
A semejanza del pequeñuelo que busca ansioso los brazos de la madre para huir de algún peligro o apoderarse de un nuevo juguete, el ser pensante, cuando sufre o cuando goza, vuelve los ojos a la causa primera y le pide auxilio en su dolor, o la bendice en sus breves horas de felicidad.
Porque el alma dichosa es generosa expansiva, agradecida, y como todo cuanto gozamos proviene de una sola fuente, a ese manantial de vida se acerca el pensamiento humano, y los labios piden clemencia o dan gracias, según el estado de nuestro ánimo.
Por esto, cuando entro en las iglesias y escucho el rezo del Rosario, con el rumor monótono de su murmullo misterioso, me inspiran profunda compasión aquellas máquinas vivientes que repiten palabras centenares de veces, sin que el sentimiento preste a la voz esa inflexión dulcísima que es verdaderamente la esencia de la oración.
Y ¿Qué diremos de las ofrendas presentadas a Cristo, a la Virgen y a los Santos?
No ha muchos días me convencí una vez más del escaso valor que tienen la mayor parte de esos objetos que los devotos llevan a la iglesia.
Yendo en el tranvía de San Gervasio, llámeme la atención una mujer de edad regular, sencillamente vestida, que sentada junto a mí, dirigía melancólicas miradas al exterior, dejando adivinar que desconocía el país que atravesaba; enfrente de ella iba un niño, hijo suyo, de unos seis años, de rostro agraciado y mirada expresiva.
La buena mujer me miró varias veces con cierta timidez, y al fin se atrevió a preguntarme si estaba muy lejos la iglesia de la Bona Nova.
-Aún hay que dar muchas vueltas antes de llegar al santuario.
-¿Y sabe usted si cerca del templo hay alguna cerería?
-En la plaza de la iglesia hay lo menos dos.
-¡Cuánto me alegro! Porque he salido de casa tan de prisa, que ni siquiera me acordé de comprar un cirio de tres libras que le tengo ofrecido a la Virgen. ¡Qué… si tengo una cabeza!… ¡Válgame Dios!
-Tendrá usted mucho en qué pensar.
-¡Que si tengo!… No lo quiera usted saber.
Comienzo por decirle que tengo siete hijos, todos chiquitines, y a mi marido loco de algunos años acá, con lo cual ya comprenderá usted si mi vida es de gloria o de martirio.
Seis meses hace que ingresó en un manicomio, pues me daba mucha pena separarme de él, a pesar de que me atormentaba de un modo extraordinario.
El infeliz, en sus horas de lucidez, solía decirme: «No me separes de mis hijos; si llego a verme separado de vosotros, entonces sí que acabaré de perder la razón».
Pero sus accesos han ido en aumento, y en uno de ellos yo misma le acompañé al manicomio.
-Así estará usted más tranquila.
-En parte, sí; mas es el caso que desde que salió mi marido de casa, no he tenido un día de salud; con decirle que me dio el tifus y estuve a la muerte, creo que basta.
Al verme tan mala, creí que me moría, y considerando el desamparo en que iban a quedar mis hijos, pedí a la Virgen de la Bona Nova (muy milagrosa, según dicen), que prolongara mi vida siguiera hasta dejarlos criados, prometiéndole, si curaba, llevar a su camarín un cirio de tres libras.
Púseme buena, y entre unas cosas y otras me olvidé de cumplir la promesa, cuando, hará cosa de un mes, me caí por la escalera y me lastimé un brazo y un pie.
Tuve que guardar cama otra vez, y me dijo éste (señalando a su hijo): «¿Sabes, mamá, lo que tú tienes? Es un castigo de Dios, porque prometiste a su Madre un cirio y no se lo has llevado».
Me quedé mirándole y pensando si serían un aviso del Cielo sus palabras.
Así, en cuanto he podido moverme (pues el andar me cuesta trabajo), he dicho; «Nada, no hay más remedio que cumplir la promesa; no sea cosa que Dios me envíe otro castigo peor».
-De manera que cumple usted su promesa a la Virgen, no por devoción, sino por miedo.
-Sí, señora; temo que me sobrevengan más desgracias. Crea usted que la camisa no me llega al cuerpo desde que mi hijo me echó en cara mi olvido: ¡dice este chiquillo unas cosas… que son sentencias!
-Dejemos a un lado las palabras de ese inocente; lo que yo quisiera saber es el sentimiento que mueve su corazón al ofrecer a la Virgen el cirio prometido.
-¡El sentimiento que me mueve!… Ahora sí que me pone usted en grave apuro.
Porque, la verdad, ni yo misma lo sé; pero recuerdo haber oído de mi padre que Dios castiga sin palo ni piedra; que me he caído; que estuve a punto de romperme una pierna, y que mi hijo me ha dicho: «Mamá, Dios te ha castigado».
Y antes que me sucedan cosas peores, me he apresurado a venir.
Ahora veo que le camino es más largo de lo que presumía, y lo siento, porque me he dejado en casa mis chiquillos, de los cuales el mayor no llega a diez años, la mitad de ellos llorando a lágrima viva por mi ausencia.
Me quedé mirando a la buena mujer, y mil reflexiones se agolparon en mi mente. Quise hablar; quise decirle que Dios no había de inspirar miedo, sino absoluta confianza a los hijos de su bondad, de su sabiduría y amor; pero en el semblante de aquella mujer infeliz apenas irradiaba su luz el crepúsculo de una inteligencia naciente; su frente era estrecha y deprimida; su mirada nada expresaba; tal insignificancia interior acusaban todos los rasgos de su rostro, que no me atreví a turbar el sueño de aquella dormida conciencia, con tanto más motivo cuanto que íbamos a separarnos muy pronto, y mis palabras hubieran resbalado por su obtuso entendimiento, como el agua por el mármol.
Cuando llegamos delante del templo, ella se bajó con mucha pena, y cogiendo a su hijo de la mano, dirigiese con paso inseguro a la cerería, mientras que yo, siguiéndola con la mirada, me hacía estas reflexiones:
He ahí el fruto podrido de las absurdas religiones.
Esa infeliz tiene miedo de la cólera de Dios, y sólo por el temor acude al templo.
Su cuerpo endeble apenas puede sostenerse en pie; su espíritu, preocupado por las tragedias de una azarosa existencia, no piensa en Dios, y ofreció a la Virgen un cirio por rutina.
Con tales devotos, ¡qué inseguros, qué frágiles son los cimientos de la Iglesia! Se me dirá que hay países donde el clero domina en absoluto; donde el fraile es el soberano dueño de vidas y haciendas; donde su influencia clerical todo lo avasalla; es muy cierto, y en esos países será todavía duradero el poderío de la Iglesia; pero no se olvide que en la mayor parte de los pueblos católicos abundan los creyentes al estilo de la buena mujer de mi verídico relato, que no aman a Dios, que no les inspira paternal confianza su omnipotencia suprema, y el miedo es un lazo mucho más fácil de romper que los que forman el amor y la seguridad de llegar siempre a buena hora ante el tribunal de la Justicia.
¡Cuán responsables son las religiones del oscurantismo de las masas populares!… Todo su trabajo ha consistido en apagar el entusiasmo y la admiración en las almas sencillas. Jamás han dicho los sacerdotes a los pueblos: «¡Levantad vuestras miradas al cielo; el infinito os cubre con su esplendente manto; contemplad las moradas luminosas donde otras humanidades bendicen a Dios y trabajan en su progreso!»
Mas, ¡ay! que en vez de iluminar con estas verdades al hombre, le han sumido en las tinieblas del espíritu, gritándole: «¡Mortal, mira al suelo; contempla la tierra que huellan tus plantas; de ella saliste; polvo eres y en polvo te convertirás; busca tu salvación por el ayuno, la penitencia, el cilicio!… ¡Ay de ti si provocas la ira de tu Dios; que entonces será el crujir de dientes y el quebrantamiento de tus huesos; entonces pedirás misericordia y nadie te escuchará, porque sordos estarán para ti los cielos y la tierra!»
¡Qué modo de blasfemar! ¡Qué manera de empequeñecer al espíritu separándolo de todas las bellezas que encierra la creación!
¡Sentir «miedo» ante el Ser Omnipotente, que todo lo llena con su aliento y de quien emana el suave perfume de las violetas y el aliento del volcán que en la cumbre de la montaña nos recuerda el génesis de la tierra!
¡Sentir «miedo» ante el Gran Arquitecto del Universo, que ha poblado el espacio de innumerables mundos!
¿Sentir «miedo» ante el Creador eterno, que ha dado a los espíritus la inmortalidad y el progreso para ir ascendiendo, en evolución eterna, desde el átomo invisible hasta la inteligencia creadora del artista y del poeta y la investigación constante del filósofo, del matemático, del químico, del físico, del astrónomo, del geólogo, del historiador, de tantos y tantos otros sabios que han dado vida y nombre a los siglos con sus maravillosos descubrimientos y con sus inventos asombrosos!
Sentir «miedo» ante Dios, contemplando la grandeza de la especie humana, es verdaderamente delirar, es desconocer las leyes eternas de la vida.
¿Dios castigar a ninguno de sus hijos porque se le olvide, en medio de sus tribulaciones, de dar lo ofrecido a una imagen de madera?… ¡Qué Dios tan pequeño conciben ciertos hombres!
He ahí el fruto de las religiones: la ceguedad en el espíritu y el idiotismo en el entendimiento; el temor al castigo de Aquel que nos ha dado la vida, por el cual somos, por el cual sentimos, pensamos y queremos.
¡Dios!… Tú eres la ciencia exacta; tú eres la verdad y la vida en el pasado, en el presente y en el porvenir.
Amalia Domingo Soler