
Desde que estudiamos el Espiritismo, nos hemos convencido de que ningún delito queda impune, que se paga ojo por ojo, y diente por diente; ley justa como todas las leyes que de Dios emana; por que en Él, es tan inmensa la justicia, como su amor, son las dos líneas paralelas que ha recorrido, recorre y recorrerá eternamente.
Quien tal hizo que tal pague, a cada uno según sus obras, lo que no se gana no se obtiene, quien siembra vientos recoge tempestades; aforismos son estos que siempre nos han impresionado, porque hemos visto que eran la síntesis de la verdad suprema; y este conocimiento se ha aumentado conforme hemos ido estudiando las comunicaciones de los espíritus que tanta luz arrojan sobre determinadas historias; y en prueba de que es cierto lo que decimos, vamos a ocuparnos de la vida de un hombre que paga en esta existencia los crímenes que cometió en una de sus encarnaciones pasadas; pero antes de referirlos leamos una carta de una hermana de este desgraciado, que por Mayo último nos escribió diciéndonos entre otras cosas lo siguiente:
Toda mi familia ha sido de ideas avanzadas: mi abuelo murió a manos de los enemigos de la luz; mi padre también estuvo prisionero sufriendo todas las iniquidades de los secuaces del oscurantismo, mi hermano peleó defendiendo la libertad de su patria, luego le acusaron de haber cometido una muerte, y en prisión preventiva estuvo más de seis años, dos testigos le reconocieron inocente, y estos mismos sobornados y pagados por el verdadero asesino declararon después bajo juramento solemne que mi hermano era culpable; y este infeliz ha sido condenado a diecisiete años, seis meses y un día de prisión mayor, y hoy ya está en uno de los peores presidios de España confundido entre delincuentes sin corazón y entre criminales sin conciencia, siendo él, inocente por completo.
Cuando se despidió de mí, pronunció las blasfemias más terribles, negó la existencia de Dios, y añadió que si existía, sancionaba las más horribles injusticias; mas yo que miro las cosas y los acontecimientos bajo otro prisma, creo que Dios es justo, y que mi hermano, si bien ahora es inocente, otros crímenes habrá cometido en anteriores encarnaciones, que hoy paga, en cumplimiento de una ley desconocida para muchos, pero no para mí.
Quisiera ser médium para preguntar a los espíritus la causa de la expiación que hoy sufre mi desgraciado hermano, cuya vida actual, créame Vd. amiga mía, ha sido humilde y honrado, completamente inofensivo, y de esto están convencidos todos los de nuestro pueblo, donde nació y vivió mi infeliz hermano, (digno de mejor suerte).
Yo le ruego, amiga mía, que pregunte a algún Espíritu a ver que le dice, porque temo que mi hermano pierda la razón, si el Espiritismo no tiende sobre él sus alas benéficas.
Está completamente desesperado; yo le envío libros y periódicos espiritistas, y con esto he conseguido que se calme a intervalos; a ver si Vd. puede averiguar sobre este asunto para tranquilizar en lo posible a un ser inmensamente desgraciado.
Mucho nos impresionó la lectura del anterior fragmento, pues si bien se considera, debe ser horrible, (siendo inocente) verse condenado a vivir entre criminales gran número de años, sufriendo todas las vejaciones y los insultos que prodigan los seres sin sentimientos y sin educación, condenado a trabajos superiores a sus fuerzas y sobre todo, considerarse deshonrado ante la sociedad sin haber dado motivo para ello ni en pensamiento ni en obra; esto deberá exasperar tanto, amontonará tantas nubes cargadas de electricidad sobre el cerebro, que éste deberá funcionar con rapidez tan inusitada que concluirá por romperse, o quedará inútil para raciocinar, proviniendo la locura como justa consecuencia de una lucha superior a las débiles fuerzas humanas.
¡Verse separado del hogar paterno donde era amado y considerado, porque era comprendido, renunciar a las dulces satisfacciones de la vida, a esos goces más o menos fugaces que nos brindan la amistad y el amor, dar un adiós a todo lo bello, a todo lo risueño y halagador, para hundirse en el caos, en el abismo más insondable, ¿Y todo por qué? Por la torpeza de los jueces de la Tierra, por la infamia de unos calumniadores pagados a buen precio, verse condenado un inocente a aparecer como un miserable, sin que ya pueda nunca borrarse de su frente el estigma infamante del presidiario…!
¿Qué hombre honrado no enloquece en semejante situación? Se necesita una gran fuerza de voluntad y un íntimo convencimiento de la vida de ultratumba para no atentar contra sus días el que es víctima de jueces ineptos y de tristísimas apariencias.
Convencidos de que haríamos un gran bien a un desgraciado, tratando de saber la causa de su martirio, hicimos presente al Espíritu que nos guía en nuestro trabajo la anterior historia, rogándole que no para satisfacer curiosidad, sino para consolar a un infortunado, le pedíamos que nos dijera, si le era posible, el porqué de tan inmensa desventura, y el Espíritu, compasivo y complaciente, nos contestó lo que a continuación insertamos:
“Cuando las peticiones son justas, tenemos los desencarnados una sagrada obligación en contestaros y en haceros ver la innegable justicia de Dios; que muchas veces se desconoce en la Tierra porque es necesario que así sea; pero como a todo aquel que llama a la puerta de lo desconocido, se le franquea la entrada, como a todo el que pide luz, se le conduce al centro del sol de la verdad, por eso yo no titubeo en darte algunos pormenores sobre la vida pasada de ese infeliz que hoy gime en una prisión porque es el único lugar que le pertenece, puesto que vino a la Tierra con el firme propósito de pagar una de sus deudas.
El que en esta existencia ha ocupado siempre una modesta posición social, fue en una de sus encarnaciones pasadas un juez de gran nombradía, D. Álvaro de Zúñiga. Era un perfecto caballero de gentil postura, modales distinguidos, finísimo trato, y al parecer de tan recta conciencia, que era el llamado y el elegido para sentenciar las causas más difíciles, y los jueces más probos y más entendidos sometían a su examen los fallos de sus pleitos, de sus defensas y acusaciones; y lo que él sancionaba era admitido sin apelación.
La vida de D. Álvaro de Zúñiga era ejemplar, jamás la calumnia había podido mancharle con su aliento, modelo de buenísimas costumbres, nadie podía tildarle en lo más leve, generoso con los pobres, no se desdeñaba en atenderles y aconsejarles y de hacerles ganar en sus litigios; así es que su fama y renombre era universal. Enemigo al parecer de las riquezas, vivía modestamente, pero en el fondo de su conciencia era ambicioso de bienes terrenales y de consideración social, envidiaba a los próceres sus palacios de mármol, sus títulos y condecoraciones.
La duquesa viuda de San Lorenzo le encargó el arreglo de su testamentaria distinguiéndole con las más delicadas atenciones, colmándole de valiosísimos presentes, confiándole sus más íntimos secretos y encargándole además de la dirección de sus hijos.
Cuando D. Álvaro salía del palacio de la duquesa se sentía trastornado. Aquella numerosa servidumbre que a su paso se descubría respetuosamente le halagaba muchísimo, aquel lujo deslumbrador, aquellas comodidades sibaríticas, aquellas inmensas riquezas que pasaban por sus manos representadas por los títulos de propiedad de pueblos enteros, le hacían pensar y decir: ¡Todo esto puede ser mío! La duquesa me admira, de la admiración al amor no hay más que un paso; esta mujer es la que me corresponde, no la que tengo sencilla y humilde que nunca me ha comprendido, y que por lo tanto si no me ha hecho desgraciado, tampoco me ha hecho feliz; gran parte de mi vida he vivido para los otros, justo es que algunos años viva para mí; y siguiendo el curso de sus ideas pensó deshacerse de su esposa, cuanto antes mejor.
Entre los muchos que frecuentaban su casa iba un sobrino de su esposa, el aturdido Tristán, joven un tanto libertino que más de una vez había sido reprendido duramente por D. Álvaro, pero gracias al parentesco político que los enlazaba, no por ello se alteraban las buenas relaciones que los unían; mucho más que Teresa esposa de D. Álvaro y tía, de Tristán, intercedía siempre por el joven calavera que, aparte de sus locuras, tenía un gran corazón.
Poseía D. Álvaro una quinta donde su esposa pasaba largas temporadas por ser muy endeble su salud y necesitar de los aires del campo. Su marido la visitaba a menudo, y una mañana que muy temprano regresaba a la ciudad, se vió detenido por un criado que corría presuroso para decirle que su esposa se había puesto repentinamente enferma; volvió a la quinta y efectivamente encontró moribunda a la infeliz Teresa, gracias a la eficacia del veneno que él había dado en una empanada la noche anterior.
La pobre mártir murió en sus brazos, cuidando D. Álvaro de estar solo con ella en sus últimos momentos, llamando después a los criados, y en presencia de ellos registró un armario de su esposa donde encontró un paquete de cartas amorosas firmadas por Tristán que aconsejaba a su tía que se fugase con él, y que de no hacerlo, se vengaría de sus desvíos cortando el hilo de sus días, mostrando D. Álvaro la declaración que su esposa hizo por escrito, poco antes de morir, en la cual decía: Muero envenenada por mi sobrino Tristán.
Álvaro de Zúñiga era de estos seres que pasan por impecables en el mundo, y en cambio Tristán era un libertino que pasaba parte de su vida en garitos y lupanares, así es, que nadie llegó a sospechar ni por un segundo que fuera D. Álvaro el verdadero asesino, y la opinión pública acusó a Tristán que estaba inocente de semejante delito, y que nunca había mirado a Teresa con impuros deseos, y sí únicamente con el respeto y cariño que se mira a una madre tolerante y condescendiente como era Teresa para su sobrino Tristán.
Las cartas las escribió D. Álvaro con letra tan admirablemente falsificada que no dejaba lugar a la duda, y la acusación plena cayó sobre Tristán que creyó volverse loco, y que por más que hizo no pudo probar su inocencia y fue condenado a galeras por toda su vida, mientras D. Álvaro que asesinó villanamente a su esposa, y que guió su mano en los postreros momentos haciéndole escribir lo que él mismo trazaba ahogando sus gritos con su férrea mano, aparentó sentir el pesar más profundo, su luto no tenía término, yendo muy a menudo al cementerio donde rezaba fervorosamente, hablando de continuo a la duquesa de su inolvidable compañera.
La noble dama cayó en la red que tan astutamente le tendió D. Álvaro que permaneció dos años viudo, casándose después con la duquesa de San Lorenzo que confiada y sencilla, encumbró a las altas esferas del poder a un miserable asesino, que no tuvo el menor remordimiento de su crimen. Estaba tan satisfecho de sí mismo, se creía tan superior a los demás, que nunca consagró un recuerdo compasivo al inocente que vivía en galeras; creía por el contrario que había librado a la sociedad de un perdido, y en cuanto a su esposa, siempre enferma y además estéril, creía que era un ente inútil, una rama seca del árbol social, que nada se había perdido con desprenderla del tronco de la vida.
Jamás turbó su sueño un recuerdo penoso, se creyó grande entre los grandes, su ambición no tuvo límites, se creyó tan superior a sus contemporáneos, que todos los altos puestos que ocupó le parecían pequeños. Desplegó gran inteligencia desde las altísimas esferas del poder, supo ocultar su desmedida ambición apareciendo ante el mundo como un ser casi perfecto, y murió rodeado de todos los honores que proporciona en la Tierra una inmensa riqueza y un profundo talento.
Pudo engañar al mundo, y engañarse a sí mismo mientras estuvo en un planeta donde el engaño impera; pero en el espacio caen todas las vendas, y ¡El asesino escucha una voz fatídica que murmura constantemente a su oído ¡Asesino!… ¡Asesino!… D. Álvaro la escuchó vio a Teresa y a Tristán erguidos y amenazadores, vió la espantosa realidad; no había hecho una sola obra buena, así es, que no pudo encontrar espíritus agradecidos, porque si muchas veces obró en justicia, no la hacía pensando en el bien ajeno, sino en el suyo propio; amparó a los pobres en sus cuitas para que estos le dieran popularidad, sólo trabajó para sí, por eso se encontró solo, y sólo sus víctimas mudas e implacables le acompañaban de continuo.
Deshecho por la realidad su castillo de naipes, se avergonzó de sí mismo, y se dispuso a pagar ojo por ojo, y diente por diente, y cuando se encontró dispuesto a sufrir la expiación que hoy sufre, cargó sobre sus hombros la cruz que hoy le abruma con su peso, y azarosa será toda su existencia, porque es preciso que pague hasta el último cuadrante.
Leo en tu pensamiento la pregunta que quieres hacerme: Si todo es efecto de una sabia ley, no existe la injusticia.
En realidad no existe, pero como nadie sabe ni su vida pasada, ni la de otros, se hace cada cual responsable de sus actos, que nadie es necesario para castigar a otro; cada uno se basta para castigarse a sí mismo; se castigan los suicidas, los que nacen imperfectos, los que pierden la razón, los que se apartan del trato social y viven cenobíticamente, los que se martirizan con ayunos y maceraciones, todos esos se proporcionan dolores que en justa reparación les pertenecen, y ha habido casos de cometerse un asesinato y no encontrar al asesino y presentarse un inocente a la justicia declarándose culpable, pidiendo la muerte para libertarse de horribles remordimientos y dejar de ver sombras amenazadoras.
Nadie está obligado por fatalismo a ser el verdugo de otro, la eterna justicia no necesita de instrumentos inocentes.
Dios tiene el tiempo y el progreso indefinido del Espíritu, que cuanto más avanza, hila más delgada la tela de sus actos, y, te lo repito, él mismo se juzga y se condena: lo que hace ese Espíritu es buscar su centro de atracción, y así como entre vosotros los sabios se desdeñan de tratar con ignorantes, y las mujeres honradas huyen del contacto de las rameras, buscando cada cual sus espíritus simpáticos; así el Espíritu para pagar sus deudas busca planetas habitados por seres miserables donde las injusticias son la moneda corriente, pero el Espíritu decidido a progresar se salva de todas las impurezas que le circundan y se eleva como la columna de humo para no mancharse con el cieno que le rodea.
El obrar mal no es necesario en ningún planeta, el Espíritu tiene libre albedrío para desarrollarse dentro de la esfera que él mismo se ha formado, así es, que todo criminal es responsable de sus actos, aun cuando con ellos castigue a un delincuente, él no sabe que castiga a otro, él no ve más sino que hunde en la desesperación a un inocente.
Cuando te pregunten los impacientes
¿Y por qué no se recuerda lo que uno ha sido en sus pasadas encarnaciones?
Contéstales que sería imposible el curso tranquilo de la vida, que si se vieran cara a cara y frente a frente todos los enemigos que se han causado graves perjuicios y pérdidas considerables; los padres morirían asesinados por sus hijos y éstos en ocasión serian devorados por sus madres, pues la prueba se tiene bien clara que aún sin conocerse, ignorando unos y otros el daño que se han causado, ¡Cuántos crímenes se cometen! ¡Cuántos gozan y disfrutan, mientras otros por su causa gimen en el cautiverio!.
Tu pregunta mental me ha separado algún tanto del objeto que me propuse al contarte la causa que ha producido el castigo que hoy deplora ese infortunado; dile pues para su tranquilidad, que todo es justo; que los grandes dolores, que esas existencias condenadas a horribles sufrimientos, son el resultado de múltiples abusos, las consecuencias de bastardas ambiciones, el fruto sazonado del más refinado egoísmo; que el que al vivir no piensa más que en sí mismo amontona sobre su cabeza espantosas tempestades, y atrae el rayo destructor que concluye con su existencia o le arrebata su dulce reposo, lo que es aún mucho peor.
Mucho más pudiera decirte, pero basta con lo dicho para hacerle comprender a ese desgraciado que no sufre ninguna injusticia, y paga por el contrario una de las grandes deudas que ha contraído su Espíritu en la serie de encarnaciones que ha habitado en la Tierra y en otros mundos de análogas condiciones.
Adiós.
He aquí una comunicación que da una útil enseñanza, no sólo al interesado que la ha pedido, sino a todos aquellos que sean víctimas de sus pasados errores.
Procuremos en cuanto nos sea posible no adquirir responsabilidades, para evitarnos esas expiaciones que no por ser merecidas dejan de ser ¡Verdaderamente horribles!.
No edifiquemos la casa de nuestra dicha sobre el dolor ajeno, no tratemos de aparentar lo que no somos, porque los engañados seremos nosotros.
Es indudable que la vida es eterna, que todos nuestros hechos componen nuestro patrimonio. Feliz aquel que al penetrar en el espacio, puede decir mirando a su pasado y contemplando su porvenir.
Ayer a nadie hice sufrir; mañana seré feliz en los mundos de la eterna luz.
Amalia Domingo Soler