a llorar en la oración; y era así que, cuando miraba al cielo azul, se sentía atormentada de intenso dolor, pero ignoraba de dónde podría venirle; eran aún los resquicios del remordimiento de los errores perpetrados en su existencia anterior, manchada de numerosas faltas y extensos desvíos.
Recordábase vagamente que había infringido de manera grave las Leyes Divinas y sentía que todas las puniciones eran necesarias para el perfeccionamiento de su Espíritu maculado.

En esos momentos, la falange de los desvelados amigos espirituales de Henoch dirigía sus más fervorosas oraciones al Señor de los mundos, implorando misericordia para aquellas dos almas abandonadas en la Tierra, batidas por el huracán indomable de todas las desgracias.
Un bienestar indefinible bañaba entonces aquellos dos compañeros expatriados en las sombras terrenas; el pequeñito se sentía sumergido en sueños y visiones angélicas y su madre más confortada para conducir la pesada cruz de las probaciones redentoras.
En los días en que más penoso se tornaba su abatimiento, el niño se acercaba a la madre desdichada, le pasaba los brazos con ternura por el cuello cubierto de llagas, le besaba el rostro que se deshacía en pedazos, diciéndole, influenciado por las inspiraciones imperceptibles que le venían de entidades lúcidas:

-“¡Madrecita querida, no desanimes! ¡Todas las noches sueño con una aldea muy linda, donde existen aves de luz cantando en las ramas verdes de los árboles, que son muy bellas, cargadas de frutos y de flores! ¡A veces, veo que esa aldea hermosa está llena de ángeles que sonríen, de madres que aman y de viejos que bendicen! ¡Los hombres me extienden los brazos y nos llaman para ese rincón luminoso y siempre, al despertar, aún les oigo los cánticos, llenos de belleza y de luz!…

¡Ah! Mi madre, andemos un poco más y habremos de encontrarla.
Creo que está por allí. ¡Vamos!”.
Y allá se iban ambos, abrazados uno al otro, buscando ese rincón divino que el pequeño entreveía en sus aspiraciones.
La Fiera se sentía más encorajada para caminar, siguiendo aquel niñito idolatrado, el único ser que le ofrecía amor en este mundo, el único afecto por el cual ella podía saber que Dios existe y se recuerda de sus hijos más humildes y más desgraciados.
Pero, hasta en la existencia de los seres más ínfimos, hay incontables dolores.
El vendaval del sufrimiento campea en la Tierra en todas las direcciones.

En una tarde de riguroso invierno en la que se sentía un frío muy intenso en toda la península de Istria, el pequeñuelo dejó a su madre bajo un viejo olmo próximo a una población que él no conocía, a fin de mendigar un pedazo de pan para ambos.

Las calles estaban todas desiertas, todas las puertas cerradas.

Una tempestad de nieve comenzaba a caer impiedosamente.

Copos blancos, blanquísimos, batían sobre la tierra, formando camadas superpuestas.
El niño fue cogido por esa avalancha pavorosa. Al siguiente día, la pobre madre, como loca, gritaba furiosamente, en una dolorosa algarabía, a todos los transeúntes y, después de algunas horas de búsqueda, le vino a los brazos, ya roídos por las llagas, un pequeño cadáver pálido, del color de la nieve que lo guardara.
La Fiera gritó, angustiosamente, como leona herida; estrechó en el pecho aquel cuerpo blanco y minúsculo, que no le era dado ver en su ceguera.

Lo cubrió de lágrimas dolorosas, hasta el momento en que manos caritativas lo entregaron a la tierra bienhechora.
La Fiera fue reconocida.

Aquella aldea era la misma donde viera la luz, por primera vez, su ángel dorado.

Diéranle, generosamente, la cabaña arruinada en la que viviera otrora, para pasar el resto de sus días.
Nadie se asoció a su dolor íntimo; nadie buscó consolarla en sus pesares y raras fueron las manos bondadosas que le mitigaron el hambre atroz con un mendrugo de pan.
La infeliz, desgraciada y sola, tenía por compañía, únicamente, el llanto y los más acerbos padecimientos.
En sus oraciones, parecía ver la figura angélica del hijito, que le venía a traer pan, agua para saciarle la sed y gotas aromáticas de bálsamos puros para atenuar el dolor cruciante de las heridas pustulosas que le dilaceraban las carnes, partiéndose entumecidas.
¡Sí! Lo veía aproximarse y besarle tiernamente la frente; sentía que sus brazos cariñosos la abrazaban y le oía la voz suave diciendo: -“¡Madrecita querida! ¡No desanimes! ¡Camina por el dolor y me encontrarás, aquí en la aldea hermosa que yo veía en mis sueños, donde existen ruiseñores de luz, cantando en las frondes de árboles maravillosos repletos de frutos y flores!”
“¡Aquí hay angelitos que sonríen, madres que aman y ancianos que bendicen!…
Has de vivir también para que oigas conmigo las armonías celestes que los artistas del Cielo saben componer.

Son oraciones hermosas, que se elevan como hosannas de gloria al Señor, al Padre Celestial! ¡Ven, adorada madre, para orar también con nosotros!…”
Era Henoch que confortaba a aquella alma sufridora, en los últimos tiempos de pruebas ríspidas y agudas.

La Fiera lloraba conmovida, presa de intensa emotividad, cuando oía esas dulces advertencias, que le caían en el alma como perfumes celestes de flores resplandecientes.

No experimentaba los tormentos físicos en esos instantes. Su alma parecía eterizarse, elevándose a los páramos de luz del firmamento estrellado.
Cierta noche, llegaron a su auge sus profundos dolores.

Se hallaba abandonada, sintiendo que iba a morir.

Volvió a ver toda su accidentada existencia, fértil de amarguras y sinsabores.

Se recordó del alma querida de su hijo idolatrado y sintió que manos vigorosas parecían querer apartarla de aquel monte de carnes putrefactas.
Sufrimientos rudos le azotaban todo su cuerpo, cuando percibió una entidad lúcida, con una aureola fúlgida brillándole en la frente impoluta, dirigiéndose hasta donde ella se hallaba, colocándole las manos benévolas sobre el cuerpo asqueroso, irguiendo al Padre una oración vibrante a su favor:
“¡Señor del Universo, tened piedad de esta pobre alma que necesita de vuestro auxilio sacrosanto!

¡Permitid que pueda liberarse de las últimas ataduras que la prenden a la materia putrefacta y elevarse a las regiones de luz sublime, donde le aguardan sus dedicados amigos espirituales!

¡Ella ya no es Señor, aquella criatura perversa y asesina, sino un Espíritu acendrado en inenarrables torturas!…

¡Dignáos mirarla compasiva y misericordiosamente, concediéndole, según sus méritos, la libertad, a fin de que pueda evadirse de la negra cárcel de las sombras terrenales!…”

Fiera nada más oyó.

Su pobre Espíritu se vio en una región feliz, de reposo y venturas. Se le figuraba que el sueño viniera a ablandarle los sufrimientos corporales, sumergiéndola en un ambiente de éxtasis maravillosos. Lágrimas de emoción le bañaban toda el alma y un solo pensamiento la dominó: buscar consuelo en Dios, que tiene para todas sus criaturas el bálsamo del amor y del perdón.
¡Se rompió, al final, el último grillete que la retenía en la Tierra, y el alma de la ex Condesa, redimida por el dolor, partió, amparada por unos brazos de luz esplendorosa, en demanda de la aldea hermosísima, donde existen pájaros brillantes, árboles encantados, ángeles que sonríen, madres que aman y ancianos que bendicen!…

Amalia Domingo Soler

(Transcrito del libro Memorias del Padre Germán, con la autorización de Mensaje Fraternal, Caracas, Venezuela. Primera edición en castellano- 1986, págs. 340 a la 351.
Instituto de Difusión Espírita, San Pablo, Brasil.)