
Si el espiritista ha de ser prudente, virtuoso, tolerante, humilde, abnegado y caritativo entre sus hermanos y entre la humanidad, ¡cuánto más tiene el deber de serlo entre la familia!
Si son sagrados los deberes que tenemos que cumplir entre nuestros hermanos y entre la humanidad, lo son mucho más los que tenemos que cumplir con la familia; porque hemos de tener en cuenta que además de los vínculos que en esta existencia nos atan con lazos indisolubles, tenemos siempre historias pasadas que se enlazan con la historia presente.
Los que no son espiritistas, todo lo atribuyen a la casualidad; pero nosotros sabemos que no hay efecto sin causa y que las contrariedades o satisfacciones de hoy son continuación de nuestras vidas pasadas.
Por eso, el espiritista debe ver en su familia un depósito que se le ha hecho, sobre el cual tiene muchos deberes que cumplir y muchos sacrificios que hacer; por eso, el esposo debe ser el apoyo y sostén de su esposa, debe respetarla, amarla y protegerla en todo, aconsejarla, dirigirla y darle con justicia, en todos los trances de la vida, lo que le pertenece.
También la esposa debe obediencia, amor, respeto y sinceridad a su esposo, siendo, para ella, siempre la primera persona a la cual debe confiar todos sus secretos y todas sus tendencias, sin separarse jamás del respeto y obediencia que debe al que Dios le ha dado como guía en este mundo de dolor.
Ya sé que para muchos huelgan estas palabras, mayormente cuando los esposos tienen unas mismas tendencias, son de buen carácter y sienten las mismas inclinaciones; pero cuando entre los dos hay caracteres opuestos o un mal genio que hace difícil la unión, ya es otra cosa.
¿Y si se encuentra el esposo con tendencias opuestas en su familia, los cuales no quieren que él tenga ideas o profese el Espiritismo? ¿Cómo se las arregla el tal jefe de familia? Es muy difícil prescribir reglas para cada caso particular; sólo podemos decir que en este caso, el espiritista debe escudarse en una prudencia, un tacto y una paciencia a toda prueba; entonces, es cuando debe estar más unido a los de arriba, tener mucho amor al Padre, recordar mucho la paciencia y la abnegación del Señor y estar muy en contacto con su Guía espiritual, por medio de la oración y por la indulgencia que siente para los que le atormentan.
Su conducta entre su familia ha de ser un bello modelo de toda clase de virtudes, para que el ejemplo pueda un día llevar la convicción, o a lo menos la tolerancia entre los suyos, y, si no es posible, que no se rebele, que se deje sacrificar si es necesario, que considere que lo de hoy es resultado de lo de ayer, que, cuando así lo haga, puede esperar gran recompensa.
He visto, durante mi vida espiritista, dos hermanos que sufrieron mucho entre su familia, y, a pesar de sus sacrificios, su paciencia y su abnegación, no pudieron lograr que se toleraran sus creencias entre sus deudos, siendo muy a menudo objeto de burlas y de desprecio de los seres más queridos.
Pues de estos dos hermanos, ya desencarnados, he tenido ocasión de oír sus comunicaciones, algunas veces, en circunstancias que no dan lugar a duda, cuyas comunicaciones han sido, moralmente hablando, de gran elevación y han demostrado una dicha tan grande en estos espíritus, que puedo asegurar, que, de los seres desencarnados en nuestra época, ninguno ha demostrado disfrutar de tanta dicha ni de tanta felicidad.
El sacrificio fue grande en la Tierra, porque nada hace sufrir tanto como verse despreciado y burlado de los que se ama; pero estos sufrimientos son doblemente recompensados por nuestro Padre, por nuestro Dios, por el que todo lo tiene, todo lo sabe y todo lo puede.
Pero estas situaciones son excepcionales y son pocos los que se hallan en ellas. Lo más común es que el espiritista llegue a ser padre de algunos hijos cuya misión no está exenta de peligros, y a veces es necesaria una abnegación a toda prueba, con un buen sentido práctico espiritista.
A veces, no son todos los hijos de la bondad que el padre desea, sino al contrario, acarrean disgustos y sinsabores que causan grandes sufrimientos, los cuales han de saber sufrir los padres teniendo mucho cuidado en sentir el mismo afecto sobre los buenos como sobre los que por su carácter causan penas y disgustos.
El espiritista debe sentir amor igual para todos sus hijos, y no debe olvidar que los que más necesitan de su misericordia son los que de alguna manera tienen menos bondad y menos conocimiento; hay hijos que, con sólo darles la mano al padre, los lleva a todas partes, mientras que hay otros que, además de darles la mano se les ha de empujar.
He visto padres espiritistas que, a pesar de amar a todos sus hijos, han tenido preferencia por aquellos que los han visto más pacíficos y más obedientes; si esto no hubiese sido más que en apariencia, hubiera podido ser una buena medida para conducir a los demás; pero no fue así, sino que siguieron las preferencias a unos, y a los otros casi se los relegó al olvido.
Esto es una mala práctica que puede costar cara al que tal haga.
Es verdad que a veces el padre no puede hacer demostraciones iguales a todos sus hijos, por la diferencia de conducta y de comprensión de los mismos; pero el padre y la madre deben llevar el amor en su corazón, y si cabe, mucho mayor por el hijo que más lo necesita; ya por su atraso moral o por otras causas de la vida.
Porque no debe olvidar todo espiritista que tenga hijos que no los ha tenido por casualidad, sino bajo un plan providencial, para el bien suyo y el de sus hijos; quizá son enemigos que tienen deudas graves contraídas y que Dios los pone el uno al lado de otro, unidos por lazos de familia, para que paguen una deuda que de otro modo no podrían pagar.
Quizás la mujer abandonada de otras existencias, que sirvió para satisfacer caprichos, viene a reclamar nuestro apoyo porque sabe que tiene derecho a tenerlo; por eso el espiritista, si bien debe poner buen cuidado para la educación de todos sus hijos, la debe tener más grande por aquellos hijos que vienen cargados de defectos y son causa de grandes disgustos.
¡Cuántas historias hay entre los seres encarnados que si pudiéramos verlas nos harían bajar la cabeza y nos pondrían en constante cuidado para no equivocarnos!
Es verdad que estas historias no las podemos saber, pero nos basta saber que no hay efecto sin causa y que Dios, con su gran sabiduría, nada hace inútil sin un motivo altamente justificado.
Así es que si el esposo encuentra mala esposa, si la mujer encuentra un mal marido, no es casual, sino sabiamente ordenado; si un padre bueno tiene hijos malos, no es castigo, sino el resultado de una ley justa, por eso, el espiritista que sabe todas estas cosas y muchas más, no debe tomar la vida como paraje de recreo, sino como una sucesión de hechos que le herirán hasta en lo más íntimo de su alma, que le harán sufrir, que le causarán sufrimientos y lágrimas, pero el espiritista debe ser fuerte, animoso, compasivo, abnegado, caritativo para todos y muy en particular para los defectos de sus hijos, depósitos sagrados que el Padre le hace para que sea su protector y guía, a fin de hacerles dar un paso, en caso de no poder hacer más.
Todo espiritista debe proceder con mucho cuidado en la misión de padre, sin dejarse arrastrar nunca, ni por una atracción desconocida en su causa para unos, ni por la frialdad que puede sentir por otros; la justicia y el deber deben ser el regularizador de esas afecciones o repulsiones secretas que siente el alma.
Ya hemos dicho que un hijo nuestro puede ser un gran enemigo de otras existencias, como un amigo cariñoso, y no hay duda que, dentro de los secretos de nuestra alma, resuenan aún las impresiones de lo pasado; por eso el Espiritismo es tan eficaz para hacernos progresar, porque su última solución es amar, amar y amar.
Amar al que nos quiere, al que nos odia, al que nos protege, al que nos persigue, al que nos hace el bien, al que nos quiere mal; y este mandamiento, que es ley practicarlo entre la humanidad, lo es aún más practicarlo entre su familia.
El espiritista que su ley y su práctica sea el amor, no verá tinieblas, su vida se deslizará con la mayor paz posible en la Tierra, y después alcanzará la felicidad.
Si el espiritista, en lugar de tener esposa e hijos, tiene aún padres, no debe olvidar el deber de tenerles toda clase de respeto, cariño y amor; considerar que han sido los representantes de la Providencia en la Tierra para él, y está obligado a darles paz, consuelo, protección, amparo; está obligado como hijo, a hacer por sus padres lo que ellos hayan hecho por él, y si sus padres no se le hubiesen portado bien, no está menos obligado, porque, en este caso, ellos pertenecerían al orden de espíritus inferiores y el espiritista debe ser el ejemplo constante de virtud y abnegación, para que aprendan los que aún no sabían o no han sabido cumplir con sus deberes.
En resumen: creemos que el espiritista, en todas las situaciones de la vida, ha de cumplir como buen hijo, como buen esposo, como buen padre, como buen hermano y como buen ciudadano; así, siendo práctico en la ley divina, cuyo sentido práctico está en la ley proclamada y practicada por el Señor y Maestro, será luz que iluminará a los que estén a su alrededor, será mensajero de paz y de amor entre todos, y llevará la paz de las moradas de luz entre los hombres de la Tierra.
Miguel Vives y Vives
